¿Qué podemos
encontrar detrás de la puerta de un taxi? Nunca se sabe. En este viaje, el
protagonista mantiene una conversación en la que mezcla historias de ladrones,
asesinos y secuestradores de la literatura (de la literatura, claro…). ¿Quién
dijo que la participación solamente podía ser positiva, una capacidad reservada
para “los buenos”?
Por Daniel Rojas Delgado
—Ábrete,
sésamo —dijo Jonatan.
La puerta
del taxi se abrió y él se acomodó en el asiento e indicó la dirección. Al rato,
el peregrino le preguntó al chofer:
—¿Más
adelante está cortado?
—Sí, acá cortan
todos los días. Así no se puede laburar. Tres salames se juntan y te cortan la calle, pero uno se acostumbra,
¿viste? Encima es para defender a esos chorros y no para cosas importantes.
Jonatan no
dijo nada. Había aroma a golosinas dentro del taxi. En la radio, Los Piojos
cantaban Como Alí y él, tan
imaginativo, relacionó ese tema con lo que decía el tachero: la síntesis lo llevó a Oriente. Recordó la envidia sana
del hermano de Alí Babá cuando se enteró de que ya no pasaba miseria sino que
pesaba monedas de oro. Recordó, también, cómo el jefe de los ladrones se las
ingenió para caerle en su casa al
nuevo rico.
—El que roba
a un ladrón, tiene cien años de… —comenzó a decir Jonatan en voz alta, ante la
mirada retrovisora del conductor.
—¿Qué decís?
—Que esa
casa tiene cien años —señaló por la ventanilla.
El espejo le
devolvió un ceño fruncido. Ya formaban parte del embotellamiento, como carne y
uña. Otros que también se habían organizado para delinquir con originalidad eran
los miembros del Club de los Caballeros de la Media Noche, que el argentino
Roberto Arlt menciona en El juguete
rabioso. En el diario de sesiones, uno de ellos había propuesto armar una
biblioteca de obras científicas para poder robar y matar según “los más
modernos procedimientos industriales”. Cuando hay entusiasmo, pensó Jonatan,
todo se puede.
El chofer
volvió a hablarle unos minutos después:
—Así no se
puede laburar —repitió como loro, golpeando el volante—. Nos han secuestrado
las calles —poetizó.
Tan atento a
la conversación estaba el pasajero, que mientras leía la sección policial del
periódico recordó El secuestro de miss
Blandish, escrito por el británico James Handley Chase. Pero no pensó en
los giles que concretaban las órdenes, sino en la jefa, en el cerebro de la
organización: Ma Grissom, que era “como un viejo buitre”.
—¿Qué cree
que podemos ofrecer de rescate?
—La verdad,
no tengo ganas de andar rescatando a nadie —reconoció el taxista.
Jonatan le
ofreció café al conductor.
—No tomo
cuando manejo —fue su respuesta.
Desde hacía
rato, una curiosidad invadía a Jonatan y no pude contenerse. Sin levantar la
vista de su notebook, de repente le preguntó:
—¿Hace
cuánto dejó de fumar?
—¿Cómo sabés
que dejé de fumar? —dijeron los labios que correspondían a esa mirada.
—Elemental, mi
estimado. Desde que subí lo noto algo malhumorado, desanimado, y pese a que
avanzamos muy poco, se desconcentra fácil y dos veces confundió los cambios y
casi se le para el motor. Sus ojeras acentuadas son el signo de que
prácticamente no durmió. Para asegurarme, acerqué mi mano izquierda al respaldo
de su asiento y comprobé que su frecuencia cardíaca está bastante lenta.
Además, ya va por el tercer caramelo y hay siete envoltorios de chicle en el
piso, detrás de su talón derecho. Por otra parte, el cenicero que estoy viendo
no se usa desde hace por lo menos un mes.
—Sí, hace un
mes no lo uso —gruñó.
Jonatan no
volvió a hablar durante el viaje. Comió una porción de tarta de jamón y queso y
se enfrascó en la lectura de El gran
Gatsby, del estadounidense Francis Scott Fitzgerald:
—Manejas pésimamente —protesté—. Deberías
ser más cuidadoso o no manejar.
—Tengo cuidado.
—No, no lo tienes.
—Bueno, lo tienen los demás —replicó ella,
con ligereza.
—¿Eso qué tiene que ver?
—Se corren de mi camino. Para que haya un
accidente tienen que ser dos.
—¿Y si tropiezas con uno tan imprudente como
tú?
—Espero que eso no pase, me molesta la gente
descuidada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario