Por Nora Pflüger
Acabo de
encontrar una definición de “libertad” que daría para un tratado: “Capacidad de
la conciencia para pensar y obrar según la propia voluntad”.
Recuerdo una tira
de “Mafalda”, en la que la niña lee en un dicccionario el significado de la
palabra “democracia”, la compara en su cabecita con la sociedad y el mundo que
conoce, y comienza a reírse solita,
sigue riendo todo el día, y a la noche, en su cama, continúa riéndose,
para asombro y consternación de sus padres.
La definición de
“libertad” me ha producido casi el mismo efecto…
¡Capacidad de la conciencia! ¿Adónde ha
ido a parar en estos últimos años la expresión “criterio formado”, con la que
nos ponían límites en la infancia? (“No intervengas, que todavía no tenés el
criterio formado”)… ¿Y quién recuerda que a las muelas que nos salen a todos
los seres humanos a los dieciocho años se les sigue llamando “del juicio”?
Sin embargo, las
leyes civiles exigen un mínimo de capacidad de conciencia para firmar cualquier
contrato, y la Iglesia Católica la requiere para que sea válido en
consentimiento matrimonial.
¿Pretensiones muy
obvias?
Hace unos años,
en unas conferencias sobre Derecho Matrimonial Canónico, dictadas en el aula
magna de una conocida Universidad privada platense, el conferenciante, un
curita italiano recién llegado de Roma, dijo con picardía: “ Advierto a las
señoras presentes que si la novia engaña al novio haciéndose pasar por chica
buena cuando no lo es, o si se quiere casar sólo para aparentar, o para quedar
bien con el tío cura o la tía monja, sin conciencia de lo que significa el
sacramento, y así lleva al novio al altar, es nulo ese matrimonio…”
Al oír esto, una
de las señoras presentes, una abogada joven, elegantemente vestida, saltó del
asiento y salió corriendo al pasillo, llorando y gritando como una histérica:
“¡¡¡Mi matrimonio es nulo!!!”
¿Con qué grado de
conciencia decidimos las cosas fundamentales de nuestra vida?
¡Pensar y obrar según la propia voluntad!
Creo que no se trata del capricho, sino de la llamada “voluntad libre”, la que
se apoya en la razón y nos distingue (eso espero) de los otros seres de la
Naturaleza.
Sin conciencia
formada, sin voluntad educada, no tomaremos nunca decisiones realmente libres, y seremos siempre
esclavos de la moda, o del “qué dirán”, o del miedo a las consecuencias de
luchar por una causa justa, o de la hipocresía más vulgar.
Y vuelvo a pensar
en Mafalda, niña de conciencia muy desarrollada, pero que crecía en una familia
absolutamente normal, con su papá, su mamá y su hermanito, y que podía aprender
allí el ejercicio de una libertad razonable.
Qué lástima que
el medio social de hoy no nos ofrezca otros ejemplos como ella. Y que, en
cambio, el arquetipo elegido sea un personaje como “la mamá de Pedrito”, una
mujer inconcebible que en los últimos tiempos hemos visto cincuenta veces por
día en la televisión. Se trata de un aviso publicitario en el que una señora,
al enterarse de que otra ha leído a unos niños un cuento de terror debajo de la
cama y los ha hecho jugar a la pelota en el baño, en lugar de pedir
explicaciones (dado que entre los niños estaba de visita su propio hijo
Pedrito) o de exclamar “¡Qué asco!”, se da tironcitos en una oreja (¿”tic” del
mentiroso?) y susurra melosamente: “¡Qué divina!”
¿Quién quiero
ser? ¿Mafalda o la mamá de Pedrito?
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