sábado, 19 de julio de 2014

Tierra de nadie.

Por Francisco Andres Flores

Breves reflexiones sobre el espacio público.

Estacionar en La Plata es toda una aventura.  En realidad, en La Plata es una aventura todo lo que tiene que ver con el tránsito; pero estacionar es particularmente complicado.  Sin embargo, a la dificultad habitual y comprensible que surge de un parque automotor hipertrofiado, se le agregan complicaciones que exceden largamente la cuestión automovilística.  El tema es, en el fondo, un problema habitual en nuestro país: la gestión del espacio público.
Si Ud. trabaja en el centro sabe a qué me refiero: una parte importante del sueldo se esfuma en el rubro estacionamiento.  Los que pueden, pagan una cochera; pero los que no, debemos realizar malabares increíbles para encontrar espacio.  La mayor parte de las veredas del centro está gerenciada por la municipalidad, que cobra estacionamiento medido por horas, y destina un ejército de empleados vestidos de naranja y verde a patrullar las calles en busca de infractores.  Hay toda una estructura armada para el control del mal estacionamiento y su posterior facturación municipal, y después de tanto despliegue y recaudación uno esperaría una mejora en las calles, sea en infraestructura o seguridad.  Pero la realidad es que tal cosa no ocurre, y basta un simple
ejercicio de observación cotidiano: las calles están como siempre, o peor, y las obras tardan meses en realizarse.  Semejante ejército de funcionarios en la calle tampoco disminuye los accidentes, porque como su finalidad es recaudar, su actividad es meramente punitoria, no preventiva; y porque se aplica casi exclusivamente a esta forma particular de recaudación municipal que es el estacionamiento medido, y no a lo que pueda tener que ver directamente con el tránsito.  En cuanto a la seguridad, los funcionarios municipales aportan poco y nada: no están formados ni capacitados para la prevención del delito, menos aún para la represión.  Pero tampoco tienen la intención de hacerlo: mientras en la ciudad la oferta de droga y de sexo en la vía pública es descarada y evidente (y no se discute su erradicación, sino su relocalización) el foco comunal está puesto en detectar los autos que se pasan unos minutos del horario abonado.  Su prioridad es recaudar, y de la manera que sea, pero no cuidar los bienes o la seguridad de los ciudadanos.
En general, la administración del espacio público en el rubro automotor parece basada en una concepción mercantilista de ese espacio, donde el uso de lugares comunes debe ser pagado como si se tratara de un alquiler o una prestación especial.  Ojo que no protesto de cualquier contribución al bien común que pueda hacerse, lo que comúnmente llamamos impuestos, y que pagamos de manera abundante y redundante;  pero una cosa es contribuir al bien común, y otra pagar por el uso de ese bien como si fuera privado y ajeno, y no común.  Podemos citar como ejemplo el peaje en numerosas rutas y autopistas; y si bien muchos pueden decir en su favor que tal práctica ha mejorado el estado de tales vías, eso no quita otros elementos evidentes y cuestionables que hay en el asunto, por ejemplo: el retiro del Estado en temas de vialidad (salvo que sea para recaudar), la concepción economicista que se pone por sobre el derecho de cualquiera (explícito en la Constitución) a moverse gratis y libremente por todo el país, y el impuesto encubierto que esto resulta en el traslado de personas y cosas, ya que el peaje encarece todo lo que viaja sobre ruedas.  Y esto sin siquiera entrar a considerar la sospecha generalizada (muchas veces comprobada) de que la inversión de las empresas gerenciadoras no está a la altura de lo que acordaron o deberían.  Si sumamos el hecho de que muchas veces el costo del uso del espacio publico no tiene relación con el beneficio que se obtiene, se pueden esbozar las líneas de un triste cuadro donde el público es usuario cautivo del espacio que solo le pertenece de nombre.
A la problemática automovilística en la ciudad hay que sumarle otro elemento no menor que involucra un negocio paralelo y complejo: los trapitos, cuidacoches y limpiavidrios.  Este tema merece por sí solo un libro, pero pueden bastar un par de reflexiones para concluir algo.  En primer lugar nos muestra la evidencia incontrastable del terrible aumento en la brecha social, que hace que un sector de la sociedad pueda, con sólo sus monedas sobrantes, sostener casi a otro.  En segundo lugar evidencia la pasividad de las autoridades frente a un negocio absolutamente improductivo y cien por ciento parasitario, que no se animan o no pueden o no quieren erradicar.  Tercero (y más en relación con este artículo): nos muestra la apropiación de facto del espacio público por parte de grupos más o menos organizados que, adueñándose de ese espacio, cobran por lo que no les pertenece (en el caso de los limpiavidrios deberíamos hablar de la presión casi extorsiva para la realización de un servicio que casi nadie necesita pero todos aceptan para evitar conflictos, presión que se da también en el ámbito del llamado espacio público).   Está claro que la mayoría de las personas que se dedican a tales profesiones callejeras lo hacen apremiados por urgencias de tipo social y económico, lo cual tiene una prioridad humanitaria por sobre reflexiones como la presente.  Sin embargo, que esas urgencias sean válidas y atendibles no implica que deba tolerarse una situación distorsionada, menos aún con la excusa de respetar o mantener una forma de sustento para los humildes.  Conozco bien esa realidad, y es exactamente lo contrario: los niños y jóvenes, en cualquier situación de calle, se vuelven más vulnerables, se alejan de la escolaridad (en definitiva, de la posibilidad de un futuro) y se acercan a la droga y la delincuencia.  Aquí el tema de base no es el uso del espacio público, sino la realización de una política seria de inclusión social, que en definitiva es la mejor manera de prevenir el trabajo infanto-juvenil, el delito y las adicciones.  La ausencia o el fracaso de esas políticas torna visibles las consecuencias sociales de años de desintegración, y el espacio común lo refleja mejor que los medios.  Claro que esa visibilidad es incómoda para algunos sectores, y entonces aparece la negación: unos ocultando la situación, y otros tratando de naturalizarla.  En ambas formas de negación hay una ignorancia básica de que los espacios comunes reflejan problemas comunes, no ajenos.  Pero para quienes tienen una concepción de sociedad sectorizada e individualista, no hay problemas comunes si no les tocan directamente, y entonces prefieren negar.  La más sutil y eficiente manera de negar estas problemáticas es contradecir, por acción u omisión, que el espacio público sea de todos.  En este esquema mental donde lo propio es sólo lo individual y lo común es tierra de conflicto, surge una visión idílica del espacio perfecto, que ya no es público sino privado: el country.  Muchos de nuestros dirigentes se han vuelto ciegos a las problemáticas comunes porque su hábitat natural es, desde hace rato, el ecosistema pulcro del barrio privado.  Esto que hablamos del espacio podríamos decirlo también de otros ámbitos públicos como la salud, el transporte, la educación
En la antigua Grecia, cuna de la democracia occidental, el “ágora era el espacio de encuentro y el diálogo, un lugar para la discusión y el debate ideológico.  En nuestro país las plazas se han transformado, más de una vez, en campos de batalla;  y basta nomás una mirada al pasado para ver que tal expresión no es una exageración literaria sino una triste descripción literal.  Actualmente tenemos la fortuna de no convivir con bombardeos y cargas de caballería en las plazas; pero si bien hoy día ellas no son un campo de batalla real, muchas veces su aspecto lo parece: los juegos destrozados, los monumentos pintarrajeados y mutilados Aunque hay que reconocer que el foco del conflicto se ha ido corriendo de la plaza a la calle, y la vedette de contiendas y protestas es hoy la humilde arteria que de vaso comunicante se torna en barricada.  