Desde su vocación tan especial de Madre del Salvador, que
pudo haberla hecho sentir “sola” entre las mujeres, la vida de María es ejemplo
de solidaridad con todo el género humano.
Por Nora Pflüger
Mucha imaginación
ha corrido, en teólogos y novelistas, sobre la posible sensación de “soledad”
de María, la Madre de Jesús, después de que el Ángel le anunciara que había
sido elegida para dar a luz al Salvador del mundo, en condiciones
indudablemente extraordinarias. Más de uno se ha preguntado si no se habrá
sentido extrañamente distante de las otras mujeres, alejada de sus parientes y
amigas, como una chica “rara” y distinta…
Es verdad que
María debió experimentar la soledad que puede sentir una joven sencilla a quien
Dios llama, de pronto, a una misión irrepetible y excepcional. Pero esta
soledad suya no fue aislamiento, sino interioridad, unión con Dios, conciencia
profunda de su destino.
Fue hace años, en
un librito del sacerdote trapense Bernardo Olivera, llamado “Catecismo mariano
contemplativo”, que encontré por primera vez la expresión “soledad solidaria”,
referida a María. Decía el autor: “María es relación con Dios hacia los
hombres, su soledad es el rostro interior de su solidaridad, su soledad es solidaria”.
Entre los pocos
–pero significativos- episodios que la Madre de Jesús protagoniza en el
Evangelio, hay uno que me impresiona profundamente: “En aquellos días María
partió y fue presurosa a un pueblo de las montañas de Judá. Entró en la
casa de Zacarías y saludó a Isabel” (Lucas 1, 39-40).
Imaginemos la
circunstancia: María acaba de enterarse de su elección para ser Madre del Señor
y al mismo tiempo, ha recibido la noticia del embarazo de Isabel, su prima ya
mayor, a quien se pensaba incapaz, por
su edad, de concebir un hijo, y que estaba “en su sexto mes”. Y María no se
encierra ni un instante en ella misma: al contrario, se pone de inmediato
en camino para ir a atender a su prima, que seguramente necesitará ayuda.
Cuando Isabel
saluda a María como la Bienaventurada, Ella entona un canto de alabanza a Dios
(el Magnificat), en el que expresa sin ninguna duda su solidaridad con los
pobres y con su pueblo: “exaltó a los humildes” (Lucas 1, 52), “se acordó de
Israel… de Abraham y de su descendencia para siempre” (Lucas 1, 54-55).
Aunque este
episodio se conoce en la tradición cristiana como la Visitación, María no se
queda sólo de visita una tarde: San Lucas, médico de profesión, señala que
permaneció con su prima “tres meses”, es decir, todo lo que faltaba para que
naciera el niño que Isabel esperaba, y que recién entonces “se volvió a su
casa” (Lucas 1, 56).
Consideremos qué
profunda tiene que haber sido la unión entre Isabel y María durante esos tres
meses, a pesar de que cada una estaba de algún modo sola con su propia misión
única e intransferible. María sería la Madre del Redentor; Isabel, la de Juan
el Bautista, el Precursor de Jesús. Pero ambas estaban hermanadas en una
maternidad que no podría jamás quedarse en los límites de una ternura egoísta,
sino que debía abrirse a la generosidad y al servicio a todos los hombres.
También nosotros,
cuando nos sintamos solos bajo el peso de nuestra vocación, de nuestras
decisiones, de nuestras responsabilidades, entendamos que esos dones y
compromisos se nos han dado para bien de todos y sepamos abrirnos a los demás,
en “soledad solidaria”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario