¿Sacar o
no sacar los símbolos religiosos de los lugares públicos? Desde los tiempos de Cortés
y Moctezuma hasta nuestros días. El encuentro con el otro sigue asustándonos
hasta la médula y no parece tan fácil hacerle caso a Charly y empezar buscando
un símbolo de paz.
Por Cecilia López Puertas
“En esos tiempos,
una isla era mucho más pequeña si nadie la habitaba.
Cuando alguien llegaba, la isla se hacía grande”
(De “La
Saga de los Confines II,
Los días de la Sombra ” de Liliana Bodoc)
¿Se deben o no permitir los símbolos religiosos en los
lugares públicos? Ponerme a escribir sobre este asunto me ponía (me pone) en
una encrucijada, porque lo primero que me toca evaluar es lo que yo misma
pienso. Así que, solita mi alma, me metí dentro mío… estrujándome las ideas y
los sentimientos y fui tejiendo (y destejiendo) preguntas que me invaden y me
ayudan a repensar el asunto… Quizá sirva de disparador para hacer lo propio.
Mi primer sentimiento era la negativa, resistencia al
cambio por sobre todas las cosas
y después la simpatía con las imágenes y con
las tradiciones. Pero no me servía analizar el asunto “pegada” a esos
sentimientos porque se sabe que son engañosos y yo quería estrujarme las ideas de verdad.
¿Porqué sacar los símbolos religiosos de los lugares
públicos? En el año 2012 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires se discutió un
proyecto de ley para llevar adelante esa iniciativa. Desde entonces no ha
habido grandes avances, pero es un asunto que sigue dando vueltas. Y que me
interesa pensar por razones de derecho y por razones de historia.
En general los fundamentos, acá y en otras partes del
mundo, siempre son dos principios: la laicidad del Estado como garantía de
igualdad; y la protección, en el marco del concepto de la libertad religiosa,
del “no creyente”. En general hay alguna que otra salvaguarda, entre ellas la
posibilidad de mantener algún símbolo en el escritorio “donde uno pone cosas de
sus afectos y creencias”, y también puede haber excepciones. En el caso de la
iniciativa de Ciudad de Buenos Aires, exceptuaba a los hospitales y los cementerios.
Vayamos al principio ¿Porqué un Estado laico debería proteger
la libertad religiosa?
Es una pregunta que no tiene una única respuesta. Lo claro
es que se protege. Es más, es considerada un “derecho humano” y esto se le
ocurrió primero a la Asamblea General
de la Organización
de las Naciones Unidas en 1948 cuando proclamó la “Declaración Universal de los
Derechos Humanos”, dándole categoría de “derecho humano”. Se puso de moda y de
allí en más apareció protegida en cuanto instrumento de derechos humanos fue
soltándose por el mundo[1].
O casi todo el mundo, porque la universalidad de los derechos humanos todavía
debe ser probada y aunque para contradecirla hay unos cuántos que están
peleándose el primer lugar en la lista, sin dudas son los países islámicos los
mejor posicionados. Me permito esta aclaración porque estamos muy acostumbrados
a “universalizar” todo y podemos correr el riesgo de “occidentalizar” todo. De
todos modos, a los fines que me propongo los dejo un rato afuera porque no son
estrictamente países “laicos”, digamos que es harina de otro costal (si gustan
vean la “Declaración de los Derechos Humanos en el Islam”, firmada en 1990 en
El Cairo: http://www.amnistiacatalunya.org/edu/docs/e-mes-islam-1990.html).
En fin, acá estoy otra vez ¿Porqué proteger la libertad
religiosa en un Estado laico? ¿Porqué
diferenciarla de la libertad de pensamiento o de conciencia? Responder esta
pregunta quizá ayude a entender un poco más el lugar que las religiones ocupan
hoy en los Estados, al menos en el nuestro que tan felizmente firmó todos esos
instrumentos de derechos humanos. En todo caso sería absurdo negar que lo que
se ha querido proteger es las “creencias religiosas”, ni más ni menos que eso.
