sábado, 19 de julio de 2014

“ME QUIERO IR”

Nora Pfluger


Primero fue “No te metás”, frase ilustrativa de cierto modo de ser argentino, al punto que un intelectual europeo, Pierre Kalfon, que residió muchos años en nuestro país y lo estudió con cariño y lucidez, definía a esa expresión como la “regla de oro” de la conducta nacional (“Argentine”, Pierre Kalfon, Hachette, 1970).     Luego vino el histórico: “Me borré”  ( en boca de un alto funcionario que había desaparecido de todos los lugares que solía frecuentar y que fue hallado de paseo en un país limítrofe).
   Más tarde, a un famoso locutor latinoamericano, radicado entre  nosotros, le dio por  gimotear, rascándose la cabeza: “Estoy desesperanzado”.
  Ahora se escucha, como una letanía, un suspirado y angustioso: “Me quiero ir…”
  ¡Me quiero ir! ¿Y a qué lugar…? Como si fuera tan fácil esquivar nuestras obligaciones, evadirnos de nuestro destino, y como si quedara en este momento algún rincón del planeta en el que no pudieran encontrarnos…
  “Paren el mundo, que quiero bajar”, era el nombre de una comedia que se popularizó en el cine allá por los años sesenta. Y es que la tentación de escapar de las dificultades para refugiarnos en una especie de paraíso terrenal, donde los demás se ocupen de nosotros, no es nueva.

  Traigo algunos ejemplos de todos los días.
  Me encuentro dictando una clase en una institución de turno vespertino. Anochece, la luz del aula no está encendida y los alumnos escriben con las narices prácticamente pegadas a sus carpetas. Obviamente, cada vez se ve menos. Hay una llave de encendido, cerca de una de las hileras de bancos. Con todo respeto, pido que alguno de los alumnos se tome la molestia de moverla. Se hacen los que no me oyen. Finalmente, tengo que ir yo a prender la luz. Un “¡Ah!” de alivio recorre entonces el aula, como una brisa fresca. Pero para esto, nadie quiso mover un dedo.
  Un rato más tarde, participo de una reunión organizativa de un grupo católico, apostólico y romano: gente seria y que se presume comprometida. Una de las ventanas del salón en el que nos hemos concentrado ha quedado abierta, y entra por allí el vientecito polar de una noche de invierno. Hay varias personas, jóvenes y robustas, ubicadas cerca de la ventana y que se quejan de estar “muriéndose de frío”. Con estirar un brazo cualquiera de ellas, podría cerrar la ventana y asunto arreglado. Pero, inexplicablemente, ninguna quiere mover un brazo. Como de costumbre, termina incorporándose esta servidora, y con las pocas fuerzas que le quedan al final de su jornada de trabajo, recorre todo el salón para ir a cerrar la ventana.
  ¿Es que los argentinos somos tontos, o qué?
 La Doctrina Social de la Iglesia, en un documento que ya tiene sus años (“Gaudium et Spes”, constitución pastoral del Concilio Vaticano II, 1965), propone la superación de la “ética individualista” (ésa que me lleva a pensar que estoy solo en la carretera y que detrás de mí únicamente puede venir el Diluvio) por una moral de participación, para la cual tenemos que ser educados en la conciencia de formar ineludiblemente parte activa de la comunidad.
  Actualmente, nuestro Papa Francisco nos exhorta a cada rato a sacudir nuestra pereza y a tomar las riendas de nuestros deberes  sociales.
  Quiera Dios que la crisis de valores que atraviesa en este momento nuestro país, nos lleve a plantearnos nuevamente que ningún grupo humano se edifica sin el esfuerzo de todos y que no hay participación sin responsabilidad.



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