Por Francisco Andres Flores
Breves reflexiones sobre el espacio público.
Estacionar en La Plata es toda una
aventura. En realidad, en La Plata es
una aventura todo lo que tiene que ver con el tránsito; pero estacionar es particularmente complicado. Sin embargo, a la dificultad habitual y
comprensible que surge de un parque automotor hipertrofiado, se le agregan
complicaciones que exceden largamente la cuestión automovilística. El tema es, en el fondo, un problema habitual
en nuestro país: la gestión del espacio público.
Si Ud. trabaja en el centro sabe a qué me refiero: una
parte importante del sueldo se esfuma en el rubro “estacionamiento”. Los que pueden, pagan una cochera; pero los
que no, debemos realizar malabares increíbles para encontrar espacio.
La mayor parte de las veredas del centro está “gerenciada” por la
municipalidad, que cobra estacionamiento medido por horas, y destina un ejército de empleados vestidos de naranja y
verde a “patrullar” las calles en busca
de infractores. Hay toda una estructura
armada para el control del mal estacionamiento y su posterior facturación municipal, y después de tanto despliegue y recaudación uno esperaría una mejora en las calles, sea en infraestructura o
seguridad. Pero la realidad es que tal
cosa no ocurre, y basta un simple
ejercicio de observación cotidiano: las calles están como siempre, o peor, y las obras
tardan meses en realizarse. Semejante ejército de funcionarios en la calle tampoco
disminuye los accidentes, porque como su finalidad es recaudar, su actividad es
meramente punitoria, no preventiva; y porque se aplica casi exclusivamente a
esta forma particular de recaudación
municipal que es el estacionamiento medido, y no a lo que pueda tener que ver
directamente con el tránsito. En cuanto a la seguridad, los funcionarios
municipales aportan poco y nada: no están formados ni capacitados para la prevención del delito, menos aún para la represión.
Pero tampoco tienen la intención de hacerlo: mientras en la ciudad la oferta de droga y de sexo
en la vía pública es descarada y evidente (y no se
discute su erradicación,
sino su relocalización)
el foco comunal está puesto en detectar los autos que se pasan unos minutos del horario
abonado. Su prioridad es recaudar, y de
la manera que sea, pero no cuidar los bienes o la seguridad de los ciudadanos.
En general, la administración del espacio público en el rubro automotor parece basada en una concepción mercantilista de ese espacio, donde el
uso de lugares comunes debe ser pagado como si se tratara de un alquiler o una
prestación especial. Ojo que no protesto de cualquier contribución al bien común que pueda hacerse, lo que comúnmente llamamos “impuestos”, y que pagamos de manera abundante y
redundante; pero una cosa es contribuir
al bien común, y otra pagar por
el uso de ese bien como si fuera privado y ajeno, y no común.
Podemos citar como ejemplo el peaje en numerosas rutas y autopistas; y
si bien muchos pueden decir en su favor que tal práctica ha mejorado el estado de tales vías, eso no quita otros elementos evidentes y cuestionables que hay
en el asunto, por ejemplo: el retiro del Estado en temas de vialidad (salvo que
sea para recaudar), la concepción
economicista que se pone por sobre el derecho de cualquiera (explícito en la Constitución) a moverse gratis y libremente por todo
el país, y el impuesto
encubierto que esto resulta en el traslado de personas y cosas, ya que el peaje
encarece todo lo que viaja sobre ruedas.
Y esto sin siquiera
entrar a considerar la sospecha generalizada (muchas veces comprobada) de que
la inversión de las empresas
gerenciadoras no está
a la altura de lo que acordaron o deberían.
Si sumamos el hecho de que muchas veces el costo del uso del espacio “publico” no tiene relación con el beneficio que se obtiene, se pueden esbozar las líneas de un triste cuadro donde el público es usuario cautivo del espacio que
solo le pertenece de nombre.
A la problemática automovilística
en la ciudad hay que sumarle otro elemento no menor que involucra un negocio
paralelo y complejo: los “trapitos”, cuidacoches y limpiavidrios. Este tema merece por sí solo un libro, pero
pueden bastar un par de reflexiones para concluir algo. En primer lugar nos muestra la evidencia
incontrastable del terrible aumento en la brecha social, que hace que un sector
de la sociedad pueda, con sólo
sus monedas sobrantes, sostener casi a otro.
En segundo lugar evidencia la pasividad de las autoridades frente a un
negocio absolutamente improductivo y cien por ciento parasitario, que no se
animan o no pueden o no quieren erradicar.
Tercero (y más en relación con este artículo): nos muestra la apropiación “de facto” del espacio público por parte de grupos más o menos organizados que, adueñándose de ese espacio, cobran por lo que
no les pertenece (en el caso de los limpiavidrios deberíamos hablar de la presión casi extorsiva para la realización de un servicio que casi nadie necesita
pero todos aceptan para evitar conflictos, presión que se da también
en el ámbito del llamado “espacio público). Está claro que la mayoría de las personas que se dedican a tales “profesiones” callejeras lo hacen apremiados por
urgencias de tipo social y económico,
lo cual tiene una prioridad humanitaria por sobre reflexiones como la
presente. Sin embargo, que esas
urgencias sean válidas y atendibles
no implica que deba tolerarse una situación distorsionada, menos aún con la excusa de respetar o mantener una forma de sustento para
los humildes. Conozco bien esa realidad,
y es exactamente lo contrario: los niños y jóvenes, en cualquier
situación de calle, se
vuelven más vulnerables, se
alejan de la escolaridad (en definitiva, de la posibilidad de un futuro) y se
acercan a la droga y la delincuencia.
Aquí el tema de base no es el uso del espacio público, sino la realización de una política seria de inclusión
social, que en definitiva es la mejor manera de prevenir el trabajo
infanto-juvenil, el delito y las adicciones.
La ausencia o el fracaso de esas políticas torna visibles las consecuencias sociales de años de desintegración, y el espacio común lo refleja mejor que los medios. Claro que esa visibilidad es incómoda para algunos sectores, y entonces
aparece la negación: unos ocultando
la situación, y otros tratando
de naturalizarla. En ambas formas de
negación hay una
ignorancia básica de que los
espacios comunes reflejan problemas comunes, no ajenos. Pero para quienes tienen una concepción de sociedad sectorizada e
individualista, no hay problemas comunes si no les tocan directamente, y
entonces prefieren negar. La más sutil y eficiente manera de negar estas
problemáticas es
contradecir, por acción
u omisión, que el espacio público sea de todos. En este esquema mental donde lo propio es sólo lo individual y lo común es tierra de conflicto, surge una visión idílica del espacio perfecto, que ya no es público sino privado: el country. Muchos de nuestros dirigentes se han vuelto
ciegos a las problemáticas
comunes porque su hábitat natural es,
desde hace rato, el ecosistema pulcro del barrio privado. Esto que hablamos del espacio podríamos decirlo también de otros ámbitos públicos
como la salud, el transporte, la educación…
En la antigua Grecia, cuna de la democracia
occidental, el “ágora” era el espacio de
encuentro y el diálogo, un lugar para
la discusión y el debate ideológico.
En nuestro país
las plazas se han transformado, más
de una vez, en campos de batalla; y
basta nomás una mirada al
pasado para ver que tal expresión
no es una exageración literaria sino
una triste descripción
literal. Actualmente tenemos la fortuna
de no convivir con bombardeos y cargas de caballería en las plazas; pero si bien hoy día ellas no son un campo de batalla real, muchas veces su aspecto
lo parece: los juegos destrozados, los monumentos pintarrajeados y mutilados… Aunque hay que
reconocer que el foco del conflicto se ha ido corriendo de la plaza a la calle,
y la vedette de contiendas y protestas es hoy la humilde arteria que de vaso
comunicante se torna en barricada.
Expresiones tales como “salir
a la calle” o “tomar la calle” se han convertido
en sinónimo de lucha,
llevadas al lenguaje por la forma máxima
y primordial de protesta desde el 2001: el piquete (que consiste, básicamente, en cortar la calle). No voy a discutir aquí su legitimidad e
importancia histórica, que sin dudas
las tiene; pero está claro que como simple método
ha extralimitado su función,
y que de recurso extraordinario a pasado a estrategia ordinaria de presión, con episodios lamentables en su haber
(negación del paso de
ambulancias con enfermos graves, agresiones a personas que llevaban una
embarazada, etc.). Más allá de lo anterior, me interesa pensar cómo y por qué el espacio común se configura como espacio de conflicto, y cuántas instancias de diálogo previas fallan o no existen para que
tal cosa ocurra. Debemos reconocer con
dolor que aquí la ocupación
de facto del espacio público,
sea por protesta o celebración,
se ha naturalizado; y que tal ocupación termina, casi indefectiblemente, con una batalla campal, aunque
su origen sea un festejo (nos lo dice una historia muy reciente). Tanto se ha naturalizado, que los detenidos
por los desmanes son luego liberados sin siquiera una multa. Es como parte del paisaje, como si fuera una
expresión cultural
aceptable.
Algunos piensan que el desprecio por lo público se debe a que pertenece a todos
pero a nadie, y que si la gente debiera pagar por ello seguramente lo valoraría más. Yo no estoy de
acuerdo. No creo que podamos librarnos
de un incendio capitalista con más
capitalismo. No creo que podamos
curarnos de un ataque de individualismo con decisiones de corte
individualista. Porque aunque algunos
crean que los actos de violencia y vandalismo son reacciones de parte de la
población contra un sistema
masificado y consumista que los excluye, yo creo que es al revés: son manifestaciones de un materialismo
e individualismo paroxísticos. En los tristes sucesos del pasado “festejo” mundialista, los que agredieron sin
miramientos todo lo público
y privado que cruzaron, rindieron culto al consumo individualista en los
televisores y las zapatillas de marca que se robaron. No me parece una reacción al individualismo, sino el clímax del mismo: la conveniencia propia por
encima de toda norma, o, mejor dicho, como única norma. El sujeto
absoluto se vuelve absolutista y el individuo gira sobre sí mismo. En esta mirada hiperindividualista no hay
nada que pueda frenar la autosatisfacción, no hay bien común
o ajeno que la limite, y la ausencia de control coercitivo equivale a un
permiso.
La “tierra de nadie”
es ese territorio entre trincheras sin alguien que
pueda ejercer una dominación
efectiva, a merced de enemigos ocultos, lugar del conflicto y la
violencia. El espacio público de nuestro país se parece mucho a eso. Tal vez el origen de semejante parecido se
encuentre en nuestra historia: al fin y al cabo somos una joven nación que debió pelear cada palmo de su territorio. Pero también una nación
que ha estado mucho tiempo enemistada consigo misma. Cuando en el siglo XIX el Estado Nacional
decidió incorporar más
de medio país, lo hizo por la
fuerza. Al territorio en cuestión lo llamaron “desierto”,
sin importar que estaba habitado desde mucho tiempo antes que la misma
conformación del Estado. “Desierto” es básicamente eso: inhabitado, sin dueño; el Estado se hizo dueño por las armas, y las tierras fueron
rematadas entre unas cuantas familias porteñas. La oligarquía gobernó por medio del fraude y la violencia, y
gestó una nación
con profundas desigualdades, algunas de las cuales aún perduran. Porque se
pueden crear instituciones y estatutos y normas, y realizar obras de
infraestructura, pero conformar una verdadera comunidad nacional es otra
cosa. Para ello es necesario redescubrir
palabras como “participación”, “amistad social”, “bien común”… Y salir de nuestras
trincheras para ir, no a un campo de batalla, sino a un lugar de
encuentro. Solo así el espacio público será de todos, y será respetado como tal. Mientras sigamos viviendo armados y en
trincheras, el espacio común
entre nosotros seguirá
siendo tierra de nadie.
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