Y en el fondo, presumo, se han querido proteger porque se las entiende como
algo “bueno”… aunque en esta parte del mundo ya no esté de moda. Y eso porque
cualquiera que busque pensar el asunto sin prejuicios va a encontrar que las
creencias religiosas y morales tiene un valor para la sociedad que no tiene
cualquier “pensamiento”.
En Italia, se discutió un caso interesante que llegó en
2011 al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Fallo Lautsi y otros c. Italia),
Lautsi era una señora italiana que quería que quitaran las cruces de las aulas
del colegio público al que asistían sus hijos. Cuando el Consejo de Estado
argumentó frente al máximo tribunal italiano, en un fallo que después fue
apelado ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, intentó responder una de
las preguntas que me hacía antes: ¿Cuál sería la importancia de una creencia
religiosa en un Estado laico? Así reflexionó sobre la idea de convicción religiosa y llegó a la
conclusión de que es inherente a ese tipo de pensamiento el mecanismo que llamó
“de exclusión del infiel”. Sin embargo, entendió que el cristianismo era una
excepción -siempre que fuera realmente bien entendido- por cuanto “…el rechazo hacia una persona no creyente
por parte de un cristiano implica la negación radical del cristianismo en sí
mismo…”. Argumentó que si la cruz es símbolo del cristianismo, no puede
excluir a alguien sin negarse a sí misma, que constituye -incluso en un Estado
laico- símbolo de aceptación y respeto por todo ser humano con independencia de
su creencia, religiosa o no, y por eso símbolo de la tolerancia, el respeto
mutuo, el valorar a la persona, la afirmación de sus
derechos, la consideración hacia su libertad,
la autonomía de la conciencia moral frente a la autoridad, la solidaridad humana, el rechazo hacia
cualquier discriminación.
Cuando el caso llegó al Tribunal Europeo de Derechos
Humanos, se le dio la razón a Italia entendiendo que: “…no había
ningún elemento que atestigüe la eventual influencia que la exposición en las paredes
de las aulas de un símbolo religioso pudiera tener sobre los alumnos; por lo tanto no se
puede afirmar razonablemente sí tiene un efecto sobre los jóvenes, cuyas
convicciones todavía están por formarse. Se puede comprender de todos modos que la
demandante pudiera ver en la exposición de un crucifijo en las aulas de la escuela pública
en la que sus hijos estaban escolarizados una falta de respeto, por parte del
Estado, a su derecho a garantizar su educación y enseñanza conforme a sus
convicciones filosóficas. Sin embargo, la percepción subjetiva de la demandante
no podría
por si sola ser suficiente como para caracterizar una violación…”.
Me quedo con la idea de falta
de respeto que sentía la señora Lautsi para pensarla en un rato, y mientras
me pregunto una cosa más: ¿La libertad religiosa protege a los “no creyentes”?
Aunque quizá la primera respuesta que surge es que no,
pensando más allá podemos entender es que se protege el derecho de cada quien a
vivir con libertad sus opciones en conciencia, aquellas que elecciones que
realiza vinculadas con el significado y razón de ser de su vida.
Es decir, que a mí me guste Justin Bieber no es una
creencia religiosa. Pero si rijo mi vida por tales principios y la vivo en esa
línea sin hacerle mal a nadie, es lógico que el Estado se preocupe por
protegerme para que mi elección siga siendo libre y los demás se abstengan de
impedir que la lleve a cabo.