Expresiones tales como salir a la calle o tomar la calle se han convertido en sinónimo de lucha, llevadas al lenguaje por la forma máxima y primordial de protesta desde el 2001: el piquete (que consiste, básicamente, en cortar la calle).  No voy a discutir aquí su legitimidad e importancia histórica, que sin dudas las tiene; pero está claro que como simple método ha extralimitado su función, y que de recurso extraordinario a pasado a estrategia ordinaria de presión, con episodios lamentables en su haber (negación del paso de ambulancias con enfermos graves, agresiones a personas que llevaban una embarazada, etc.).  Más allá de lo anterior, me interesa pensar cómo y por qué el espacio común se configura como espacio de conflicto, y cuántas instancias de diálogo previas fallan o no existen para que tal cosa ocurra.  Debemos reconocer con dolor que aquí la ocupación de facto del espacio público, sea por protesta o celebración, se ha naturalizado; y que tal ocupación termina, casi indefectiblemente, con una batalla campal, aunque su origen sea un festejo (nos lo dice una historia muy reciente).  Tanto se ha naturalizado, que los detenidos por los desmanes son luego liberados sin siquiera una multa.  Es como parte del paisaje, como si fuera una expresión cultural aceptable.
Algunos piensan que el desprecio por lo público se debe a que pertenece a todos pero a nadie, y que si la gente debiera pagar por ello seguramente lo valoraría más.   Yo no estoy de acuerdo.  No creo que podamos librarnos de un incendio capitalista con más capitalismo.  No creo que podamos curarnos de un ataque de individualismo con decisiones de corte individualista.  Porque aunque algunos crean que los actos de violencia y vandalismo son reacciones de parte de la población contra un sistema masificado y consumista que los excluye, yo creo que es al revés: son manifestaciones de un materialismo e individualismo paroxísticos.  En los tristes sucesos del pasado festejo mundialista, los que agredieron sin miramientos todo lo público y privado que cruzaron, rindieron culto al consumo individualista en los televisores y las zapatillas de marca que se robaron.  No me parece una reacción al individualismo, sino el clímax del mismo: la conveniencia propia por encima de toda norma, o, mejor dicho, como única norma.  El sujeto absoluto se vuelve absolutista y el individuo gira sobre sí mismo.  En esta mirada hiperindividualista no hay nada que pueda frenar la autosatisfacción, no hay bien común o ajeno que la limite, y la ausencia de control coercitivo equivale a un permiso. 
La tierra de nadie es ese territorio entre trincheras sin alguien que pueda ejercer una dominación efectiva, a merced de enemigos ocultos, lugar del conflicto y la violencia.  El espacio público de nuestro país se parece mucho a eso.  Tal vez el origen de semejante parecido se encuentre en nuestra historia: al fin y al cabo somos una joven nación que debió pelear cada palmo de su territorio.  Pero también una nación que ha estado mucho tiempo enemistada consigo misma.  Cuando en el siglo XIX el Estado Nacional decidió incorporar más de medio país, lo hizo por la fuerza.  Al territorio en cuestión lo llamaron desierto, sin importar que estaba habitado desde mucho tiempo antes que la misma conformación del Estado.  Desierto es básicamente eso: inhabitado, sin dueño; el Estado se hizo dueño por las armas, y las tierras fueron rematadas entre unas cuantas familias porteñas.  La oligarquía gobernó por medio del fraude y la violencia, y gestó una nación con profundas desigualdades, algunas de las cuales aún perduran.  Porque se pueden crear instituciones y estatutos y normas, y realizar obras de infraestructura, pero conformar una verdadera comunidad nacional es otra cosa.  Para ello es necesario redescubrir palabras como participación, amistad social, bien común”… Y salir de nuestras trincheras para ir, no a un campo de batalla, sino a un lugar de encuentro.  Solo así el espacio público será de todos, y será respetado como tal.  Mientras sigamos viviendo armados y en trincheras, el espacio común entre nosotros seguirá siendo tierra de nadie.


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