Sobre cómo un hombre
común abraza una misión y la lleva
a límites extraordinarios.
Por Francisco Andres Flores
Es la mañana fría de un 26 de
Junio, y la tímida luz del sol
despeja la bruma sobre el Riachuelo.
Desde Quilmes redobles y gaitas traen el presagio de la contienda. Detrás de la bruma, la arboladura amenazante de las fragatas.
Nuestro héroe comanda algunos milicianos nerviosos a la espera del asalto
invasor. Sabe que no nació ni estudió para el combate:
trata infructuosamente de ordenar a sus subordinados, pero a él mismo le tiemblan las piernas. Es apenas un empleado del Consulado. Aceptó ser Capitán de milicias por pura vocación de servicio, y “para
tener un vestido más
que ponerme”, pero nunca
pensó realmente que le tocaría
empuñar las armas. En esta helada mañana, el deber y el patriotismo lo empujan a hacerlo. Por un momento se abstrae y su mente viaja a
Salamanca: recuerda las clases de Derecho Romano… los compañeros… pero hoy está
en otro baile.
Cuando comienza el combate, la carga de los soldados imperiales es
demasiado para los milicianos inexpertos y se desbandan desordenados. Infructuosamente intentarán una nueva defensa. Al día siguiente las autoridades capitulan y entregan la plaza a los
invasores. Sobre Buenos Aires flamea la
bandera británica.
Nuestro héroe queda masticando bronca: le hierve la sangre por la derrota y
el honor herido, y lamenta una y mil
veces su poca formación
militar. Claro que nuestro héroe aún no sabe que es “héroe”; ni siquiera sabe que es “nuestro”,
y desconocerá éstas líneas como desconocerá
casi todas las que se escriban sobre él, incluso cuando la historia cincele en
bronce su nombre y su memoria. Tampoco
sabe que está herido de muerte: desde Europa la enfermedad crece en su carne y
agazapada avanza inexorable.
Las horas avanzan sobre Buenos Aires y en
ella no se debate el heroísmo,
sino la obsecuencia: las principales familias desfilan frente a las nuevas
autoridades, y el General Beresford ordenará un juramento de lealtad a la corona británica.
Cuando concurren a jurar los miembros del Consulado, falta uno: su
secretario. Lo buscarán en vano: huyó a Montevideo, desde donde los patriotas
planifican la Reconquista. Antes de irse
deja una frase memorable: “Queremos
al antiguo amo, o a ninguno”. Nuestro héroe, sin quererlo, comienza a serlo.
Luego de la Reconquista de Buenos Aires, se
suma a los preparativos para la defensa, ya que se espera que los ingleses
vuelvan a atacar en breve. Se incorpora
como sargento al Regimiento de Patricios, pero surgen desavenencias con otros
oficiales. Claro, muy pocos reconocen a
un prócer antes del
bronce. Algunos no lo obedecen, e
incluso muchos se burlan de él:
una voz poco marcial, modales demasiado educados… También dudan de su masculinidad y dispersan rumores de todo tipo. Le llaman “cotorrita”,
por una chaqueta verde que usa y por el tono de su voz… Éstas
calumnias lo perseguirán
por años. Él,
sin embargo, las ignora y sigue adelante: renuncia al regimiento de Patricios y
se pone a disposición de Liniers, el
jefe de la defensa. Cuando al año siguiente los ingleses vuelven a
atacar, nuestro héroe está como uno más sobre la calle Suipacha combatiendo
contra la columna central de “casacas
rojas” que comandaba Alexander Duff.
A pesar de las calumnias y de una salud frágil, no pierde su vocación de servicio: cada vez que es requerido
para algo acepta y cumple con diligencia.
Se pliega al movimiento independentista, y participa activamente en el
levantamiento revolucionario de las colonias. No le dirá que no a nada que
se le pida por el país,
por más inverosímil que sea; incluso cuando le
encomienden encabezar una expedición
con un ejército inexperto y
en absoluta inferioridad numérica. En contra de todas las previsiones y de su
salud, parte al Paraguay: quedarán
en el recuerdo algunas fundaciones, una victoria memorable y un par de derrotas
previsibles. Quedará también un tambor redoblando en la memoria de
los héroes caídos.
A su vuelta el exitismo político
le someterá a proceso marcial, del que saldrá impoluto.
Ya se empieza a generar la leyenda de su frugalidad, su humildad (vive y
pelea como soldado raso) y su disciplina.
La idoneidad de su conducta le da revancha: es nombrado Jefe del
Regimiento de Patricios.
Nuestro héroe arrastra su salud como una carga, pero aún así vuelve a ponerse en movimiento. Aquello que le critican, su intelectualidad y
su poco pragmatismo bélico,
es su fuerte: su mente está
siempre adelante.
Cuando le ordenan defender el río Paraná,
él no arma una
defensa, dibuja un sueño:
Libertad, Independencia y un pabellón
nacional para una nación
que aún no existe. Libertad e Independencia no son dos baterías, son las alas de ese sueño.
Y la bandera no es el pomposo estandarte de un héroe: es el manto de la Virgen de la cual
es devoto, una oración
al cielo por ese país que imagina. Cuando en Buenos Aires se enteren de “su” bandera se pondrán nerviosos, e incluso le ordenarán que la destruya. Él,
sin embargo, no renuncia a ese sueño:
desobedece la orden y guarda el paño
a la espera de que mejores vientos lo enarbolen.
Para el reciente levantamiento
independentista las cosas no van bien: los gobiernos patrios son inestables, y
los realistas presionan desde el norte: se hace imperiosa una nueva expedición.
El gobierno no sabe a quién
encargarla. Un joven militar recién venido de Europa, aquel que luego
liberará medio continente, opina a favor de nuestro héroe:
“es el mejor que
tenemos”, dirá.
Parte entonces nuestro protagonista en una epopeya que excede su salud y
sus medios. Organiza el ejército: prohíbe los naipes, la prostitución y el juego, y ordena el rezo del rosario diariamente. Y avanza decidido hacia el Norte, hacia la
libertad o hacia la muerte. Lo que
sucedió luego lo narran todos los libros de historia: irá y plantará batalla, luego
retrocederá ante un enemigo muy superior, vaciará ciudades y quemará campos en un éxodo memorable y, cuando esté en franca retirada,
nuevamente leerá la jugada anticipadamente: desoirá las órdenes de Buenos Aires de refugiarse en Córdoba, y esperará en Tucumán para presentar batalla. Allí, a todo o nada, define el destino de la Revolución: cuando el ejército realista se acerca a la ciudad nuestro héroe lo ataca por sorpresa; y en una
confusa batalla, que incluye una tormenta de tierra y una nube de langostas,
pone al enemigo en retirada. Ahora la
iniciativa la tiene él:
sabe que necesita un triunfo completo para asegurar el territorio nacional, y
avanza entonces hacia el norte. Al
llegar al río Pasaje comprende
que está en instancias decisivas: hay que comenzar a hacer realidad el sueño.
Despliega la celeste y blanca, y todo el ejército reunido jura fidelidad a la bandera. Sobre el tronco de un árbol hace grabar el memorial del evento,
y rebautiza al río como “Juramento”. Es un 13 de febrero de
1813. Una semana después, en las inmediaciones de la ciudad de
Salta, se prepara nuevamente para la batalla.
La salud del héroe
está muy resentida: amanece con vómitos de sangre y a duras penas puede montar para pasar revista al
ejército. El combate sin embargo es una victoria
completa para los suyos, que por primera vez pelean bajo la bandera
albiceleste. El sueño comienza a realizarse. Sin embargo nuestro amigo no está en un lecho de
rosas: con su salud quebrantada y luego de dolorosas derrotas en Bolivia, es
obligado a retirarse. Entrega en Yatasto
el mando del ejército y “su” bandera a aquel joven militar que lo
elogiara: éste llevará la enseña victoriosa por medio continente. Nuestro héroe volverá
abatido y sin tener conciencia de la gesta que acaba
de presidir, pero con la tranquilidad del deber cumplido.