Entonces, podría ser una “convicción religiosa” la del “no
creyente”. Ok, ahora me gusta más, y… puede que sí. Puede que entonces tenga
derecho a que se proteja su modo “no creyente” de vivir la vida, o al menos que
se lo proteja de que otro venga a impedir que viva de ese modo. Y se lo
protege, por ejemplo, si no me dejan obligarlo a ir a misa… o no me dejan
hacerlo rezar a la fuerza, o impiden que le cuelgue una cruz del pecho si él no
quiere… ¿Lo protegen si no me dejan poner un símbolo religioso en, digamos, el
Hall de entrada a la Cámara
de Senadores? Mmm… parece un poco forzado porque la igualdad es de iguales. A
ver… yo soy mujer y mayor de edad, y aunque miro alguna que otra película de
Disney no puedo pretender que se me reconozcan los derechos de los niños. Así
que no mezclemos lo que no es mezclable. En el fondo, no deja de parecerme
demasiado pedir que, a partir de una afirmación como la de la paridad entre los
valores religiosos y los del ateísmo, el Estado acabe por encargarse no ya
solamente de proteger y fomentar el respeto por las convicciones personales en
materia de religión y de pensamiento de todo el mundo, sino incluso de poner
todos los espacios públicos a disposición de quienes no son creyentes. Aún a
costa de echar por tierra esa “valoración” de las creencias religiosas que
acaba siendo el único fundamento potable de su protección.
Vuelvo entonces a la idea de falta de respeto de la que habla la demandante -La Sra. Lautsi- y que
nosotros repetimos cada vez que tocamos el tema. Me interesa pensar qué sería
lo que implica ¿Hasta dónde tiene el Estado la misión de respetar? El Tribunal Europeo lo dijo clarito: “…los
Estados tienen la misión de garantizar, permaneciendo neutros e
imparciales, el ejercicio de diversas religiones, cultos y creencias. Su papel es
el de contribuir a garantizar el orden público, la paz religiosa y la
tolerancia en una sociedad democrática, principalmente entre grupos opuestos…”. Es
decir que lo que le toca al Estado es regular las relaciones entre los creyentes -sea cual fuera la religión, culto o
creencia que poseen- y los no creyentes… pero no es un deber digamos, negativo.
Es decir, no se puede favorecer ese pluralismo prohibiéndolo, por el contrario
es una obligación positiva de Estado, que tiende a garantizar ese respeto, en
el caso de la Escuela ,
cuidando que las informaciones o conocimientos se difundan de manera objetiva,
crítica y pluralista para que los alumnos “…desarrollen
un sentido crítico principalmente respecto al fenómeno religioso en una
atmósfera serena preservada de todo proselitismo. Le prohíbe perseguir un
objetivo de adoctrinamiento que podría considerarse no respetuoso de las
convicciones religiosas y filosóficas de los padres. Ahí está situado el límite
que los Estados no pueden sobrepasar…”.
El proselitismo.
Hay dos instrumentos internacionales de derechos humanos que tocan
el tema pero sólo se refieren a los efectos más cruentos del proselitismo, el
primero es la
Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) firmada en
el marco de la
Organización de los Estados Americanos (OEA), el segundo es
el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCyP) de alcance
universal firmado en el marco de las Naciones Unidas. Así, el artículo 13.5 de la CADH y su símil artículo 20
del PIDCyP, se refieren a la propaganda y a la apología de diferentes “odios”,
mencionando por supuesto el odio
religioso. La Convención
establece directamente su prohibición en cuanto constituyan “…incitaciones a la violencia o cualquier
otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas…”, mientras
que en el Pacto se usa la fórmula “…incitación
a la discriminación, la hostilidad o la violencia…”. De todos modos, está
claro que la discriminación y la hostilidad son de por sí formas de violencia,
y también está claro que este sería el límite último, el parámetro detrás del
cual los Estados no podrían permitir conductas sin generar en su contra
responsabilidad internacional.
Así que, muchachos y muchachas, me atrevo a aventurar una
conclusión y ustedes dirán… Creo que la presencia (o ausencia) de los símbolos
religiosos en lugares públicos no tiene nada que ver con la libertad religiosa
y, por eso, nada que ver con respetar o no respetar a los creyentes o a los no
creyentes. Lo que se está debatiendo es otra cosa y lo que cada quien está
buscando proteger, también es otra cosa.
Tampoco descubrí la pólvora, es obvio, mañana vengo y digo
que al no dejarme ver cada mañana la imagen de la Virgen de Luján a la
entrada de la
Municipalidad de tal lado están violando mi libertad
religiosa… y viene otro y me dice que no la quiere ver ni en figuritas y así
vamos a andar, jugando al “pan y queso” y quien pisa a quien primero.
