Nora Pfluger
Más tarde, a un famoso locutor
latinoamericano, radicado entre
nosotros, le dio por gimotear,
rascándose la cabeza: “Estoy desesperanzado”.
Ahora se escucha,
como una letanía, un suspirado y angustioso: “Me quiero ir…”
¡Me quiero ir! ¿Y a qué lugar…? Como si fuera
tan fácil esquivar nuestras obligaciones, evadirnos de nuestro destino, y como
si quedara en este momento algún rincón del planeta en el que no pudieran
encontrarnos…
“Paren el mundo,
que quiero bajar”, era el nombre de una comedia que se popularizó en el cine
allá por los años sesenta. Y es que la tentación de escapar de las dificultades
para refugiarnos en una especie de paraíso terrenal, donde los demás se ocupen
de nosotros, no es nueva.
Traigo algunos
ejemplos de todos los días.
Me encuentro
dictando una clase en una institución de turno vespertino. Anochece, la luz del
aula no está encendida y los alumnos escriben con las narices prácticamente
pegadas a sus carpetas. Obviamente, cada vez se ve menos. Hay una llave de
encendido, cerca de una de las hileras de bancos. Con todo respeto, pido que
alguno de los alumnos se tome la molestia de moverla. Se hacen los que no me
oyen. Finalmente, tengo que ir yo a prender la luz. Un “¡Ah!” de alivio recorre
entonces el aula, como una brisa fresca. Pero para esto, nadie quiso mover un dedo.
Un rato más
tarde, participo de una reunión organizativa de un grupo católico, apostólico y
romano: gente seria y que se presume comprometida. Una de las ventanas del
salón en el que nos hemos concentrado ha quedado abierta, y entra por allí el
vientecito polar de una noche de invierno. Hay varias personas, jóvenes y
robustas, ubicadas cerca de la ventana y que se quejan de estar “muriéndose de
frío”. Con estirar un brazo cualquiera de ellas, podría cerrar la ventana y
asunto arreglado. Pero, inexplicablemente, ninguna
quiere mover un brazo. Como de costumbre, termina incorporándose esta
servidora, y con las pocas fuerzas que le quedan al final de su jornada de
trabajo, recorre todo el salón para ir a cerrar la ventana.
¿Es que los
argentinos somos tontos, o qué?
La Doctrina Social
de la Iglesia, en un documento que ya tiene sus años (“Gaudium et Spes”,
constitución pastoral del Concilio Vaticano II, 1965), propone la superación de
la “ética individualista” (ésa que me lleva a pensar que estoy solo en la
carretera y que detrás de mí únicamente puede venir el Diluvio) por una moral
de participación, para la cual tenemos que ser educados en la conciencia de
formar ineludiblemente parte activa de la comunidad.
Actualmente,
nuestro Papa Francisco nos exhorta a cada rato a sacudir nuestra pereza y a
tomar las riendas de nuestros deberes sociales.
Quiera Dios que
la crisis de valores que atraviesa en este momento nuestro país, nos lleve a
plantearnos nuevamente que ningún grupo humano se edifica sin el esfuerzo de
todos y que no hay participación sin responsabilidad.
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