jueves, 20 de febrero de 2014

Elogio de los aburridos

Por Francisco Andres Flores

Mira los aburridos / con los pies deprimidos
(Calle 13, Cumbia de los aburridos)

La actual cultura que nos envuelve, confunde, muy amenudo, el sentimiento de alegría o de felicidad con algunas de sus posibles manifestaciones, como por ejemplo el baile, o la risa, o la fiesta.  Confunde también a éstas con la diversión, que no siempre es expresión de alegría.  Y a la diversión la identifica, casi sin alternativa, con el exceso.
La frase que encabeza el artículo no es muy académica, pero es clara al respecto: el que no baila no solo es aburrido, sino que padece también una especie de depresión que se manifiesta en sus miembros inferiores.  ¿Una nueva enfermedad para la medicina, quizás? ¿O tal vez una metáfora de poco vuelo? El resto de la letra no abunda en metáforas, y es bastante directa sobre lo que el autor considera divertido.  No esperen que recomiende la lectura de un libro, o el aprendizaje de algún instrumento, o la práctica de algún deporte.  El grupo Calle 13, que se esfuerza en autopresentarse como rebelde dentro de la cultura de masas, no hace más que replicar el mensaje hegemónico: el que no entra en el ritmo de los excesos y la desfachatez es aburrido, por lo tanto incapaz de alcanzar la diversión, que es lo que lleva a la felicidad prometida (obsérvese que la lógica del consumo plantea el camino en sentido inverso).  En términos musicales podemos decir que vivimos una especie de absolutización del ritmo: llevado a su más simple expresión, se impone fuerte y estridente sobre toda expresividad sonora, incluso sobre la voz humana, y no deja espacio más que para el baile (o, mejor dicho, para cierto tipo de baile).  Así los productos de la industria cultural marcan el ritmo de un consumo hipnótico e irreflexivo: uno entra en ese ritmo o pasa a engrosar el ejército de los aburridos e infelices.  El totalitarismo del ritmo se impone: el que no hace palmas…” dice otra famosa cumbia, cuya letra no voy a completar.

En este punto de la charla es donde aparece el discurso culturalmente correcto y relativista, la perdigonada progre y tolerante.  Vamos, vengan todos y suelten los galgos, ya sé lo que me van a decir: Eso porque a vos no te gusta bailar, o no te gusta la cumbia, pensás que tu forma de ver la cultura es mejor que la de otros, deberías respetar a los demás, si no te gusta no escuchés, es lo que más vende, o sea que le gusta a la mayoría, lo tenés que aceptar”… Las conozco de memoria: son sentencias de los libros sagrados de la mediocridad cultural imperante.  Una persona medianamente razonable fácilmente se confunde con ellas; y no es de extrañarse, tienen algo de verdad, salvo por un detalle: el problema no es que haya gente que le guste ese tipo de cultura; el problema es la absolutización de esa cultura.  Soy conciente de que hay gente que disfruta someterse durante horas a esas calamidades que llaman cumbia o reggaeton, y no pienso prohibirselos; pero yo prefiero un buen libro o una buena charla: ¿soy aburrido por eso?  Peor aún: ¿soy intolerante por decir que prefiero un libro o una buena charla a lo que, a mi entender, es una calamidad cultural?  Sin embargo esa calamidad nos abraza y nos sofoca, nos asalta desde las radios, los ringtones, los autos a todo volumen. sin posibilidad de elección.  Pero tengo otro punto que objetar a mis interlocutores tolerantes: eso que ellos creen que es la libre elección del espectador, o las estadísticas abrumadoras de lo que se supone que prefiere la gente, no es más que otro de los mecanismos del mercado para imponer sus productos o, mejor dicho, para imponer su visión de la sociedad; todo lo que piensan que es una expresividad válida de una cultura o de un sector social, lleva el sello de la sociedad de consumo que lo empaqueta y lo vende para autoperpetuarse.  Pero no tienen por qué creerme; aunque Guy Debord lo dijo mucho mejor: El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación (La sociedad del espectáculo, 1,3).  Para Debord Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos (Íd. 1,1);  el espectáculo, lejos de ser un conjunto de imágenes y sonidos, es una visión del mundo que se ha objetivado (Íd. 1,5):

El espectáculo, comprendido en su totalidad, es a la vez el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento al mundo real, su decoración añadida. Es el corazón del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de diversiones, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante. Es la afirmación omnipresente de la elección ya hecha en la producción y su consumo corolario. Forma y contenido del espectáculo son de modo idéntico la justificación total de las condiciones y de los fines del sistema existente. El espectáculo es también la presencia permanente de esta justificación, como ocupación de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna.(La sociedad del espectáculo 1, 6).

Pero retomemos el ritmo: la metáfora del absolutismo del ritmo en la música podría extenderse a muchos elementos de la cultura actual, en los cuales ciertas células de sentido básicas y repetitivas imponen una estructura homogénea y hegemónica de la cual es dificil escaparse, tanto para el espectador como para los artistas que quieren producir cosas originales.  Estamos en una etapa en la cual la repetición es más valorada que la modulación o el desvío, la reversión en cumbia más que la creatividad en el estilo que sea, la copia más que el original Como dijera Feuerbach: sin duda nuestro tiempo... prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser…” (Prefacio a la segunda edición de La esencia del cristianismo).  Continúa en el mismo fragmento: para nuestro mundo lo que es sagrado' no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad.  Esa sacralización de lo ilusorio es la base de esta cultura que se adora a sí misma y se autocontempla.  Un ejemplo claro de esto es la llamada onda retro o vintage:  no es una revalorización del pasado, o una reflexión cultural y sociológica sobre el paso del tiempo.  La moda retro no es más que la sociedad de consumo que se contempla a sí misma y se sueña eterna.  Podríamos decir que de alguna manera se engendra a sí misma; pero cada ciclo vital es más breve, y no hace más que mostrar su caducidad inevitable.  La cultura que se autocontempla se sacraliza, sacraliza su mundo, y condena como profano todo lo que no baila a su ritmo, lo que no viste a su moda, lo que no festeja a su manera, lo que no opina según su canon, lo que no comulga con su liturgia.  En esta sacralización sacrílega, los aburridos somos los herejes del ritmo; y los que no visten a la moda (o quienes cuyo cuerpo no encaja con la moda) son los cismáticos de la estética, pobre gente autoexcluida y condenada al fracaso sexual, laboral y social.
El escape al abismo del aburrimiento es la diversión.  No siempre es expresión de alegría, pero la sociedad de consumo vende diversiones como si fueran el camino a la felicidad, invirtiendo los términos del camino lógico.  Es una operación de marketing, pero también es una forma de control social y una estrategia para colonizar mercantilmente el tiempo libre: los que ya han sido incorporados al mercado en su tiempo laboral como trabajadores, son incorporados luego en su tiempo libre como consumidores.  La diversión, en los términos actuales, tiene poco de alegria y mucho de catarsis, de sublimación de frustraciones y sentimientos negativos, y por eso tal vez la tendencia que se observa a los excesos.  Parece más una válvula de escape de la presión del sistema que el camino a la felicidad prometido por el mismo.  Tampoco es, en general, la expresión de una alegría sincera y genuina.  Hay una especie de horror vacui mental, una especie de mentalidad implantada que hace que, cuando nuestra mente liberada se predispone al pensamiento, el microchip posmoderno grite “¡me aburro!, e inmediatamente entren en juego todas las posibilidades de diversión.  Las diversiones de la sociedad actual se preocupan particularmente de quitarnos ese aburrimiento: no el de la cola del banco (donde no se puede usar celulares), ni el de la parada del colectivo, sino ese que puede ser punto de partida de la intelectualidad humana, no sea que el ser humano piense y se despierte del sueño triste de la sociedad de consumo.  El espectáculo es el guardián de ese sueño (íd. 1,21).
La sociedad de consumo toca su cumbia, y todos, más o menos pataduras, bailamos a su ritmo.  Es una especie de danza macabra: el muerto lleva el compás, y todos lo seguimos sabiendo de la caducidad e ilusión del baile, pero prefiriendo el baile a la realidad misma.  Estas danzas se hacían en la baja Edad Media para recordar la inevitabilidad de la muerte, y con la sombra de la Peste Negra sobre Europa.  Aunque ahora no hay tal peste, igualmente el sistema sabe de sus crisis periódicas, de sus debacles que arrastran familias, ciudades y países, y nos convence de lo importante de festejar y disfrutar mientras se pueda.  Esta fiesta, sin embargo, no es para todos, y el sistema también se encarga de recordárnoslo: mejor estar en el baile que solo mirar de afuera Aquí es donde parte de la sociedad se vuelve cómplice de las injusticias, y pudiendo aprender a compartir, pudiendo mirar la realidad de las cosas, prefiere voltear la cabeza hacia otro lado e ignorar a los excluidos.  La sociedad que se divierte para aturdirse es una sociedad estúpida, condenada a ser manipulada; pero la sociedad que se divierte ignorando a los que sufren o, peor aún, a costa de los que sufren, es una sociedad injusta, y está condenada a desintegrarse. 


Mientras sigue la cumbia macabra de la sociedad de consumo, celebro a los aburridos que ignoran su ritmo, a los que se alegran compartiendo y no con la estridencia egoísta del desenfreno, a los que se divierten no para aturdirse sino para despertarse a los herejes del sistema que, al menos por un rato, se sumergen en el aburrimiento de apagar la tele y el celu y se olvidan de su placer y conveniencias para pensar en el prójimo.

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