Pero lo curioso del asunto es que los desafíos de este
siglo XXI no son tan diferentes a los de otros siglos, porque puede que estos
acuerdos internacionales se hicieran hace un puñado de décadas, pero antes…
mucho antes ya estábamos discutiendo la misma cosa, en el centro de la escena
siempre estuvo el “otro”, conocerlo, descubrirlo, pensarlo casi inventarlo.
Pero conocerlo, hasta comprenderlo, no necesariamente significa mejorar las
relaciones con esos “otros”. A lo largo de la historia de la humanidad, los
descubrimientos que unas personas hicieron de las otras, y el conocimiento que
fueron adquiriendo sobre ellas, muchas veces han servido para mejorar la
sumisión de esos otros. Un torturador es mejor torturador cuanto más conoce a
su torturado. La aceptación, la compasión, únicos fundamentos reales del
respeto… son otra cosa.
Tzvetan Todorov, historiador y lingüista búlgaro,
reflexionando sobre la “cuestión del otro” decidió escribir sobre una historia
particular: la historia de la
Conquista de América. La traigo porque no sé si será o no
realmente cíclica como se dice, pero está claro que a la historia le gustan las
paradojas.
Todorov elige la Conquista de América porque dice que no ha habido
otra historia más extrema y ejemplar, que el encuentro entre culturas nunca
volverá a alcanzar esa intensidad. El siglo XVI habrá visto perpetrarse el
mayor genocidio de la historia humana… a mediados de ese siglo, de los 80
millones de personas que se calcula que habitaban las Américas, sólo quedaron
10 (Tzvetan Todorov, “La Conquista de América, el
problema del otro”, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2014, Pag. 162/163).
¿Qué hizo que ese descubrimiento o “no descubrimiento”
fuera tan atroz? Este pensador va recorriendo diferentes relatos desde Colón a
Cortés, pasando por Moctezuma, Las Casas, Durán… cada quien con sus matices,
con sus intenciones expresas y sus intenciones ocultas. Analiza las “armas” de
la conquista con la ilusión de poder detenerla algún día, consciente de que no
son sólo cosa del pasado. Un miedo, que me inquieta, atraviesa su relato ¿Qué
nos hace distintos de ellos? ¿Cómo estar seguros de que no somos nuevos
conquistadores? ¿De que al no comportarnos como ellos no estamos precisamente
imitándolos?
Es cierto que el deseo de hacerse rico y la pulsión de
dominio, motivan la manera de actuar de los españoles pero hay algo más… creen
que los habitantes de América no son humanos, a mitad de camino entre los
hombres y los animales, no pueden permitirse pensar que sean como ellos, son
inferiores.
Entonces, no sólo hay que borrar el cuerpo de esos indios, como se borraría el de un animal
salvaje, hay que borrarles todo lo que nos hable de ellos, lo que nos hace
semejantes, lo que nos habla de nosotros. No es sólo borrar el cuerpo, es
borrarles la historia, borrarles el alma. Y ¿Qué escribe más en el alma de una
persona que sus convicciones religiosas?
Así que, de toda la batería de armas que los españoles usan
en la conquista, utilizan unas que ya habían usado antes los mismos pueblos
originarios en sus propias conquistas: los símbolos religiosos. “…Los españoles habrán de quemar los libros
de los mexicanos para borrar su religión; romperán sus monumentos para hacer
desaparecer todo recuerdo de una antigua grandeza. Pero, unos cien años antes,
durante el reinado de Itzcóalt, los mismos aztecas habían destruido todos los
libros antiguos, para poder reescribir la historia a su manera…” (Todorov,
ob. cit., pág. 73). A la vez, y aquí
el quid de la cuestión, se muestran como continuadores de los pueblos que
conquistan… una suerte de herederos legítimos de ese poder que están
destituyendo. La conquista a menudo implica “…quitar
ciertas imágenes de un sitio sagrado y poner otras en su lugar -al tiempo que
se preservan, y esto es esencial, los lugares de culto…”.
