Siendo adolescente, comencé a valorar
cuán esencial era alimentar mi vida espiritual. Me daba cuenta que tener la disciplina
y la rutina de rezar no sólo afianzaba mi relación con Dios, sino que me
ayudaba a sentirme serena y tranquila para tomar las decisiones que necesitaba.
Mejor aún: sentía que las cosas que hacía, siempre que las ponía en oración,
daban mejores frutos. Probablemente, porque ponía toda mi intención, mi energía
y mi espíritu en esa acción (un examen, resolver un tema personal, un
inconveniente en la vía pública, dar un consejo a un amigo). Como si la oración
“limpiara” el desorden de “mi casa” y yo viera más claras las cosas.
Pero a medida que iba creciendo
en edad y en responsabilidades (la facultad, el trabajo, mayor cantidad de círculos
sociales, involucrad