Al regreso encontrará una Buenos Aires
que aún no conoce los
libros de historia, y recibirá
fuertes críticas
por sus decisiones, en especial por haber perdonado la vida de los prisioneros
españoles. Él,
seguro de sus convicciones, se limitará a responder: “Siempre se divierten los que están lejos de las balas, y no ven la sangre
de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos; también son esos los más a propósito para criticar las determinaciones de los jefes: por fortuna,
dan conmigo que me río
de todo, y que hago lo que me dictan la razón, la justicia, y la prudencia, y no busco glorias sino la unión de los americanos y la prosperidad de
la Patria.”
Le encomiendan, sin embargo, una tarea
compleja: viajar a Europa en diferentes misiones diplomáticas de política exterior para procurar la consolidación del país naciente. Acompaña a un famoso político que más tarde será
presidente y que dejará un famoso sillón y una deuda de cien años. En Inglaterra recibe de regalo, en nombre del
rey Jorge III, un reloj de oro y esmalte.
Nuestro héroe no lo sabe,
pero con el tiempo del reloj ha comenzado la cuenta regresiva de sus días sobre la tierra. De regreso al país participará
activamente en la Declaración de la Independencia. Le
encomendarán nuevamente
misiones militares, esta vez contra compatriotas rebeldes al gobierno de Buenos
Aires, pero él tratará de evitar este
encargo. Enviará a Buenos Aires su
opinión sobre la guerra
civil: "Hay mucha equivocación en los conceptos: no existe tal facilidad de concluir esta
guerra; si los autores de ella no quieren concluirla, no se acabará jamás... El ejército que mando no puede acabarla, es un
imposible. Su único
fin debe ser por un avenimiento... o veremos transformarse el país en puros salvajes…”.
Sus palabras sonarán
en vano y el país se desangrará en guerras internas
por más de 60 años.
Finalmente regresa a Buenos Aires, muy
enfermo, y queda postrado en su casa paterna.
Los esfuerzos de las campañas
y la enfermedad que lo carcome desde joven dan finalmente su estocada
final. Asistido por amigos y hermanos
agoniza en una capital convulsionada que pone en peligro los logros ganados con
tanto sacrificio. Lo asiste un médico escocés, Joseph Redhead, que lo acompaña desde Tucumán. Nuestro héroe ya no tiene dinero, y decide pagar a su amigo con su única pertenencia: un reloj de oro y
esmalte que le obsequiara el rey Jorge III de Inglaterra. El médico lo rechaza. Nuestro héroe, sin embargo, insiste: abre las manos
del médico, pone el reloj
en su palma, luego las cierra. La cuenta
regresiva ha concluido. Es 20 de Junio de 1820. En Buenos Aires tres gobernadores se disputan
el poder y la muerte del héroe
ignorado pasa desapercibida. Sus últimas palabras: “¡Ay, Patria mía!”.
¿Qué nos deja nuestro héroe, además de un cuerpo amortajado en el hábito de Santo Domingo y sus deudas persistentes? Dos niños que ignoran su padre, una lápida con el mármol
de una cómoda, la promesa de
escuelas que el gobierno tardará
más
de cien años en levantar… El sueño de nuestro héroe, sin embargo, levanta vuelo: libertad, independencia y una
bandera para un país naciente. Aún
hoy somos deudores de ese sueño.
Empujada por la evocación y la historia vuelve mi mente a la víspera de la batalla de Salta, a esas 2500
almas reunidas rezando el rosario en medio de la noche norteña: gauchos, indios, porteños, conservadores y liberales, católicos y masones… algunos con ganas y otros a regañadientes, todos unidos rezando al filo de
la batalla, sabiendo que muchos tal vez no volverán a contemplar el cielo estrellado… Y pienso que si. Que aunque hubiera sabido de antemano que
caería herido de muerte
en la batalla para entregar mi cuerpo a la tierra o a las aves de rapiña… aunque hubiera tenido la certeza de morir
anónimo, sin nombre ni
descendencia ni memoria sobre los campos de Salta, sin más recuerdo que la vaga memoria colectiva
o la fútil mención de los libros de historia… aún así hubiera estado feliz de compartir ese
rosario con los patriotas, y cargar el fusil, y correr a la batalla, hacia la
libertad o hacia la muerte, a las órdenes
de Manuel Belgrano, detrás
de la celeste y blanca.
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