sábado, 22 de febrero de 2014

Una atmósfera de alegría

¡Estar alegre, con los tiempos que corren! ¿Será una ilusión, un esfuerzo personal, o un logro que depende de todos?

Por  Nora Pflüger

Los santos y los sabios, desde que existe la humanidad, nos han exhortado a estar siempre alegres. La alegría es una profunda necesidad humana, primordial para la salud del cuerpo y del alma. Nuestra moderna sociedad economicista, conocedora de esta necesidad y atenta a la caza de clientes, nos ofrece todos los días alegrías falsas, a través de productos que nos prometen inmediata “felicidad” y que son promocionados por rostros bronceados y perfectos, como si estuvieran de veraneo todo el año.


Comencemos entonces por establecer lo que la alegría NO ES. Desde luego, no es el goce sin esfuerzo, y menos todavía pura farra y perpetuo jolgorio. Ni la risita histérica de quien festeja cualquier cosa porque carece de opinión propia y sólo le interesa congraciarse  con todo el mundo. Tampoco es actuar como si nunca pasara nada malo. Porque hombres y mujeres hay que llevan plantada en la cara una sonrisa rígida, enigmática, que no se sabe si es de disgusto o de placer, porque para ellos “está todo bien”, y después nos enteramos de que sufren una depresión, o alguna enfermedad producida por tensiones… y entonces no estaba todo bien, ESTABA TODO MAL, pero él, o ella, nunca nos dijo lo que realmente le sucedía.

La auténtica alegría –esa íntima satisfacción del ánimo que resulta de poseer y también compartir un bien verdadero- está muy relacionada con la paz del corazón y surge de la confianza en Dios y la entrega desinteresada al prójimo. “Les doy mi paz”, nos dice Jesús (Juan 14,27), y agrega, unas páginas más adelante, en el mismo clima del Evangelio: “Nadie podrá quitarles esa alegría” (Juan 16,22).

El que sabe estar alegre disfruta con el éxito y con la felicidad de los otros. No por nada la envidia (a mi modo de ver, la peor de las malas pasiones) se define como la “tristeza por el bien ajeno”, y es incompatible con la caridad.

Claro, que para desarrollar la alegría y conservarla, hay que contar con un ámbito propicio, así como para que nazcan y crezcan hermosas plantas se precisa un lugar donde cultivar un jardín. La alegría, gracias a Dios, es de por sí actitud contagiosa, pero requiere de una “atmósfera” (según el diccionario, del griego “atmós” –aire- y “sphaira” –esfera-: el espacio que necesitamos para respirar). Por eso, mucho tiene que ver aquí la comunidad a la que pertenezcamos. Cualquier persona sensible, de sólo entrar en una casa o participar por primera vez en un grupo, siente en la piel si allí se “respira” la alegría. 

Pero existe otra condición: la humildad. Porque no siempre estamos en nuestra mejor forma, y es sano admitirlo, y es sano también pedir auxilio. Todos pasamos en la vida por momentos oscuros. En esas situaciones, debemos tener la sencillez y la valentía de reconocer que una cuota de desánimo también es humana y confiar a alguien lo que nos ocurre. La tristeza huele a cuarto cerrado. Hay que abrir las ventanas. Sólo así recibiremos el socorro necesario. Y contribuiremos a tejer una red solidaria de “buen ánimo” que sólo puede tenderse si nos ayudamos unos a otros.

El estar alegre –disposición interior que es al mismo tiempo regalo de Dios y esfuerzo personal-, se fortalece cuando se comparte. Necesitamos construir familias, grupos de amigos, instituciones, donde el tono afectivo, a pesar de los problemas, sea el de mantener alto el espíritu e irradiar la alegría.

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