sábado, 21 de junio de 2014

El héroe, el reloj y su sueño.

Sobre cómo un hombre común abraza una misión y la lleva a límites extraordinarios.

Por Francisco Andres Flores


Es la mañana fría de un 26 de Junio, y la tímida luz del sol despeja la bruma sobre el Riachuelo.  Desde Quilmes redobles y gaitas traen el presagio de la contienda.  Detrás de la bruma, la arboladura amenazante de las fragatas. 
Nuestro héroe comanda algunos milicianos nerviosos a la espera del asalto invasor.  Sabe que no nació ni estudió para el combate: trata infructuosamente de ordenar a sus subordinados, pero a él mismo le tiemblan las piernas.  Es apenas un empleado del Consulado.  Aceptó ser Capitán de milicias por pura vocación de servicio, y para tener un vestido más que ponerme, pero nunca pensó realmente que le tocaría empuñar las armas.  En esta helada mañana, el deber y el patriotismo lo empujan a hacerlo.  Por un momento se abstrae y su mente viaja a Salamanca: recuerda las clases de Derecho Romano los compañeros pero hoy está en otro baile.  Cuando comienza el combate, la carga de los soldados imperiales es demasiado para los milicianos inexpertos y se desbandan desordenados.  Infructuosamente intentarán una nueva defensa.  Al día siguiente las autoridades capitulan y entregan la plaza a los invasores.  Sobre Buenos Aires flamea la bandera británica.

Nuestro héroe queda masticando bronca: le hierve la sangre por la derrota y el honor herido, y   lamenta una y mil veces su poca formación militar.  Claro que nuestro héroe aún no sabe que es héroe; ni siquiera sabe que es nuestro, y desconocerá éstas líneas como desconocerá casi todas las que se escriban sobre él, incluso cuando la historia cincele en bronce su nombre y su memoria.  Tampoco sabe que está herido de muerte: desde Europa la enfermedad crece en su carne y agazapada avanza inexorable. 
Las horas avanzan sobre Buenos Aires y en ella no se debate el heroísmo, sino la obsecuencia: las principales familias desfilan frente a las nuevas autoridades, y el General Beresford ordenará un juramento de lealtad a la corona británica.  Cuando concurren a jurar los miembros del Consulado, falta uno: su secretario.  Lo buscarán en vano: huyó a Montevideo, desde donde los patriotas planifican la Reconquista.  Antes de irse deja una frase memorable: Queremos al antiguo amo, o a ninguno.  Nuestro héroe, sin quererlo, comienza a serlo.
Luego de la Reconquista de Buenos Aires, se suma a los preparativos para la defensa, ya que se espera que los ingleses vuelvan a atacar en breve.  Se incorpora como sargento al Regimiento de Patricios, pero surgen desavenencias con otros oficiales.  Claro, muy pocos reconocen a un prócer antes del bronce.  Algunos no lo obedecen, e incluso muchos se burlan de él: una voz poco marcial, modales demasiado educados También dudan de su masculinidad y dispersan rumores de todo tipo.  Le llaman cotorrita, por una chaqueta verde que usa y por el tono de su voz Éstas calumnias lo perseguirán por años.  Él, sin embargo, las ignora y sigue adelante: renuncia al regimiento de Patricios y se pone a disposición de Liniers, el jefe de la defensa.  Cuando al año siguiente los ingleses vuelven a atacar, nuestro héroe está como uno más sobre la calle Suipacha combatiendo contra la columna central de casacas rojas que comandaba Alexander Duff. 
A pesar de las calumnias y de una salud frágil, no pierde su vocación de servicio: cada vez que es requerido para algo acepta y cumple con diligencia.  Se pliega al movimiento independentista, y participa activamente en el levantamiento revolucionario de las colonias. No le dirá que no a nada que se le pida por el país, por más inverosímil que sea; incluso cuando le encomienden encabezar una expedición con un ejército inexperto y en absoluta inferioridad numérica.  En contra de todas las previsiones y de su salud, parte al Paraguay: quedarán en el recuerdo algunas fundaciones, una victoria memorable y un par de derrotas previsibles.  Quedará también un tambor redoblando en la memoria de los héroes caídos.  A su vuelta el exitismo político le someterá a proceso marcial, del que saldrá impoluto.  Ya se empieza a generar la leyenda de su frugalidad, su humildad (vive y pelea como soldado raso) y su disciplina.  La idoneidad de su conducta le da revancha: es nombrado Jefe del Regimiento de Patricios.
Nuestro héroe arrastra su salud como una carga, pero aún así vuelve a ponerse en movimiento.  Aquello que le critican, su intelectualidad y su poco pragmatismo bélico, es su fuerte: su mente está siempre adelante.  Cuando le ordenan defender el río Paraná, él no arma una defensa, dibuja un sueño: Libertad, Independencia y un pabellón nacional para una nación que aún no existe.  Libertad e Independencia no son dos baterías, son las alas de ese sueño.  Y la bandera no es el pomposo estandarte de un héroe: es el manto de la Virgen de la cual es devoto, una oración al cielo por ese país que imagina.  Cuando en Buenos Aires se enteren de su bandera se pondrán nerviosos, e incluso le ordenarán que la destruya.  Él, sin embargo, no renuncia a ese sueño: desobedece la orden y guarda el paño a la espera de que mejores vientos lo enarbolen.
Para el reciente levantamiento independentista las cosas no van bien: los gobiernos patrios son inestables, y los realistas presionan desde el norte: se hace imperiosa una nueva expedición.  El gobierno no sabe a quién encargarla.  Un joven militar recién venido de Europa, aquel que luego liberará medio continente, opina a favor de nuestro héroe: es el mejor que tenemos, dirá.  Parte entonces nuestro protagonista en una epopeya que excede su salud y sus medios.  Organiza el ejército: prohíbe los naipes, la prostitución y el juego, y ordena el rezo del rosario diariamente.  Y avanza decidido hacia el Norte, hacia la libertad o hacia la muerte.  Lo que sucedió luego lo narran todos los libros de historia: irá y plantará batalla, luego retrocederá ante un enemigo muy superior, vaciará ciudades y quemará campos en un éxodo memorable y, cuando esté en franca retirada, nuevamente leerá la jugada anticipadamente: desoirá las órdenes de Buenos Aires de refugiarse en Córdoba, y esperará en Tucumán para presentar batalla.  Allí, a todo o nada, define el destino de la Revolución: cuando el ejército realista se acerca a la ciudad nuestro héroe lo ataca por sorpresa; y en una confusa batalla, que incluye una tormenta de tierra y una nube de langostas, pone al enemigo en retirada.  Ahora la iniciativa la tiene él: sabe que necesita un triunfo completo para asegurar el territorio nacional, y avanza entonces hacia el norte.  Al llegar al río Pasaje comprende que está en instancias decisivas: hay que comenzar a hacer realidad el sueño.  Despliega la celeste y blanca, y todo el ejército reunido jura fidelidad a la bandera.  Sobre el tronco de un árbol hace grabar el memorial del evento, y rebautiza al río como Juramento.  Es un 13 de febrero de 1813.  Una semana después, en las inmediaciones de la ciudad de Salta, se prepara nuevamente para la batalla.  La salud del héroe está muy resentida: amanece con vómitos de sangre y a duras penas puede montar para pasar revista al ejército.  El combate sin embargo es una victoria completa para los suyos, que por primera vez pelean bajo la bandera albiceleste.  El sueño comienza a realizarse.  Sin embargo nuestro amigo no está en un lecho de rosas: con su salud quebrantada y luego de dolorosas derrotas en Bolivia, es obligado a retirarse.  Entrega en Yatasto el mando del ejército y su bandera a aquel joven militar que lo elogiara: éste llevará la enseña victoriosa por medio continente.  Nuestro héroe volverá abatido y sin tener conciencia de la gesta que acaba de presidir, pero con la tranquilidad del deber cumplido.
Al regreso encontrará una Buenos Aires que aún no conoce los libros de historia, y recibirá fuertes críticas por sus decisiones, en especial por haber perdonado la vida de los prisioneros españoles.  Él, seguro de sus convicciones, se limitará a responder: Siempre se divierten los que están lejos de las balas, y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos; también son esos los más a propósito para criticar las determinaciones de los jefes: por fortuna, dan conmigo que me río de todo, y que hago lo que me dictan la razón, la justicia, y la prudencia, y no busco glorias sino la unión de los americanos y la prosperidad de la Patria.
Le encomiendan, sin embargo, una tarea compleja: viajar a Europa en diferentes misiones diplomáticas de política exterior para procurar la consolidación del país naciente.  Acompaña a un famoso político que más tarde será presidente y que dejará un famoso sillón y una deuda de cien años.  En Inglaterra recibe de regalo, en nombre del rey Jorge III, un reloj de oro y esmalte.  Nuestro héroe no lo sabe, pero con el tiempo del reloj ha comenzado la cuenta regresiva de sus días sobre la tierra.  De regreso al país participará activamente en la Declaración de la Independencia.  Le encomendarán nuevamente misiones militares, esta vez contra compatriotas rebeldes al gobierno de Buenos Aires, pero él tratará de evitar este encargo.  Enviará a Buenos Aires su opinión sobre la guerra civil: "Hay mucha equivocación en los conceptos: no existe tal facilidad de concluir esta guerra; si los autores de ella no quieren concluirla, no se acabará jamás... El ejército que mando no puede acabarla, es un imposible. Su único fin debe ser por un avenimiento... o veremos transformarse el país en puros salvajes…”.  Sus palabras sonarán en vano y el país se desangrará en guerras internas por más de 60 años.
Finalmente regresa a Buenos Aires, muy enfermo, y queda postrado en su casa paterna.  Los esfuerzos de las campañas y la enfermedad que lo carcome desde joven dan finalmente su estocada final.  Asistido por amigos y hermanos agoniza en una capital convulsionada que pone en peligro los logros ganados con tanto sacrificio.  Lo asiste un médico escocés, Joseph Redhead, que lo acompaña desde Tucumán.  Nuestro héroe ya no tiene dinero, y decide pagar a su amigo con su única pertenencia: un reloj de oro y esmalte que le obsequiara el rey Jorge III de Inglaterra.  El médico lo rechaza.  Nuestro héroe, sin embargo, insiste: abre las manos del médico, pone el reloj en su palma, luego las cierra.  La cuenta regresiva ha concluido.  Es 20 de Junio de 1820.  En Buenos Aires tres gobernadores se disputan el poder y la muerte del héroe ignorado pasa desapercibida.  Sus últimas palabras: “¡Ay, Patria mía!.
¿Qué nos deja nuestro héroe, además de un cuerpo amortajado en el hábito de Santo Domingo y sus deudas persistentes?  Dos niños que ignoran su padre, una lápida con el mármol de una cómoda, la promesa de escuelas que el gobierno tardará más de cien años en levantar El sueño de nuestro héroe, sin embargo, levanta vuelo: libertad, independencia y una bandera para un país naciente.  Aún hoy somos deudores de ese sueño. 

Empujada por la evocación y la historia vuelve mi mente a la víspera de la batalla de Salta, a esas 2500 almas reunidas rezando el rosario en medio de la noche norteña: gauchos, indios, porteños, conservadores y liberales, católicos y masones algunos con ganas y otros a regañadientes, todos unidos rezando al filo de la batalla, sabiendo que muchos tal vez no volverán a contemplar el cielo estrellado Y pienso que si.  Que aunque hubiera sabido de antemano que caería herido de muerte en la batalla para entregar mi cuerpo a la tierra o a las aves de rapiña aunque hubiera tenido la certeza de morir anónimo, sin nombre ni descendencia ni memoria sobre los campos de Salta, sin más recuerdo que la vaga memoria colectiva o la fútil mención de los libros de historia aún así hubiera estado feliz de compartir ese rosario con los patriotas, y cargar el fusil, y correr a la batalla, hacia la libertad o hacia la muerte, a las órdenes de Manuel Belgrano, detrás de la celeste y blanca.

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