sábado, 15 de marzo de 2014

Cien años de solidaridad.


Por Francisco Andrés Flores


La inundación, la literatura, los muertos, la solidaridad, la mezquindad y el heroísmo.

“…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.(G. G. Márquez, Cien años de soledad)

La lluvia comenzaba a tejer su negro manto sobre La Plata mientras yo, regresando de Bolivar, intentaba entrar a la ciudad infructuosamente.  Por calle 44 un coro de voluntades cada vez más alarmadas se atascaba y, en el frágil refugio del auto, revolvían el dial para saber qué sucedía.  Las radios, sin embargo, repetían la misma música de siempre.  Hacia el horizonte los autos, inmóviles, respiraban jadeando la humedad de la lluvia, perfectamente quietos en una postal rara e incomprensible.  Al lado de la ruta un patrullero pintaba de celeste el aire espeso, sin saber qué hacersin decir nadatan atónito como todos.
Hubo una pausa, como un bache de tiempo, como si la naturaleza respirara hondo antes de emitir su sentencia irrevocable.  Créanme o no, lo percibí.  Percibí la pendiente sensible del terreno hacia la ciudad jeroglífica, el agua implacable, las autoridades impávidas, los ciudadanos inermes, el terreno aplastado de cemento, la autopista opresiva, la refinería sofocante todo confluyendo, como un oscuro presagio, sobre la ciudad de La Plata.  En un raro rapto de lucidez salté la rambla y regresé, retomando la rotonda para buscar la 520.  Acababa de comenzar, sin saberlo, la más oscura noche de los platenses.


Inundación.  La ciudad, asaltada por el agua, poco a poco empieza a tomar conciencia del dramatismo de la situación.  Dora, en su casa de La Loma, revisa la compuerta que debería evitar el ingreso del agua pero parece que falla. No entiende por qué llaman La Lomaa un barrio que parece un pozo y se inunda siempre.  Negro, su perro fiel, observa inquieto, con el fino instinto de los animales, el avance inexorable del agua. 
En algún momento los celulares dejan de funcionar, y la comunicación con los familiares se vuelve prácticamente imposible: nadie sabe dónde están sus seres queridos, o si están bien…  En Los Hornos, Jorge trata de calmar a su nieto cada vez más nervioso por la crecida. El niño quiere ver a su madre, quien vive cerca, y deciden salir para allá: lo lleva en brazos en medio de una calle ya inundada.  La corriente se vuelve más impetuosa y la vereda cede bajo sus pies; desesperados, se toman de una reja para evitar el arrastre tremendo de la corriente y allí quedan, peleando con el agua.  Unos vecinos les tiran una soga: el niño, más ágil, la alcanzará; su abuelo, en cambio, tendrá dificultades para asirla y mantenerse en la reja.
A unas cuantas cuadras de ahí, mis azorados acompañantes y yo alcanzamos la 520: no está mucho mejor que la 44, pero al menos está vacía.  El agua sube desde el Sudeste e inunda una mano pero, con la rambla como dique, la otra está transitable, así que manejo a contramano durante cuadras hasta alcanzar la 137.  Allí vemos a las familias con el agua hasta el pecho sacando a sus niños en los hombros.  Los que pueden saldrán a pie, o subirán al techo para pasar la noche, pero no todos tendrán esa suerte.  En medio de la lluvia, como una aparición, o como un ángel, aparece un tractor: yo, imposibilitado de entrar calle abajo por la altura del agua, lo celebro con bocinazos.  Será uno de los tantos héroes anónimos de la jornada que sacará vecinos durante horas.
En Tolosa la crecida es implacable y no da tiempo a nada.  Antes de que terminen de subir las cosas al cuarto de arriba, Josefina y su familia se dan cuenta que el lugar más elevado deberá ser, no para las cosas, sino para ellos mismos; más tarde abrirán las puertas también a los vecinos y pasarán la noche hacinados en el primer piso.  No todos los vecinos de la cuadra conseguirán un refugio elevado.

Literatura.  La frase que encabeza este relato es, probablemente, la conclusión más famosa de la literatura hispanoamericana.  Cierra el libro Cien años de soledad, y abre una multitud de preguntas e interpretaciones.  Entre todas ellas, el autor del libro nos da la clave:

Nadie ha tocado el punto que a mí más me interesaba al escribir el libro, que es la idea de que la soledad es lo contrario de la solidaridad y que yo creo que es la esencia del libro ( González Bermejo, Ernesto. Ahora doscientos años de soledad, en García Márquez habla de García Márquez, Bogotá: Rentería Editores, 1979, Pág. 55.[1]
Lo que García Márquez llama poéticamente soledad, tal vez podríamos llamarlo, en términos más sociológicos, individualismo.  El autor es aún más explícito: “…aquí hay un concepto político: la soledad considerada como negación de la solidaridad, es un concepto político(ídem).  En esa frase, G. G. Márquez nos afirma claramente que no se refiere a la soledad como estado de ánimo o sentimiento, sino a la soledad como negación del otro, como indiferencia a las necesidades y problemas de los demás, como pretensión de autosuficiencia, como vivir encerrado en uno mismo; y, sobre todo, como construcción de una sociedad que no es solidaria.  El correlato político es claro: la soledadde los Buendía arrastra en su drama a su entorno, a la naturaleza y a la ciudad;  García Márquez lo dice claramente: la frustración de los Buendía proviene de su soledad, o sea, de su falta de solidaridad, la frustración de Macondo viene de ahí, y la frustración de todo, de todo, de todo(ídem).  Muchos han visto en ésto una crítica a la autosuficiencia del hombre moderno, y creo que es cierto en gran medida.  Creo también que hay algo más profundo aún que nos dice García Márquez: que cualquier intento social o político que no se construye con el reconocimiento del otro, que no es sensible a las necesidades del otro, en fin, que niega la solidaridad, es un proyecto condenado a la frustración, un proyecto que no tendrá “una segunda oportunidad sobre la tierra.

Inundación II.  Macondo, frustrada ciudad idílica, desaparece en un remolino de viento.  La Plata, ciudad laberíntica, se debate aún en el remolino de la inundación.  Pasamos rezando el puente de la 137 sobre el arroyo El Gato y alcanzamos el extremo Oeste de la ciudad.  El paisaje es dantesco: oscuridad absoluta, gritos y bocinas, multitud de autos atascados sobre la 32, cuadras totalmente anegadassolo el Estadio Único permanece encendido: su luz testaruda le pelea a la oscuridad de la noche, insuficiente sin embargo para la magnitud del drama.  En el Distribuidor un enjambre de autos huye a contramano de la ciudad, en una secuencia apocalíptica que no olvidaré nunca.  Del otro lado, los que no pueden salir o prefirieren esperar a que pare, se refugian en sus autos.  Para algunos, su auto será su tumba. 
En Villa Elvira el arroyo Maldonado se lleva casillas enteras.  La lluvia es culpable de la inundación, pero la desigualdad social es previa a la lluvia.  La vida precaria de los pobres los vuelve más vulnerables a todo, incluso a la indiferencia del Estado.  Los municipales recién se acordarán de este barrio dos días después, cuando aparezcan las cámaras.
En Villa Alba, Maxi ayuda a los vecinos a escapar del agua.  Sacará a decenas de ellos.  Maxi es moreno, robusto, de melena maradoniana, y habitualmente pide en la puerta de San Ponciano; pero esa noche se olvidará de sus carencias y estará sin dormir por ayudar a otros.
Como se cortó la luz y las comunicaciones no andan, muchos se enterarán recién al otro día de la catástrofe: saldrán a trabajar y encontrarán una ciudad sitiada.  Otros, en cambio, pasarán toda la noche precariamente refugiados y casi sin dormir.  Otros no verán el amanecer.

Mezquindad y heroísmo.  Al fondo de la diagonal 73 el sol levanta su luz tímida sobre la ciudad, pero el nuevo día no termina de quitarse de encima la noche anterior.  La ciudad es un caos.  Los mecanismos del Estado, en todas sus formas, están ausentes.  El amiguismo y el acomodo, versión aparentemente inocua de la corrupción, muestran en la mañana triste su cara más cruda, su consecuencia mortal de insensatez e inoperancia.  La mayoría de los muertos murieron abandonados.  En la tele el gobernador se prepara para un discurso de ocasión, sabe que tiene que salir a hablar, pero no sabe qué decir: su capital está inundada y llena de muertos; y, lo peor, sin asistencia efectiva del gobierno.  Los asesores de siempre, confidentes de la mezquindad, le recomiendan que reconozca que hay muertos (para no quedar en orsai) pero que no diga cuántos. Él duda: al fin y al cabo algún principio le queda, o al menos eso cree.  Los asesores insisten: no conviene dar la cifra impresionante que conocen para no alarmar a la población y generar pániconadie quiere eso…  (la peor mentira siempre es la que se cree necesaria y pretende ser un bien para el engañado).  El gobernador al fin cede al argumento de los mezquinos y sale en TV minimizando las víctimas.  Se arrepentirá toda la vida de ésto.  El día apenas acaba de comenzar.
Mientras el Estado se esfuerza más por ocultar sus miserias que por cuidar a la gente, de a poco un ejército silencioso de vecinos comienza a organizar la ayuda.  Crece como una marea más grande que la misma inundación, más impetuosa, y lentamente colma las instituciones y las iglesias.  En su mayoría jóvenes, se vuelven los protagonistas de la jornada: se multiplican en cadenas humanas, en incursiones para rescatar gente o para llevar ayuda, en detectar necesidadesA medida que los medios de comunicación se hacen eco, el drama conmueve al país y las donaciones llegan desde todos lados.  Los días se hacen eternos trabajando desde la primera hora hasta la madrugada.  En el Banco de Alimentos se descargan enormes camiones que llegan de Buenos Aires, y se reparte la mercadería en autos y camionetas particulares.  A veces los voluntarios llegan a destino, otras veces son desvalijados en el camino por barras o punteros políticos que acaparan la mercadería.  En Caritas San José no hay descanso: a toda hora se asiste a familias y se revisa, centro por centro, la enorme red de solidaridad que se teje para que ningún barrio quede sin ayuda.  No importa el color político o religioso: todos reciben lo que precisan; y si no hay, se consigue.  En Tolosa la Cruz Roja multiplica brazos y esfuerzos, y en todas las parroquias y clubes sucede lo mismo.  A medida que pasan los días la ayuda crece, y la gente común le da al poder una lección silenciosa pero inolvidable.
En el Pasaje Dardo Rocha en cambio se concentra la solidaridad oficial.  Tratan de borrar el papelón de haber mentido descaradamente, en una red social, cuando afirmaron que el intendente estaba ayudando y en realidad estaba de viaje.  Allí sí hay camiones en abundancia y custodia policial.  Lo mismo sucede en los centros culturales y barriales subsidiados por el Estado, sea municipal o provincial.  La discriminación es evidente.  La ayuda será enviada, pero a los punteros de siempre.  En algunos lugares se obliga a usar una pechera partidaria para colaborar.  Sucede que algunas personas o grupos se consideran los herederos del compromiso social y solidario en la Argentina, y parece que cualquier intento fuera de ellos no es válidoes el monopolio de la solidaridad.  Se ve en los intentos de algunos de aparecer como los únicos en ayudar; se ve en los grupos partidarios que copan la parada, por las buenas o por las malas; se ve en la solidaridad con bombos y platillos de los canales oficiales… Esto no es exclusivo de grupos políticos: en algunas parroquias hay grupos o personas que, acostumbrados a manejarse como si fueran los dueños, pretenden manejar la situación según sus criterios y urgencias, llevando adelante una solidaridad caudillista y personalista que, lejos de colaborar en la compleja labor de asistencia, termina disgregando la ayuda y malogrando la correcta distribución.  No dudo de las buenas intenciones de nadie, pero pienso nuevamente en el genial libro de García Márquez: no se puede ser un solidario solitario(o viceversa).  La persona o grupo que pretende ser solidario en solitario”, en realidad no hace más que expresar su soberbia y su pretensión de parecer mejor que el resto.  Porque la solidaridad es una expresión de sensibilidad social y comunitaria más allá de las diferencias.  Cuando pase el tiempo y se alejen las cámaras, sólo los verdaderos comprometidos quedarán trabajando; el monopolio de la solidaridad se esfumará y las pecheras naranjas dejarán de ayudar para volver a poner multas en las calles.
En Caritas San José, Esteban va y viene frenéticamente.  Lleva órdenes de envío desde la organización central a la puerta, y vuelve corriendo con nuevas necesidades.  Ese día todo está desbocado y no entiende aún por qué.  Entra al salón de los organizadores a los empujones, llega a la mesa de trabajo abriéndose paso sin mucha elegancia y, junto a la mesa, choca bruscamente sin querer a una señora que estaba de espaldas.  Se hace un silencio que no entiende; él, levanta la vista: acaba de chocar con la Presidenta de la Nación.  Esteban intenta una disculpa, pero ella contesta: No importa, estabas trabajando.  Esteban extiende sobre la mesa el nuevo mapa de necesidades, y ella se inclina para mirar: por primera vez en mucho tiempo la Presidenta   disfruta lo que hace.  Ella lo sabe bien: siempre le gustó más la trinchera que los escritorios, y por un momento lamentará tener que codearse cotidianamente con burócratas egoístas y mediocres que solo miran su ombligo.  No puede creer cómo, a algunos de los suyos, se les escapa la tortuga tan fácilmente...  Los retará, en público y en privado, pero la suerte está echada.  La política, una vez más, impondrá indefectible su danza mezquina de presiones e intereses y marcará el compás de los meses siguientes en los cuales, cuando las aguas bajen, parecerá que nada ha sucedido. Otra vez, muchos dirigentes preferirán sus alianzas de poder a la justicia, sus compromisos partidarios a su compromiso con el pueblo, la mezquindad al heroísmo.
Para la gente común la batalla es otra y no importa el brillo de las cámaras: cuando éstas se apagan, ellos siguen igual trabajando hasta altas horas de la noche.  La solidaridad de la gente mantiene, en medio de la tempestad, una llama encendida de esperanza.

Muertos.  Todos lo oímos, todos lo percibimos, en los barrios, en los comentarios boca a boca, en los susurros temerosos de los testigosdecenas de muertos, cientos, escondidos en la morgue, o flotando en la ribera del río, o arrastrados sin misericordia por el arroyo, gritando en la penumbra, sin documentos que prueben su existencia, o con certificados falseados para encubrirlosLos supuestos testigos eran gente creíble, los relatos consistentes, las ausencias en las listas oficiales notoriasy sin embargo no se investigó seriamente desde el Ejecutivo.  La Justicia, en cambio, tuvo intentos encontrados que aún se debaten en su esquizofrenia legal.  Los reclamos de gobiernos limítrofes por sus ciudadanos supuestamente desaparecidos nunca encontró eco: si no tenían documentos, nunca existieronLa referencia a Cien años de soledadme resulta inevitable.  Recuerdo el episodio del tren de los muertos: hay una protesta sindical, el ejército reprime con balas, y luego carga los muertos en un tren para hacerlos desaparecer. José Arcadio Segundo es subido en el tren, inconciente, confundido con un cadáver; él se despierta, ve los cientos de muertos apilados(los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños…”) y salta.  Salta para escapar y regresar a Macondo, pero en el pueblo nadie le creerá y será tomado por loco.  Los paralelismos son increíbles.  El párrafo siguiente es una pintura cruel de nuestra realidad latinoamericana, tan acostumbrada a muertos que desaparecen y mentiras oficiales:
La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia…” (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad).

Solidaridad.  Según el compendio de Doctrina Social de la Iglesia, la Solidaridad es una virtud moral y un principio social.  Como virtud morales la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común(Compendio de DSI, 193).  Pero ante todo, afirma el compendio, debe captarseen su valor de principio social ordenador de las instituciones, según el cual las estructuras de pecadodeben ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad(ídem).  Creo que en relación al último aspecto tenemos, como sociedad, una gran deuda pendiente: no alcanza con compadecerse, o con ejercitar la solidaridad personal o grupal, hay que comprometerse para cambiar las estructuras opresivas que transforman a nuestra sociedad en algo intrínsecamente injusto.  El pensar que la solidaridad es algo propio de las ONGs es otra trampa del sistema para mantener sus desigualdades e injusticias, y para perpetuar los privilegios habituales y mezquinos.  Compadecernos de las desgracias, pero no comprometernos para cambiar las estructuras injustas que permiten esas desgracias, es una grave omisión.
En cuanto al primer punto (la Solidaridad como virtud moral) es innegable su presencia en multitud de conciudadanos nuestros, de toda edad, creencia y extracción social.  Esto es un motivo de esperanza: que en oposición al típico héroe solitariodel caudillismo personalista, podamos hablar, hoy, de innumerables y anónimos héroes solidarios; personas que en medio de la catástrofe sostuvieron, con su entrega y testimonio, la esperanza de los que sufren.

Conclusión.  A Dora la encontraron arrodillada junto a la puerta.  Tal vez intentó escapar y no pudotal vez rezaba…  Negro, su perro, sobrevivió porque pudo treparse a la mesa.  Al abuelo Jorge lo buscaron desesperadamente durante horas, pero al final se confirmó la más triste de las noticias.  A Josefina la vi unos días después: me mostró en el colegio unas fotos de su casa con más de dos metros de agua.  Un mes después fallecía de neumonía, como tantas otras personas que sufrieron fatalmente, en su salud, las consecuencias de la inundación.  Tenía apenas 16 años.  Nunca el Estado se esforzó por prevenir la crisis de salud que la catástrofe implicaba, como tampoco de blanquear su verdadero alcance.  Josefina jamás entrará en las estadísticas oficiales de las víctimas.  Maxi, héroe en Villa Alba, sigue trabajando con su carro.  Su familia aún pide en la puerta de San Ponciano, y no cobró ningún subsidio por la inundación.  Las desigualdades sociales, para él y para miles de argentinos, persisten, y son más constantes e intensas que la lluvia.  Sobre la ciudad, sin embargo, siguen lloviendo subsidios (siempre acaparados convenientemente), y espectáculos gratuitos, y robots destapa-cañerías… ¿Son espejismos, escapismos, o síntomas de nuestra indefectible condena a cien años de soledad?
Escribo para no olvidar.  Para canalizar el dolor y la bronca.  Y también para encender una esperanza, o un deseo: 100 años de solidaridad.  Quiero creer que la luz encendida en la catástrofe por esos miles de héroes solidarios nos puede salvar de la condena de Macondo.  Que si cien años de soledad son una condena, tal vez este año de solidaridad pueda ser el comienzo de una bendición para las generaciones futuras.  Tal vez, así, tengamos una segunda oportunidad sobre la tierra.



[1] En “El habitus de García Márquez”, Orlando Araújo Fontalvo, Magíster en Literatura Hispanoamericana, Instituto Caro y Cuervo.

1 comentario:

  1. Escritura muy profunda y de muy alto nivel. Excelente!

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