sábado, 22 de febrero de 2014

La tarea de ablandar el ladrillo

¿Por qué tenemos que tener buena onda todo el tiempo? ¿Qué es lo malo de estar tristes? Nos vendieron que mejor es evadir porque también nos vendieron las maneras de hacerlo.

Por Cecilia López Puertas

"La tarea de ablandar el ladrillo todos los días,
la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo,
con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio,
la misma mujer al lado, los mismos zapatos,
el mismo sabor de la misma pasta dentífrica,
la misma tristeza de las casas de enfrente”

(Extracto de “Introducción al Manual de instrucciones”, de Julio Cortázar)


No sé qué tan mala sea la Coca-Cola, por ahí dicen que la usan los mecánicos para aflojar tornillos así que seguramente al organismo de uno le resulte algo malísimo… como sea, lo cierto es que a la hora de vender Coca-Cola los publicistas se las han arreglado para promocionarla vinculándola con cualquier cosa que no tenga que ver con la alimentación. Desde la familia hasta la música, en fin… recursos del capitalismo y punto. Hasta ahí no me llamaba la atención, pero el año pasado lanzaron una campaña que hizo que me hirviera la sangre… “Tomá Coca-Cola, destapa felicidad”.

¿Se puede vender la felicidad? Nos dijeron que sí. Nos dijeron que en el mundo actual tenemos que ser felices, desesperadamente felices. Tenemos que tener un trabajo exitoso, una familia linda y armoniosa, una actitud desenfadada, un cuerpo cuidado y joven, estilo en cada par de zapatillas que elegimos y además la sonrisa el 100% del tiempo dibujada en la cara porque si no le arruinamos el día a otro y eso no es de buen compañero… Venimos comprando con o sin conciencia de ello, cantidad de recetas para la felicidad.
No es tan raro que salgamos desesperados a tratar de ser felices con todas las fuerzas en un mundo en el que, según la OMS para el 2020 la depresión va a ser la segunda causa de muerte y discapacidad, después de las cardiopatías.

Para el psiquiatra y psicoanalista Luis Hornstein, el hombre actual sufre por no querer sufrir. Lo que quiere es anestesia en la vida. Acusa al mundo que lo rodea del dolor que sufre. Lo moral y la felicidad, antes enfrentadas, se fusionan y pareciera que es inmoral no ser feliz. Por cualquier medio hay que “tener onda”, ser divertidos. Lo que sumerge en la vergüenza a los que sufren.

Neil Postman analiza esta sociedad que llama “del espectáculo” en el libro “Divertirse hasta morir”, para él Georges Orwel, creador del clásico libro 1984”, planteaba el ejemplo de una opresión externa que sobrevenía sobre los hombres y las mujeres, dejándolos a la vista de la telepantalla desde la que el Gran Hermano vigila. En cambio Adouls Huxley, pensó “Un Mundo Feliz” todavía más perversamente, en ese mundo no hacía falta que nadie desde afuera oprimiera a las personas. La propia realización de sus fantasías los llevaría a negarse a sí mismos, a su propia autonomía. El soma, la droga que quitaba los problemas a los habitantes del Mundo Feliz de Huxley, lo hacía causando placer.

Entonces ¿Se puede comprar la felicidad? Ahora no tenemos soma, pero en cambio tenemos millones de maneras de evadir sentirnos tristes, y no solamente tristes… Luis Hornstein habla también del “aburrimiento” como una manifestación del sufrimiento. Estamos bien solamente cuando hacemos algo, incluso cuando eso que hacemos sea simplemente “descansar”. No podemos permitirnos no hacer nada. Por eso necesitamos entretenernos y divertirnos como sea… no sólo la televisión, el  Candy Crush o el comprar estupideces, nos anotarnos en veinticinco mil cursos, o nos entregarnos al bricollage con devoción hasta que nos duelan las manos de recortar pedacitos de tela. Necesitamos divertirnos porque si no nos aburrimos, y si nos aburrimos entonces sufrimos porque pensamos en las pérdidas que tuvimos, los familiares que no están, los trabajos que no nos entusiasman, la juventud que no tenemos. Y nadie quiere pensar en eso.

Nos vendieron que mejor es evadir porque también nos vendieron las maneras de hacerlo.

Quizá sea ese el problema del espectáculo. De nuestra sociedad de espectáculo, de esta necesidad desopilante de divertirnos, de entretenernos, de distraernos. Y es que la línea que divide lo genuino de lo aparatoso es muy delgada y se nos desdibuja todo el tiempo. La depresión, en este contexto, es paradigmática en tanto se profundiza esa falta de sentido que se respira y que intuimos hasta los más despistados. En el libro “Las depresiones” Hornstein habla del reduccionismo con el que se ha tratado (y se trata) la depresión, como si no fuera más que “algo químico”, dice que es como suponer que el talento o la criminalidad son exclusivamente químicos “soy inteligente, pero no es más que algo químico’. ‘Me conmueven las sonatas de Mozart, pero no es mas que algo químico’. Todo en una persona es meramente algo químico, si se quiere pensar en esos términos. El sol brilla, lo cual también es meramente químico, así como es algo químico que las rocas sean duras o que el mar sea salado.”

En una cultura en la que los lazos sociales se debilitan, no nos muestran como éxitos más que a los individuales, las tradiciones se nos presentan como retrógradas y hablar de valores sin usar ironía es hasta reaccionario; parece difícil imaginarse un escenario en el que no acabemos todos pidiendo a gritos un poco de soma. ¿Y después qué? ¿Cada quien tomará su psicofármaco y el último que apague la luz? No es raro que el soma tuviera efectos solamente cuando los habitantes dormían…

Frente a este mundo que nos quiere dormidos invoco a Cortázar y propongo la tarea de ablandar el ladrillo. No se trata más que remar contracorriente. Porque el quid sigue siendo la libertad. Dejar atrás la comodidad de la somnolencia y entrar en al mundo bien despiertos. Nada de lagañas. Permitirnos la tristeza y el sufrimiento, permitirnos ser libres para estar alegres o no estarlo. Permitirnos reir y llorar, sufrir cuando algo que no queremos ocurre y reconciliarnos con cada instante de vida. Hace falta que salgamos a la calle y veamos a los demás como verdaderos “otros” tan importantes, tan valiosos como nosotros mismos. Hace falta rebelarse contra la locura del consumo y empezar a disfrutar de las cosas más sencillas… una canción que nos llega al alma, la sonrisa de un desconocido, el gusto del pan. Hace falta incluso estar alguna vez de mal humor, caer y recaer, aprender.

Como a Cortázar, en “Hay que ser realmente idiota para…” reconocernos verdaderos idiotas porque al final cualquier cosa nos puede bastar para alegrarnos la vida. Él, casi como un niño, descubría cómo le nacía el entusiasmo de un pato que nada por los lagos del Bois de Boulogne… Decía que la idiotez debía ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, una especie de presencia y recomienzo constante.

Claro que no es fácil ser una idiota en un mundo que nos pide justo lo contrario, no es fácil ser un idiota aplaudiendo o llorando, bajando la guardia y empezando a confiar. O simplemente no haciendo nada y estando en paz con eso. Uno podrá decir ¡Claro, total a él le salía fácil pero hoy en día el mundo es más complejo! Yo digo que no, digo que es ir encontrándole la vuelta a algunas cosas y lo bueno de la literatura en general (y de Julio Cortázar en particular) es que nos dejó algunas instrucciones

“…Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano…

…Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina…”.

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