Esos “lugares de culto” hoy están siendo puestos a prueba.
Y no sabemos qué habremos de poner en esos pequeños “altares” que fueron las
entradas, las esquinas de los pasillos, las ventanas, las paredes de los
edificios públicos… lo que sabemos, por derecho y por historia, es que cuando
se quita un símbolo se entroniza otro. ¿Cuál será? ¿Qué valores defenderemos?
¿Qué estandartes? ¿Los derechos humanos? ¿El patriotismo? ¿La diversidad? ¿La
igualdad? ¿La tolerancia? ¿El respeto?
“…La memoria no se
opone para nada al olvido, los dos términos que forman un contraste son el
borramiento o el olvido y la conservación. Pero la memoria, ella, siempre y
necesariamente es una interacción de ambas. La restitución integral del pasado
es una cosa imposible la memoria forzosamente es una selección…” (Tzvetan Todorov en la
Conferencia del 7/11/2012 en el Museo de la Memoria y los Derechos
Humanos de Santiago de Chile)
Entonces ¿Con qué parte nos quedamos? ¿Cuál es la solución?
No tengo ni la más remota idea. Pero tengo en claro que el
planteo del problema ha sido totalmente sesgado y parcial, y que una mirada más
o menos estrujadora de ideas pone en
juego unas cuántas cosas ¿Hasta dónde nos permitimos el odio? ¿Hasta dónde nos
permitimos el respeto?
Claro que siempre está la otra opción de dejar hacer, que
saquen los símbolos religiosos de lugares públicos… Y ya que están que le
cambien el nombre a la ciudad de Luján y basta de lucrar en Mendoza con el
“Cristo Redentor” y nada de cruces a las entradas de las ciudades… y no me meto
con los santos porque me quedo sin un par de provincias, sin la mitad de las
ciudades argentinas y el 80 por ciento de las montañas, los lagos y los
balnearios de la costa atlántica… Pero quisiera pensar que es posible hacer
consensos, que es posible correr el velo una vez más y ver detrás de las
comunidades religiosas mucho más que a los continuadores de un régimen de
crueldad y autoritarismo, más que a esos neo conquistadores en los que corremos
siempre el riesgo de convertirnos.
Hablar de respeto, es hablar de otros. Y no nos engañemos,
no la tenemos tan clara cuando se trata de hablar de otros. Esas islas pequeñas y solitarias sólo capaces de
hacerse grandes cuando alguien llega no existen sólo en la Saga de los Confines, todos los días nos
cruzamos con las historias de decenas de hombres y mujeres que no son nosotros,
que parecen existir sólo cuando los miramos. Descubrirlos es como crearlos. Y tenemos
una elección que hacer, o nos conmovemos y convencidos de lo efímeras que somos
las personas, salimos con voracidad a encontrarnos con los demás porque en el
fondo entendimos que es salir a encontrarnos con nosotros mismos… O hacemos
justo lo contrario, nos quedamos en nuestra isla pequeña, satisfechos, ponemos
rejas y alarmas y sacamos el felpudo de bienvenida de la puerta de la casa para
que no nos lo roben.
Yo hago mi opción y me quedo con Atahualpa, porque supo
decir cantando un par de verdades…
Yo tengo tantos hermanos,
que no los puedo contar.
que no los puedo contar.
Gente de mano caliente
por eso de la amistad,
con uno rezo pa’ rezarlo,
con un lloro pa’ llorar.
por eso de la amistad,
con uno rezo pa’ rezarlo,
con un lloro pa’ llorar.
Con un horizonte abierto,
que siempre está más allá,
y esa fuerza pa’ buscarlo
con tesón y voluntad
que siempre está más allá,
y esa fuerza pa’ buscarlo
con tesón y voluntad
(“Los Hermanos”, Atahualpa Yupanqui)
[1] Art. 3 de la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre,
Art. 18 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos, Art. 12 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos, Art. 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, Art. 8
de la Carta Africana
sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos y Art. 18 del Pacto Internacional
de Derechos Civiles y Políticos.
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