¿Por qué tenemos que tener
buena onda todo el tiempo? ¿Qué es lo malo de estar tristes? Nos vendieron que
mejor es evadir porque también nos vendieron las maneras de hacerlo.
Por Cecilia López Puertas
la tarea
de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo,
con la
satisfacción perruna de que todo esté en su sitio,
la misma
mujer al lado, los mismos zapatos,
el mismo
sabor de la misma pasta dentífrica,
la misma
tristeza de las casas de enfrente”
(Extracto de “Introducción al Manual de
instrucciones”, de Julio Cortázar)
No
sé qué tan mala sea la
Coca-Cola , por ahí dicen que la usan los mecánicos para
aflojar tornillos así que seguramente al organismo de uno le resulte algo
malísimo… como sea, lo cierto es que a la hora de vender Coca-Cola los
publicistas se las han arreglado para promocionarla vinculándola con cualquier
cosa que no tenga que ver con la alimentación. Desde la familia hasta la
música, en fin… recursos del capitalismo y punto. Hasta ahí no me llamaba la atención,
pero el año pasado lanzaron una campaña que hizo que me hirviera la sangre… “Tomá Coca-Cola, destapa felicidad”.
¿Se
puede vender la felicidad? Nos dijeron que sí. Nos dijeron que en el mundo
actual tenemos que ser felices, desesperadamente felices. Tenemos que tener un
trabajo exitoso, una familia linda y armoniosa, una actitud desenfadada, un
cuerpo cuidado y joven, estilo en cada par de zapatillas que elegimos y además
la sonrisa el 100% del tiempo dibujada en la cara porque si no le arruinamos el
día a otro y eso no es de buen compañero… Venimos comprando con o sin
conciencia de ello, cantidad de recetas para la felicidad.
No
es tan raro que salgamos desesperados a tratar de ser felices con todas las
fuerzas en un mundo en el que, según la
OMS para el 2020 la depresión va a ser la segunda causa de
muerte y discapacidad, después de las cardiopatías.
Para
el psiquiatra y psicoanalista Luis Hornstein, el hombre actual sufre por no
querer sufrir. Lo que quiere es anestesia en la vida. Acusa al mundo que lo
rodea del dolor que sufre. Lo moral y la felicidad, antes enfrentadas, se
fusionan y pareciera que es inmoral no ser feliz. Por cualquier medio hay que
“tener onda”, ser divertidos. Lo que sumerge en la vergüenza a los que sufren.
Neil Postman analiza esta sociedad que llama “del
espectáculo” en el libro “Divertirse
hasta morir”, para él Georges Orwel, creador del clásico libro “1984” , planteaba el ejemplo de una opresión
externa que sobrevenía sobre los hombres y las mujeres, dejándolos a la vista
de la telepantalla desde la que el Gran Hermano vigila. En cambio Adouls Huxley,
pensó “Un Mundo Feliz” todavía más
perversamente, en ese mundo no hacía falta que nadie desde afuera oprimiera a
las personas. La propia realización de sus fantasías los llevaría a negarse a
sí mismos, a su propia autonomía. El soma,
la droga que quitaba los problemas a los habitantes del Mundo Feliz de Huxley,
lo hacía causando placer.
Entonces ¿Se puede comprar la felicidad? Ahora no tenemos soma, pero en cambio tenemos millones de
maneras de evadir sentirnos tristes, y no solamente tristes… Luis Hornstein
habla también del “aburrimiento” como una manifestación del sufrimiento.
Estamos bien solamente cuando hacemos algo, incluso cuando eso que hacemos sea
simplemente “descansar”. No podemos permitirnos no hacer nada. Por eso
necesitamos entretenernos y divertirnos como sea… no sólo la televisión,
el Candy
Crush o el comprar estupideces, nos anotarnos en veinticinco mil cursos, o
nos entregarnos al bricollage con devoción hasta que nos duelan las manos de
recortar pedacitos de tela. Necesitamos divertirnos porque si no nos aburrimos,
y si nos aburrimos entonces sufrimos porque pensamos en las pérdidas que
tuvimos, los familiares que no están, los trabajos que no nos entusiasman, la
juventud que no tenemos. Y nadie quiere pensar en eso.
Nos vendieron que mejor es evadir porque también nos
vendieron las maneras de hacerlo.
Quizá sea ese el problema del espectáculo. De nuestra sociedad de espectáculo, de esta necesidad
desopilante de divertirnos, de entretenernos, de distraernos. Y es que la línea
que divide lo genuino de lo aparatoso es muy delgada y se nos desdibuja todo el
tiempo. La depresión, en este contexto, es paradigmática en tanto se profundiza
esa falta de sentido que se respira y que intuimos hasta los más despistados.
En el libro “Las depresiones”
Hornstein habla del reduccionismo con el que se ha tratado (y se trata) la
depresión, como si no fuera más que “algo químico”, dice que es como suponer
que el talento o la criminalidad son exclusivamente químicos “soy
inteligente, pero no es más que algo químico’. ‘Me conmueven las sonatas de Mozart, pero no es mas que algo químico’. Todo en una persona es
meramente algo químico, si se quiere pensar en esos términos. El sol brilla, lo
cual también es meramente químico, así como es algo químico que las rocas sean
duras o que el mar sea salado.”
En una cultura en la que los lazos sociales se debilitan,
no nos muestran como éxitos más que a los individuales, las tradiciones se nos
presentan como retrógradas y hablar de valores sin usar ironía es hasta reaccionario;
parece difícil imaginarse un escenario en el que no acabemos todos pidiendo a
gritos un poco de soma. ¿Y después
qué? ¿Cada quien tomará su psicofármaco y el último que apague la luz? No es
raro que el soma tuviera efectos solamente cuando los habitantes dormían…
Frente a este mundo que nos quiere dormidos invoco a
Cortázar y propongo la tarea de ablandar el ladrillo. No se trata más que remar
contracorriente. Porque el quid
sigue siendo la libertad. Dejar atrás la comodidad de la somnolencia y
entrar en al mundo bien despiertos. Nada de lagañas. Permitirnos la tristeza y
el sufrimiento, permitirnos ser libres para estar alegres o no estarlo.
Permitirnos reir y llorar, sufrir cuando algo que no queremos ocurre y
reconciliarnos con cada instante de vida. Hace falta que salgamos a la calle y
veamos a los demás como verdaderos “otros” tan importantes, tan valiosos como
nosotros mismos. Hace falta rebelarse contra la locura del consumo y empezar a
disfrutar de las cosas más sencillas… una canción que nos llega al alma, la
sonrisa de un desconocido, el gusto del pan. Hace falta incluso estar alguna
vez de mal humor, caer y recaer, aprender.
Como a Cortázar, en “Hay
que ser realmente idiota para…” reconocernos verdaderos idiotas porque al
final cualquier cosa nos puede bastar para alegrarnos la vida. Él, casi como un
niño, descubría cómo le nacía el entusiasmo de un pato que nada por los lagos
del Bois de Boulogne… Decía que la idiotez debía ser eso: poder entusiasmarse
todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, una especie de presencia
y recomienzo constante.
Claro que no es fácil ser una idiota en un mundo que nos
pide justo lo contrario, no es fácil ser un idiota aplaudiendo o llorando,
bajando la guardia y empezando a confiar. O simplemente no haciendo nada y
estando en paz con eso. Uno podrá decir ¡Claro, total a él le salía fácil pero
hoy en día el mundo es más complejo! Yo digo que no, digo que es ir encontrándole
la vuelta a algunas cosas y lo bueno de la literatura en general (y de Julio
Cortázar en particular) es que nos dejó algunas instrucciones
“…Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual
todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo
cotidiano…
…Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo
empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel
de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse
sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando
avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa
minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida
mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina…”.
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