sábado, 15 de marzo de 2014

MARÍA: SOLEDAD Y SOLIDARIDAD

Desde su vocación tan especial de Madre del Salvador, que pudo haberla hecho sentir “sola” entre las mujeres, la vida de María es ejemplo de solidaridad con todo el género humano.

Por  Nora Pflüger

Mucha imaginación ha corrido, en teólogos y novelistas, sobre la posible sensación de “soledad” de María, la Madre de Jesús, después de que el Ángel le anunciara que había sido elegida para dar a luz al Salvador del mundo, en condiciones indudablemente extraordinarias. Más de uno se ha preguntado si no se habrá sentido extrañamente distante de las otras mujeres, alejada de sus parientes y amigas, como una chica “rara” y distinta…

Es verdad que María debió experimentar la soledad que puede sentir una joven sencilla a quien Dios llama, de pronto, a una misión irrepetible y excepcional. Pero esta soledad suya no fue aislamiento, sino interioridad, unión con Dios, conciencia profunda de su destino.


Fue hace años, en un librito del sacerdote trapense Bernardo Olivera, llamado “Catecismo mariano contemplativo”, que encontré por primera vez la expresión “soledad solidaria”, referida a María. Decía el autor: “María es relación con Dios hacia los hombres, su soledad es el rostro interior de su solidaridad, su soledad es solidaria”.


Entre los pocos –pero significativos- episodios que la Madre de Jesús protagoniza en el Evangelio, hay uno que me impresiona profundamente: “En aquellos días María partió y fue presurosa a un pueblo de las montañas de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel” (Lucas 1, 39-40).

Subrayo lo de “presurosa”. Porque no se trata de una prisa ocasionada por ansiedad.

Imaginemos la circunstancia: María acaba de enterarse de su elección para ser Madre del Señor y al mismo tiempo, ha recibido la noticia del embarazo de Isabel, su prima ya mayor, a quien se pensaba  incapaz, por su edad, de concebir un hijo, y que  estaba “en su sexto mes”. Y María no se encierra ni un instante en ella misma: al contrario, se pone de inmediato en camino para ir a atender a su prima, que seguramente necesitará ayuda.

Cuando Isabel saluda a María como la Bienaventurada, Ella entona un canto de alabanza a Dios (el Magnificat), en el que expresa sin ninguna duda su solidaridad con los pobres y con su pueblo: “exaltó a los humildes” (Lucas 1, 52), “se acordó de Israel… de Abraham y de su descendencia para siempre” (Lucas 1, 54-55).

Aunque este episodio se conoce en la tradición cristiana como la Visitación, María no se queda sólo de visita una tarde: San Lucas, médico de profesión, señala que permaneció con su prima “tres meses”, es decir, todo lo que faltaba para que naciera el niño que Isabel esperaba, y que recién entonces “se volvió a su casa” (Lucas 1, 56).

Consideremos qué profunda tiene que haber sido la unión entre Isabel y María durante esos tres meses, a pesar de que cada una estaba de algún modo sola con su propia misión única e intransferible. María sería la Madre del Redentor; Isabel, la de Juan el Bautista, el Precursor de Jesús. Pero ambas estaban hermanadas en una maternidad que no podría jamás quedarse en los límites de una ternura egoísta, sino que debía abrirse a la generosidad y al servicio a todos los hombres.

También nosotros, cuando nos sintamos solos bajo el peso de nuestra vocación, de nuestras decisiones, de nuestras responsabilidades, entendamos que esos dones y compromisos se nos han dado para bien de todos y sepamos abrirnos a los demás, en “soledad solidaria”.

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