Por Juan Pablo Olivetto Fagni
No importa si la escuela sea pública o privada, o si es en la UNLP o en la UCALP , la participación de
los estudiantes incomoda a toda autoridad que quiera mantener el orden que
mejor le venga. ¿Acaso no nos tienen que enseñar a participar?
Es notable la molestia que genera en los pocos que tienen el privilegio de
decidir, que otros “se entrometan”, que tengan el tupé de querer tener voz y
voto. Esto pasa en todos lados, pero (como sucede con casi todo) la situación
hace más ruido en una institución educativa.
Ya sea en la escuela o en la facultad, aunque la historia de la participación
estudiantil entre estas sea muy diferente, la participación cobra un sentido
más profundo, el carácter formativo. Se supone que en estas instituciones tendríamos
que aprender a participar. Aprender que nuestra voz tiene que ser escuchada,
que vale algo. ¿Y cómo se aprende a participar? Participando, argumentando,
poniendo el cuerpo y la mente al servicio del bien del común (en el mejor de
los casos) o disputando y confrontando con otras personas bien intencionadas
(en el mejor de los casos) pero con una posición diferente a la mía.
Pero… ¿Qué es lo que está pasando hoy en las escuelas? ¿Se está aprendiendo a
participar? Desde ya que para responder eso habría que hacer una investigación,
pero por lo pronto se puede suponer que al haber sido sancionada, en noviembre
del año pasado, la ley de Promoción de los Centros de Estudiantes, se está
legalizando algo que ya estaba pasando, a la vez que se le da más fuerza. El
impulso es mayor en las escuelas públicas que en las privadas, pero no importa
en donde sea, cuando hay resistencias a la participación es por un “miedo al
desorden”, un rechazo a que el otro se exprese, porque “las autoridades” no
pueden imaginarse que el niño o joven pueda y deba influir en alguna decisión
importante y hacerse responsable de la decisión que tomó.
Desde ya que el nivel de decisiones que se tienen que tomar a lo largo de la
formación escolar debe ser gradual, porque hay decisiones que nos competen a
los educadores. Y mi intención no es juzgar a quienes no fomentan la
participación, ya que la sensación de “perder el control” puede ser demasiado
perturbadora. Pero los beneficios de una institución con espacios y mecanismos
de participación son incalculables. En ese sentido es interesante conocer
experiencias particulares que hoy en día se llevan adelante en algunas
escuelas, como las asambleas de convivencia por curso en escuela primaria,
experiencia mencionada por la directora que entrevisté en “El club no se acerca a una escuela, y las escuelas tampoco se acercan a los clubes”.
Me pregunto hasta qué punto los educadores han tenido oportunidad de estar
en organizaciones, asambleas barriales, o en algún espacio de participación.
Quizás esto sea una razón más para que el Estado jerarquice a la formación
docente y la haga universitaria. Si bien esta no es el cielo de la
participación en la tierra, en la universidad (y hablo sólo de las facultades
públicas que conozco) son los docentes los que tienen que aprender de los
estudiantes, que dan cátedra de participación y organización.
Pero no todo en la participación es asamblea y toma de posición sobre un tema;
muchas veces la participación pasa por “tener un lugar” en la institución, un
espacio para el juego, para pensar, para crear.
Y cerrando este texto, vuelvo a llamar la atención con no quedarnos en pensar
todo a nivel individual, sino a pensar en grupos, instituciones, espacios,
comunidades, organizaciones, etc. Para no caer en una mirada que sólo ve lo
micro y cree que poco puede hacer o que observa lo macro como algo que te
aplasta y te lleva a la no acción. Ocupar los espacios de participación con
responsabilidad, creatividad y alegría generan la verdadera transformación de
lo cotidiano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario