miércoles, 31 de diciembre de 2014
sábado, 20 de diciembre de 2014
La cigüeña capitalista
Por Juan Igancio Salgado
“Un derecho no es algo que
alguien te da,
Es algo que nadie te puede
quitar” Eleanor Roosevelt
Érase
una vez una cigüeña común y corriente. Un simple engranaje más en la maquinaria
del sistema de entrega de niños. Una simple obrera. Su vida era como la de
cualquier empleado clase media. El
negocio del delivery de niños, aún con sus altibajos, siempre se
mantenía a flote. Y si bien no es que le permitía vivir una vida holgada y sin
preocupaciones, si le garantizaba una estabilidad económica como para pasar los
tiempos de crisis sin sobresaltos.
Editorial - NACIMIENTO: ¿QUÉ MUNDO EDIFICAMOS PARA NUESTROS HIJOS?
En estos
días de preparación a la Navidad, hemos tenido una gran alegría: una de
nuestras compañeras del equipo de Redacción, Cecilia, ha sido felizmente mamá
de una niña, y por un momento nos han dado ganas de dejar todo para conocer y
mimar a esa cosita chiquita, cuyo nombre es ya una caricia: Jazmín.
¿En qué mundo vivirá Jazmín? ¿Se le permitirá
sentirse respetada y amada? No hablamos de su familia, que seguramente lo hará,
sino de la sociedad en su conjunto, en la que los creyentes debemos ser “sal y
levadura”.
UN CRISTIANO EN TURQUIA
Por Adday Beytisrail
Para empezar, en Turquía somos muchos los cristianos, tanto ortodoxos, católicos como protestantes. La pregunta es cómo es ser cristiano en nuestro país?. La respuesta tiene aspectos positivos y negativos. La parte positiva es que en general no tenemos problemas, estamos a salvo y el gobierno nos respeta. La parte negativa incluye: no somos, por ejemplo, ciudadanos de primera en nuestro país, los religiosos no reciben salario gubernamental, y el gobierno tampoco provee a las iglesias mantenimiento y restauración de los edificios. Se hacen también diferencias en la ayuda a refugiados cristianos y musulmanes. En esta parte, nuestra vida como cristianos es más dura.
Para empezar, en Turquía somos muchos los cristianos, tanto ortodoxos, católicos como protestantes. La pregunta es cómo es ser cristiano en nuestro país?. La respuesta tiene aspectos positivos y negativos. La parte positiva es que en general no tenemos problemas, estamos a salvo y el gobierno nos respeta. La parte negativa incluye: no somos, por ejemplo, ciudadanos de primera en nuestro país, los religiosos no reciben salario gubernamental, y el gobierno tampoco provee a las iglesias mantenimiento y restauración de los edificios. Se hacen también diferencias en la ayuda a refugiados cristianos y musulmanes. En esta parte, nuestra vida como cristianos es más dura.
REENCARNACIÓN… ¿ME QUIEREN DECIR PARA QUÉ?
Nora Pflüger
“Apenas nacemos, y ya nos ponemos a llorar por haber tenido
que venir a habitar en este inmenso teatro de locos.”
William Shakespeare
Cuando era chica,
en un acto de desobediencia, tomé de la biblioteca de mi abuelo un libro cuyo
título me intrigaba: “La tragedia de Bridey Murphy”. Trataba del famosísimo caso en el que un
experimentador del hipnotismo, Morey Bernstein, lograba, trance hipnótico
mediante, hacer “regresar” con la memoria a una joven norteamericana del siglo
XX a una “existencia anterior” en la Irlanda del siglo XIX.
La historia, que se
difundió en el mundo a través de artículos y películas, instaló en la
mentalidad occidental la idea de que esas “memorias” fragmentarias y residuales
que todos tenemos, sobre todo de niños,
En México se ríen de la muerte, y nosotros lloramos.
Por Juan Pablo Olivetto Fagni
Pensar en el nacimiento, en la vida, me llevo a pensar en la muerte, y por más que no tenga mucho que ver el tema que voy a tratar con lo que escribo en general, si pretendo ser un buen educador, tengo que cuidar la curiosidad en mí y en mis alumnos. Y qué mejor que empezar dando el ejemplo, regalándome el tiempo y el espacio a mis intereses, y encarar el tema de cómo se entiende y se vive al fenómeno de la muerte en México y por fuera de México.
La curiosidad nació en una charla sobre exilios de pedagogos a México, en donde la expositora empieza a responder preguntas sobre la sociedad mexicana, y no recuerdo en relación a qué, pero la cuestión es que cuenta como los festejos de los Días de Muertos, las calles se llenan de colores, de calaveras reales y otras comestibles, esqueletos de juguete, mini-ataúdes de azúcar. Cuestiones que a nosotros (occidentales no mexicanos) nos resultan chocantes e inasimilables.
El Día de Muertos, se le llama a la forma mexicana de vivir las fiestas litúrgicas católicas del Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos, pero a su vez contiene componentes propios de los pueblos originarios de méxico. El primero de los días, que suele celebrarse el primero de noviembre, se lo dedica principalmente a las almas de los niños, y el dos de noviembre a la de los adultos. En estas fechas las familias realizan vigilias en el cementerio y colocan ofrendas en las tumbas de sus familiares, a las cuales decoran y llenan de comidas, músicas, juguetes, todo lo que era de preferencia del difunto. Sin dudas la palabra que describe estos días es la de celebración. Se celebra la muerte, y no sólo estos dos días, sino que ante cada muerte de un ser querido.
Ahora bien, seguro estas impactado y tenés una sensación de desagrado. Seguramente también pienses que los mexicanos están rre locos ¿Pero si somos nosotros los locos? ¿O si todos lo estamos?
Pensemos en cuanto nos incomoda este temita de la muerte, en cómo nos cuesta acompañar al que se está muriendo. No creo que la causa de esta incomodidad esté en el dolor que significa una perdida de un ser querido, porque los mexicanos también conviven con ese dolor de la pérdida, pero aún así deciden quedarse con lo bueno de esa persona y compartirlo con los demás, en no vivirlo como una tragedia, sino como una fiesta, mirar la muerte a la cara y perderle el miedo.
Pareciera que necesitamos mentirnos y creernos que somos inmortales, que no hay límite alguno en nuestra existencia, que podemos tenerlo todo planificado y bajo control. Y el morirse es la única verdad que nos cuesta disfrazar para no entrar en contradicciones, por eso la evitamos. Mientras tanto los mexicanos juegan con la muerte, se ríen de ella, por ejemplo es una costumbre escribir calaveras literarias, que son versos que hablan con tono burlesco de la muerte propia o de otros.
Por otro lado, los occidentales no mexicanos, tenemos una cuestión particular con las muertes de los seres queridos. En los velorios (yo sólo he ido a dos, y me parecen muy bizarros) parecería que no hay otra que estar mal, llorando a más no poder. Aunque algunos creyentes tenemos el consuelo de que el alma pasa a estar plenamente con Dios (cosa que en México lo viven realmente a conciencia), aún así el drama es ingambetiable.
En fin, el tema podría seguirse por mucho, pero para no cerrar el tema invito a seguir leyendo y charlando sobre la muerte y otros temas que nos incomoden, démosle espacio y tiempo a nuestra curiosidad, que es el motor de nuestra capacidad de aprender.
Y por último invito a mis amigos a organizarnos para ir conocer un poco de esta cultura allá (espero haberles despertado la curiosidad), y a quienes no me conocen y que tengan el privilegio de tener los recursos vayan a México. A aprender un poco de aquellos que encaran a la muerte, porque no le tienen miedo a lo incontrolable de la vida.
Muchas Gracias
Por X
La esperanza es y debe ser compartida, de lo contrario seremos
simplemente hombres y mujeres caminando por una vida sin sentido, llena de
olvido, muerte y desgracia. La esperanza es el grito de aliento de quien
trabaja con vos y de quien quiere forjar un hombre nuevo
Fue en enero del 2013 donde con
un grupo de amigos veíamos la necesidad de hacer una revista y de proponer algo
nuevo, hoy
miércoles, 19 de noviembre de 2014
Ellos no son comunidad
Por Pablo Scarigi
Es hermoso observar cómo se desarrolla una vida comunitaria en la Iglesia. El Cristo con los brazos abiertos extiende mucho la derecha y contrae la izquierda.
Es hermoso observar cómo se desarrolla una vida comunitaria en la Iglesia. El Cristo con los brazos abiertos extiende mucho la derecha y contrae la izquierda.
No es preciso traer a colación el
debate entre izquierda y derechas o entre progresistas y tradicionalistas, el
debate se centra en la ¿Comunidad?
Una vez, estos que se empecinan
en defender la catedral de los ataques de las “yeguas” (voy a utilizar el
término que desatinadamente afirmó el Pbro. Sidders), me dijeron pastel, salesiano
tercermundista, salesiano puede ser, tercermundista también (que yo sepa vivo
en La Plata y no en Múnich) pero ¿Pastel?, me habrán visto regordete.
lunes, 17 de noviembre de 2014
Christian in memoriam.
Por Francisco Andres Flores
Entre todas
las dudas que nos acosan en esta vida,
solo podemos encontrar una sola e irrevocable certeza: que algún día
moriremos. Ironía o ley molesta,
incómoda, pero es así. La única certeza
de la vida es que, más tarde o más temprano, se termina. Todo lo demás: un tránsito guiado por el
azar, o el destino, o la voluntad de Dios, o la libertad humana autosuficiente,
o un poco de todo eso; o lo que sea que el hombre intente balbucear para
explicar algo que, en el fondo, sigue siendo un misterio: la vida del hombre.
domingo, 16 de noviembre de 2014
LOS ÜLTIMOS DÍAS DE POMPEYA: EL DESAFÍO DE CAMINAR EN LA OSCURIDAD
“¡Ah!
De la Luz las hijas/ somos muy delicadas. /Miedo esa hija de la Noche da…” (De
la canción del personaje de Nydia al comienzo de la novela de Bulwer Lytton).
En un
día cualquiera del año 79 d.C., una joven de aspecto frágil atraviesa las
calles de una ciudad del Sur de la península italiana. Lleva un bastón, pero no
se apoya en él, como los ancianos y los lisiados, sino que lo extiende hacia
adelante, en sentido oblicuo a su cuerpo, y explora el suelo con un movimiento
de péndulo, dando ligeros
sábado, 15 de noviembre de 2014
Editorial - COMUNIDAD: A VER SI NOS PASA COMO EN POMPEYA…
Para
formar comunidad, no basta decir que el hombre es por naturaleza un ser social.
Hace falta superar el individualismo, luchar contra nuestras tendencias
egoístas, incluso renunciar a algunas satisfacciones por el bien de los demás.
En
nuestro país, estamos acostumbrados a exigir que la sociedad satisfaga nuestras
necesidades, pero no nos hemos educado
para respetar la “cosa pública”, y eso se advierte todos los días, desde la
asquerosa desprolijidad que dejamos en
los baños de uso común hasta el destrozo de las luminarias de la calle… y así
andamos, hasta que alguna catástrofe nos moviliza el
El valor de la palabra.
Por Francisco Andres Flores
En una época de términos
devaluados, aquí va una breve historia que nos recuerda el valor de la
palabra. Y como toda buena historia,
conviene comenzar a contarla desde el principio.
Era noviembre del año 1873 y el padre Jorge María Salvaire (misionero
francés de los Padres Lazaristas) escapaba a caballo, como podía, de una
partida de indios hostiles. Había sido
enviado junto con unos compañeros en misión a las tolderías del cacique Manuel
Namuncurá, y esperaba llegar a éstas antes de que lo atraparan sus
sábado, 18 de octubre de 2014
Editorial - INCLUSIÓN … ¿EN QUÉ?
Hace un tiempo, una catequista que estaba al
frente de un curso de chicos con
síndrome de Down, en el intento de que sus alumnos no se sintieran distintos
del resto de los adolescentes, les hizo mirar un video en el que un grupo de
rock de segunda línea enloquecía a sus “fans” con aullidos que semejaban música
y letras ininteligibles. Los jóvenes contemplaron en silencio el espectáculo y
al finalizar, uno de ellos comentó con ironía: “Y después dicen que los tarados
somos nosotros”.
Hoy en día anhelamos una sociedad en la que
nadie se sienta excluido. Pero… ¿qué sociedad queremos? ¿Y qué espacios estamos
construyendo para una legítima igualdad?
¿Podemos considerar “incluido” a un individuo
sólo porque usa un celular de última generación y calza las zapatillas deportivas
de moda? Nuestras escuelas públicas de gestión estatal, pensadas para recibir,
en este país de inmigrantes, a niños de toda procedencia social y étnica
¿enseñan actitudes de tolerancia y solidaridad? El tan mentado bullying ¿no se encarniza, sobre todo,
con el chico que parece diferente o que
se niega a masificarse? ¿Y qué decir de algunos de nuestros colegios privados,
en su mayoría confesionales, con sus
famosos “grupitos” que se odian a muerte, en rivalidades que nada tienen que
ver con lo que predicó Jesucristo, ni el fundador de religión alguna, y que
hacen que muchos egresen de allí sin la menor conciencia de lo que es vivir
auténticamente una fe?
Si queremos “inclusión”, esforcémonos por
formar comunidades en las que se profesen verdaderos valores y de las que
podamos estar sanamente orgullosos de formar parte.
La
Redacción
Identidad de especie
Por Francisco Andres Flores
Esto no es una
columna: es un reclamo. Porque,
observando el actual curso progresista de las leyes, alguien necesariamente
debe decirlo: es insuficiente! no alcanza!
Muchachos, se están quedando cortos.
El de ustedes es un progresismo de oficina, burocrático podríamos decir,
sin las agallas para cambiar realmente las cosas. Estimados legisladores, pensadores, teóricos
y activistas: no quiero despreciar vuestro esfuerzo, pero la radicalidad de la
cual se jactan es apenas una mueca al lado de lo que vengo a proponerles. ¿Qué es esto de la construcción de
identidades en base a maquillajes y peluca?
Un niño puede hacerlo jugando… yo vengo a proponerles (o reclamarles) algo
serio: identidad de especie. En buen
criollo, no quiero ser humano. Hace rato
que la humanidad ya no me identifica. Y
no me refiero a toda la humanidad, porque sin dudas que hay algunas personas
con quienes vale la pena compartir el genoma y la morfología; pero, creo, tengo
derecho a tomar distancia del curso delirante de la sociedad actual.
Un desesperado reclamo de inclusión (o exclusión?)
social.
Y no me vengan
a hablar de la naturaleza humana, la genética, etc.: ustedes mismos las han
desconocido flagrantemente cuando les ha convenido, sea para leyes antinaturales,
sea para dictámenes judiciales contrarios a la vida. ¿Ahora las van a invocar solo para
contradecirme? Por otro lado: ¿acaso no
dijo ya Sartre que la naturaleza humana no existe, y que solo la libertad nos
determina? Bueno: yo en virtud de esa
libertad, me declaro no humano. Decido
no ser humano.
¿Por qué no
puedo ser, por ejemplo, un perro? Al fin y al cabo es como al sistema les gusta
tratarnos, y puedo comportarme como tal perfectamente! De hecho, muchos de mis patrones están más conformes
cuando yo (o cualquier otro de sus
empleados) sigue conductas caninas, a saber: agachar el lomo cuando hay que
agacharlo, mover la cola gentilmente al amo, conformarse con el hueso roído que
te tiran… Por otro lado, ser perro tiene
sus ventajas, por ejemplo: no pagar impuestos.
Y también es cierto que muchos humanos viven como perros, pero se les
exige obligaciones de humanos… en ese
caso, la “identidad de especie” viene para blanquear la cosa y liberarnos de
las cargas sociales: si nos van a tratar como perros, seremos perros entonces,
pero no cumpliremos con ninguna de las obligaciones excesivas e inútiles con
que ustedes cargan constantemente a los de su misma especie.
Incluso es una
ventaja desde el lenguaje: hace rato que el habla humana se ha transformado en
una multitud de onomatopeyas indescifrables; incluso el extendido y diáfano castellano
se ha atomizado en varios subdialectos, donde se mezclan códigos adolescentes,
argots delictivos y expresiones mal pronunciadas de otros idiomas. Para los perros, en cambio, con un par de
gestos y ladridos es suficiente: economía de recursos, podría decirse. Con tan breve repertorio alcanza para comer,
pelear, hacer amigos e incluso aparearse.
¿No es esa. acaso, la lección cotidiana de la televisión? Y no me digan ahora que el lenguaje es
específicamente humano: eso no es más que una vieja definición aristotélica
sobre una especie que, como tal, ya no existe.
Además, el lenguaje, según muchos individuos (humanos?) importantes, no
es más que un accidente en nuestra historia evolutiva. Claro, es cierto: “accidente” también es una
categoría aristotélica; pero bueno, señores: no pretendan que no me contradiga
cuando la sociedad que ustedes votan es, cada día, más escandalosamente
contradictoria e incoherente. Y menos
pretendan que sea tan detallista en un artículo que no leerá ni mi madre. Por otro lado, es una gran fortuna que no lo
lea, no creo que le agrade: si renuncio a ser humano, renuncio también al acto
que me constituye como tal, o sea, la concepción; es una forma de renuncia
también a esa especie de bautismo de luz que es el alumbramiento. Qué momento ese, ¿no? El alumbramiento, digo. Hagamos lo que hagamos, cambiemos lo que
cambiemos, sigue estando ahí. Pienso
inevitablemente en la partida de nacimiento: diría algo así como “niño” (se
sobreentiende humano) y “varón”… Me
acabo de dar cuenta: ¡no se olviden que hay que cambiar las partidas! De hecho, también habría que hacerlo con
todos los estudios médicos que hagan referencia al género o la especie. Por ejemplo: evitemos toda mención a los 46
cromosomas humanos, digamos que ese número es una incógnita (“x”) que hay que
despejar en función de coeficientes sociales.
Y los cromosomas “X” e “Y” podrían ser las variables de un polinomio: indeterminadas,
desconocidas, y por qué no, tal vez, equivalentes... Aunque mejor, por las dudas, ni mencionarlos:
cualquier referencia a su naturaleza sexual es peligrosa. De hecho, podríamos llamarlos solo
“cromosom@s”.
Pero
permítanme hacerles una crítica, humildemente: uds., demiurgos sociales, apenas
se han quedado en el género! ¿por qué no avanzar sobre de la especie? ¿No es
acaso vuestro lema “vamos por todo”, o “impossible is nothing”? No arruguen
ahora: de la deconstrucción social a la demolición social hay un solo paso; o,
incluso, tal vez sea el mismo paso.
Lo bueno es
que con la nueva ley, al menos, puedo elegir la foto del documento. Me vendría bien un dálmata, por ejemplo…
aunque pensándolo mejor, y para evitar posibles secuestros (de eso, en este
país, no se salvan ni los perros) mejor un humilde mestizo callejero. Muchos seguramente ni notarán la diferencia
con el humano rostro que antes me identificaba, e incluso tal vez les guste
más. Si alguno pensara que lo hago para
ocultarme de algo, quédense tranquilos: mi nombre será el mismo (otros ni
siquiera conservarán eso). Además, mi
ADN seguirá siendo el mismo... hay cosas que ninguna ley puede cambiar.
Tal vez mi
planteo a algunos les parezca un tanto extremo; pero, como dijo Jean
Baudrillard: “mejor morir por los extremos, que por las extremidades”. En este mundo cada vez más deshumanizado, yo
no hago más que blanquear mi condición. Sea
como sea, vuelvo a mi cucha. Pero debo
hacer una advertencia: señores legisladores, periodistas, activistas,
formadores de opinión, teóricos, extras y público en general: no soy, ni nunca
seré, una buena mascota del sistema; no soy aquello que ustedes desean de todo buen
ciudadano: un alumno obediente de la televisión, que prefiere una vil
supervivencia al peligro de jugarse y arriesgar a cambiar las cosas. No renuncio a toda la especie humana: renuncio
a vuestra especie, a vuestras leyes inventadas, renuncio a la sociedad que
proponen y moldean. No soy la especie de
persona que quieren que sea, y no lo seré nunca. No me identifica “vuestra” especie. Si quieren, llámenlo “disforia de
especie”. Yo lo llamo coherencia.
INTOLERANCIA: EL SUFRIMIENTO DE LOS UNOS Y LOS OTROS
Nora Pflüger
Ningún problema
social, ninguna idea preconcebida, ningún resentimiento, por comprensible que
parezca, justifica hacer sufrir a un niño.
Desde que recuerdo,
he vivido protestando contra los prejuicios de lo que hoy se llamaría “condicionamiento
genético”. Era muy niña todavía, cuando ya me dolían los comentarios desubicados de ciertas
personas que criticaban que mi hermana y
yo, con dieciocho meses de diferencia (“¡Casi
mellicitas!”, como decían las señoras bobas), fuéramos físicamente muy
distintas. No veía qué podía haber de malo, por ejemplo, en que yo tuviera el
cabello rubio y ella, castaño. Y me enojaba en serio.
Y ahora he leído no sé dónde, tal vez en
Internet, que los rubios y los pelirrojos podemos ser insensibles por una
“cuestión de genes”, y que esos mismos genes serían responsables de nuestra
“frialdad” (sic).
¿Será verdad? Era
lo único que nos faltaba…
Las opiniones materialistas y racistas de
Lombroso -que pretendía identificar al “criminal nato” por la forma de la
cabeza, de las orejas, etc.-, han quedado en balbuceos de bebé al lado de esta
nueva teoría.
Algunos a quienes
nos tocó la suerte (o la desgracia) de ser muy rubios o muy coloraditos de
chicos, tenemos presentes las burlas escolares, que podían llegar hasta las agresiones a golpes si era la víctima era
varón, o a una mezcla de repugnancia y envidia si era una niña, por parte de
sus deliciosas compañeritas, que no toleraban a la “distinta”.
Mis amorosas condiscípulas
de un distinguido colegio, más violentas
que los varones, me golpeaban en la cabeza, me arrancaban mechones de pelo, en
un odio estúpido a la “rubia”… todo ante la risa o la indiferencia de las
preceptoras, hasta que mi padre me sacó de ese infierno y me puso en una escuela
más sencilla, pero en la que había un poco más de humanidad.
Cuando fui
maestra, comprobé que un maltrato semejante o peor podía sufrir el de piel
oscura (más ofensivo todavía si era mujer), pero también el gordito, el que no
veía o no oía bien, el que tenía un pie
enyesado, el hijo de ciertos extranjeros, cualquiera que fuese diferente. El bullying no es un problema que empezó
hace cuatro o cinco años, ni brotó de golpe, como un conejo de una galera, sólo
porque se lo bautizó con un nombre en inglés. De alguna manera existió siempre
en este país que en teoría tiene un
corazón así de grande y está abierto “para todos los hombres del mundo que
quieran habitar el suelo argentino”.
Algunas de estas
formas de discriminación pueden ser analizadas desde una visión histórica,
sociológica, psicológica, o parecernos más graves que otras, pero ninguna de ellas tiene la menor
justificación moral. Porque nada, pero nada – ni la inmigración, ni la
guerra, ni los conflictos sociales, ni las diferencias físicas – NADA JUSTIFICA
HACER SUFRIR A UN NIÑO, ni tampoco (me refiero a la responsabilidad de los
educadores) PERMITIR QUE ESO OCURRA.
Partamos de una
base: el niño es inocente. Sus actitudes reflejan el mundo de los adultos.
Incluso el chico agresor, por desagradable que nos resulte, suele ser víctima a
su vez de un ambiente familiar donde la falta de respeto y la violencia son el
modo habitual de vivir, y no me refiero solamente a lo que sucede en las casas
de los pobres… Las jovencitas psicopáticas de mi primer colegio eran “niñas
bien”, de hogares donde no faltaba el dinero.
Por eso pienso
que, al lado de otras cosas, que se me
tratara como a una rubia tonta fue lo de menos…
No me voy a detener aquí en aquel asunto
absurdo de haberme oído llamar, de muy chiquita, “nazi” y “criminal de guerra”,
sólo por haber tenido un antepasado alemán que llegó a la Argentina… ¡ en 1885!
a trabajar como agricultor, y no tuvo la
culpa de nada, salvo la de haberme legado el pelo rubio y el apellido. Mi
inocencia me protegía, en aquella edad, del significado de esas palabras. No me
voy a extender tampoco sobre el diálogo –bastante agitado- con una profesora
del secundario, ultranacionalista ella, que en su histeria antisemita me
confundió con judía sionista y me hizo padecer lo propio (experiencia
aleccionadora, porque en la piel del judío también hay que estar). Paso por
alto tanta estupidez criolla, para contar algo verdaderamente triste.
En mi infancia,
en algún lugar de mi ciudad, vivía un matrimonio de japoneses, limpios y
laboriosos, al frente de su infaltable tintorería. Tenían dos hijos: un niño y
una niña. Yo no lo comprendía bien entonces, pero imagino ahora lo que aquellos
dos muñecos, con sus ojitos rasgados y su piel dorada, debían aguantar cuando salían a la calle, camino de la
escuela, y oían a los chicos del barrio gritarles: “¡Japoneses hijos de p…!”
Hacía ya unos
cuantos años de la guerra del Pacífico, y sin embargo, las películas y las
historietas –incluso las destinadas a los niños- seguían plagadas de
norteamericanos altos y buenos mozos que debían luchar contra unos horribles
enanos amarillos (los “japoneses”). Cómo sería de malo todo aquel material, que
a mí, siendo chiquita, me sonaba a falso, Pero no recuerdo a ninguna persona
mayor que haya tenido la delicadeza de explicar eso a los otros chicos.
Y ahí seguían
los dos hermanitos, soportando a diario un rechazo injusto, que no estaban en
condiciones de cuestionar ni de entender. Supongo que el niño, el varón, se
habrá defendido alguna vez con la fuerza (recurso objetable, y por desgracia,
el único disponible en algunos casos).
Pero sé que la niña, la japonesita, no tuvo la misma posibilidad… ni la misma resistencia.
Sufrió para adentro, sin poder comprender por qué su pelo, sus ojos, su piel,
le atraían la agresión de la gente. Y
murió a los quince años… según dicen, de anorexia nerviosa.
No nos trajo la cigüeña
Por Cecilia López Puertas
Y otras verdades que nos vienen ocultando…
Que cosa que de repente se me ha
ido el suelo y está el vacío esperándome
nada me puede atajar nada firme
adelante mío no es que me caiga
se me ha ido el suelo y lo voy a seguir.
ido el suelo y está el vacío esperándome
nada me puede atajar nada firme
adelante mío no es que me caiga
se me ha ido el suelo y lo voy a seguir.
No te asustes, no, no te asustes
si ves que como respaldo lo tengo al viento
y no queda nada bajo mis pies
me voy a pique nomás
y aunque rompa el aire de un tajo,
no es que me caiga, es que voy pa' abajo
a tocar el fondo de lo que
soy de una buena vez.
si ves que como respaldo lo tengo al viento
y no queda nada bajo mis pies
me voy a pique nomás
y aunque rompa el aire de un tajo,
no es que me caiga, es que voy pa' abajo
a tocar el fondo de lo que
soy de una buena vez.
(A pique, de Juan Quintero)
Es hora de confesar que estoy embarazada. En realidad, hace
ocho meses que estoy embarazada pero como ustedes no me ven, pude disimularlo
muy bien.
Bueno, ya no. Es que el embarazo está invadiéndolo todo,
incluso mis ganas de hablar sobre otra cosa y pensé que quizá pueda servir aprovechar
la movida y hablar de esto que me pasa… sobre todo porque hasta donde sé la
gente seguirá naciendo, así que conviene que andemos preparados.
Hace un par de días, hablando con uno de mis hermanos, me
confesó que no me envidiaba ni un poco. Que no me envidiaba el ser mujer y todo
eso de tener un bebé adentro, me dijo que seguramente yo tampoco lo envidiara a
él por ser hombre… la verdad no lo había pensado en esos términos pero me dejó
tecleando. Porque no sé si será algo “envidiable”, pero a estas alturas puedo
asegurar que estar embarazada y no haber parido nunca es una de las cosas más
interesantes, bizarras y transformadoras que me pasaron en la vida.
Y lo digo ahora porque después, cuando nazca mi hija, es
posible que empiece a ver las cosas a través de ella y entonces estas
sensaciones se me desdibujen… y sería una pena no dejar registro de estos días,
pocas veces he sentido las cosas con la fuerza que ahora.
Sí, es cierto que el cuerpo se transforma bastante… pero
fíjense que, al menos en lo que respecta a ustedes, eso pude disimularlo muy
bien ocho meses y bien podría haber seguido sin darles ninguna pista como hacen
infinidad de mujeres embarazadas laburantes. Es que lo interesante del asunto pasa
por otro lado. Pasa por entender que las embarazadas buceamos.
Es fácil confundirse y pensar que somos como frágiles y
entonces necesitamos que nos comprendan porque andamos con las hormonas
alteradas. Pero empiezo a sospechar que les dejamos creer eso porque es más
sencillo que andar explicando que en realidad cuando caminamos no estamos
pisando la tierra. No la podemos pisar. Estamos en el agua… sumergiéndonos en
lo profundo. Cualquiera que haya buceado sabe que lo que digo es muy cierto, el
medio acuático es más suave y lento, es más denso… hay que desconfiar de la
forma en la que percibimos, los colores se ven diferente, las cosas están más
lejos de lo que parece y no son tan grandes como creemos, los sonidos no sirven
prácticamente para nada.
Y como andamos con otros parámetros entonces lo que pasa en
la tierra nos resbala. Y mientras nos resbale si ir a comer acá o allá o qué
ropa ponernos no pasa nada, pero cuando nos empiezan a resbalar las jerarquías,
las estructuras, las normas, las pautas sociales, el “buen gusto”… cuando
empezamos a atravesar la feliz anarquía de entender que vivimos en el agua, ahí
te quiero ver. Lo he visto, doy fe. Empiezan a tenernos miedo.
¿Por qué dan miedo las mujeres embarazadas?
Quizá sea por eso, porque detrás de esa ternura fabricada
la verdad es que una mujer embarazada desequilibra todo. No sabemos si dejarla
pasar antes, si darle el asiento, no sabemos si ayudarla o solamente mirarla
con ¿Simpatía? ¿Nostalgia? ¿Compasión? Quisiéramos hablarle, pero tampoco
sabemos bien qué decirle. Entonces pasa como en los velatorios, terminamos
repitiendo clichés que al fin y al
cabo por algo se han hecho… y preguntamos si es nena o nene, de cuánto está, si
va a ir a cesárea o parto natural, si en la familia están todos “chochos”. Y
como las mujeres embarazadas no somos especialmente buenas o correctas (o no
nos hacemos buenas y correctas por el simple hecho de estar embarazadas) puede
que hasta respondamos pero que todo eso nos importe bien poco.
Por eso quiero compartir esto con ustedes, porque
atravesando este tiempo contado en semanas, descubrí que la anarquía de estar
embarazada es un estado que le hace bien al alma. No digo que todo se vuelva
fácil… está claro que seguimos siendo las mismas mujeres destructivas y
constructivas de siempre. Pero la naturaleza se nos sale por los poros,
nosotras lo vemos, los demás lo ven…
Puede que sea eso es lo que rompe los esquemas y debilita
la ficción de vivir en una ciudad alejada de la naturaleza, desvinculada hasta
lo imposible, construida sobre un ecosistema que nadie conoce, pavimentada y
luego parquizada hasta el absurdo, estrangulada de gente que camina sin saber a
dónde va comiendo cosas fabricadas en serie por una máquina que está en otra
parte y que se alimenta de ingredientes que no sabemos ni pronunciar. Meterse
con eso es meterse con todo.
Estar embarazada (y no haber parido) también significa
pensar en el parto. No siempre, no desde el principio. A mí me tocó empezar a
pensarlo recién como al séptimo mes, y como seguramente muchas mujeres,
descubrí primero que nada mi enormísima ignorancia. Por supuesto que le echo la
culpa de eso a la ciudad alejada de la naturaleza en la que fui criada, pero
quizá sea también mi propia culpa… la de haber crecido en la idea de que las
mujeres tenemos que poder valernos por todo lo que no nos diferencia de los
hombres y que lo demás no es trascendente. Que incluso nos resta y hay que
minimizarlo al máximo posible. Así que si podemos pasar el embarazo sin ni
siquiera engordar, mejor… si podemos laburar hasta el último día, mejor… si
podemos seguir siendo las mismas mujeres racionales de siempre sin permitirnos
un segundo de emotividad y somos súper independientes y divertidas y nos
vestimos bien, muchísimo mejor.
Pero no es así. Eso es mentira, es ficción. El embarazo te
cambia, no sólo el cuerpo, el espíritu… y para mí que los que quieren ignorarlo
en realidad esconden que nos tienen mucho miedo. Yo fui la que presencié como
en la facultad bochaban a una chica embarazada tras “retarla” y dejar en
evidencia que la razón real era que no había ido a absolutamentetodaslasclases
(pese a haber respetado el régimen de
faltas), y le decían por la cara que el embarazo no era culpa de ellos. Yo fui
la que supe como intentaban manipular a una compañera de trabajo para que
buscara “niñera” los días que su hija se enfermaba así no tenía que usar la
licencia. Así estamos… escondiendo el embarazo, escondiendo la maternidad,
escondiendo la naturaleza.
Y el parto “sobremedicalizado” no sólo es terreno de cultivo
para la violencia y el abuso, también es la mejor prueba de ese miedo que nos
tienen. De esa necesidad de esconder, de negar… pasando por encima de la
voluntad de las mujeres y, la mayoría de las veces, del sentido común. Lo digo
porque lo estoy viviendo y el último tiempo me la he pasado escuchando ridiculeces
sobre lo imposible que es parir chicos de tantos kilogramos o aguantar un dolor
o decidir con un mínimo de cordura en tales o cuales situaciones. No sé porqué las
mujeres entregamos ese terreno sin luchar. Porqué aceptamos tan tranquilas que
tenemos “embarazos de riesgo” sin cuestionarnos ni un poco las razones y nos
acostumbramos a otra ficción, la de necesitar una persona al lado que nos esté
diciendo “pujá”, “respirá mucho”, “respirá poco”, “no grites”, “hacé fuerza”,
“no hagas fuerza”… muchas veces sin siquiera la mínima delicadeza, como
retándonos, como si fuéramos unas mamertas o unas nenas chiquitas que no nos podemos
dar cuenta de nada. Ok, me freno acá porque ya les veo la cara de enojo y no
quiero que me odien… Y sí, es un tema sensible.
¿Por qué?
Porque cada una tiene su experiencia, sus emociones, sus
vivencias, los recuerdos que tiene de todo eso (a veces atravesados por muchos
años y por los discursos de los demás).
Es un combo explosivo. Háganme caso, pregúntenle por su parto a cualquier madre
y verán como es difícil alejarse de tres ideas centrales: si fue un “buen” o
“mal” parto, si hubo algún “error” en su parto, si esos errores son o no “culpa”
suya. Pregunto en serio… ¿Cuándo se convirtió el parto en un examen que las
mujeres tenemos que aprobar?! ¿Para satisfacción de quién?!
Escribo en la impunidad de mi octavo mes de embarazo y al
que no le gusta deja de leer y punto. Pero me cansé de escuchar excusas de
mujeres que lo único que hacen es defender con uñas y dientes sus elecciones de
obstetras violentos con el asentimiento distante y (hasta) conmovido de sus
parejas, continuadoras y sostenedoras de todas las ideas que nos oprimen,
incapaces de revisar ese proceso con un mínimo de objetividad (o de la propia
subjetividad mejor dicho y no desde el pensamiento de su médico, su pareja, su
madre). De dudar aunque sea un instante, de confiar en sí mismas y en sus
verdaderas emociones aunque sea por un segundo. Sincerarse, liberarse.
No es pavada, existen un montón de normas internacionales
de derechos humanos que están hechas para proteger a las mujeres y a sus
hijos/hijas a través de todo ese proceso, tanto en el Sistema Universal de
Protección de los Derechos Humanos[1]
como en el Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos[2].
Y también tuvo que existir la
Ley Nacional Nº 25.929 de Parto Respetado (http://www.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/95000-99999/98805/norma.htm)
que habla de los derechos que tenemos las mujeres embarazadas y que también
tiene nuestro bebé durante el embarazo, parto, postparto… son sólo un puñado de
artículos del mas puro sentido común, pero tuvieron que sacar una ley porque no
era taaan obvio y lamentablemente todavía existen un montón de profesionales
dispuestos a lucrar con nuestra ignorancia.
La violencia obstétrica existe desde que existe la
obstetricia… y como toda violencia circula en dos sentidos. Hay un violento y
hay un violentado. No es exageración, imagínense la escena: una mujer dolorida,
con sus piernas abiertas ante desconocidos (o muuuy poco conocidos), dispuesta
a transpirar la camiseta, a hacer lo que sea necesario por ese hijo o hija que está
trayendo al mundo, aferrada a lo que sea que la mantenga a flote… En ese
contexto y por lúcidas que estemos, cómo hacemos para decidir con un mínimo de
cordura cuando la pregunta que nos hacen es seguida de frases como “si no hacemos esto ahora puede haber
sufrimiento fetal”… ¿Quién se anima a decirme que eso no es manipulación,
amenaza? ¿Quién se anima a decirme que eso no es violento?
Les leo la mente, sé que estarán diciendo “y… pero a lo mejor es cierto lo que dicen
los médicos” y yo les digo que puede que sí y que puede que no, como pasa
con los mecánicos y con los reparadores de PC. Los médicos no son diferentes,
ni los abogados, ni los panaderos, ni los arquitectos… ni ninguna persona sobre
la faz de la tierra. No sé ustedes, pero yo no les debo nada, no veo porqué
tenerles temor reverencial a las opiniones médicas porque no veo porqué tenerle
temor reverencial a ninguna persona. ¿Y entonces qué? ¿Confianza ciega o morir
en el intento? La respuesta es muy sencilla: empoderamiento. Y no hay empoderamiento
sin emancipación, así que por lo pronto sería interesante que las mujeres
conociéramos nuestros derechos y estuviéramos dispuestas a hacerlos valer. Y
luego, las que son madres, que se animaran a hablar de sus experiencias con la
más absoluta de las sinceridades. Sinceridad que es primero que nada con ellas
mismas.
Estar embarazada es una verdad. Una tan cierta como
escondida. Sí, somos humanos. Somos animales, somos mamíferos, crecemos, nos
reproducimos, morimos, nacemos. Y para nacer necesitamos una mujer, una que nos
cobije y nos resguarde de las ficciones de la ciudad, una que bucee con
nosotros y nos impida estrellarnos contra la tierra.
A lo mejor cuando entendamos eso dejemos de tenerles miedo a
las embarazadas y hasta aprendamos a cuidarlas sin intentar manipularlas. Y sí, también las tenemos
que dejar pasar antes en la cola del súper (sé que es un garrón, pero es lo que
toca, que acá a nadie lo trajo la cigüeña). Y no sólo eso, les corresponde una
licencia… una larguísima en lo posible y después la hora de lactancia, y faltarán
con absoluta impunidad cada vez que la salud de su hijo/a lo requiera. Y
mientras tanto pondrán cara de que les importa una barbaridad lo que pasó con la
subida/bajada del dólar, pero es probable que estén pensando en un campo de
flores de lavanda o en la hormiguita que sube por el costado de una mesa o en
las pecas de la persona que habla… en fin, ya dije que aunque no parezca
(algunas mujeres saben disimularlo muy bien) las embarazadas estamos buceando y
abajo del agua el sonido no sirve de gran cosa, así que lo mejor es callarse.
[1] El artículo 10.2 del Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales se refiere a la especial protección a las madres durante
un período de tiempo razonable antes y después del parto y a la licencia con
remuneración o con prestaciones adecuadas de seguridad social. Por su parte, el
artículo 12 de la
Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación
contra la Mujer
(CEDAW) va más allá, los Estados tienen que garantizar a las mujeres “…servicios apropiados en relación con el
embarazo, el parto y el período posterior al parto, proporcionando servicios
gratuitos cuando fuere necesario y le asegurarán una nutrición adecuada durante
el embarazo y la lactancia…”. También caben como normas protectoras el
artículo 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (derecho a
no ser objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada y
familia; derecho a ser protegido por la ley de esas injerencias o ataques) y el
artículo 10 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales (derecho a la más amplia protección y asistencia a la familia y su
constitución).
[2] El artículo 17 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa
Rica) se refiere a la protección de la familia definiéndola como “elemento
natural y fundamental de la sociedad”, por lo que debe protegerla tanto el
Estado como de la sociedad. Mientras que la Convención Interamericana
para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belem
do Para) tiene artículos más específicos: los artículos 1 y 2 definen la
violencia contra la mujer, el artículo 4 se refiere al derecho a la vida,
integridad física, psíquica y moral; a la libertad y seguridad personal; a que
se respete su dignidad y proteja su familia.
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