sábado, 20 de diciembre de 2014

REENCARNACIÓN… ¿ME QUIEREN DECIR PARA QUÉ?



 Nora Pflüger

“Apenas nacemos, y ya nos ponemos a llorar por haber tenido que venir a habitar en este inmenso teatro de locos.”

                                          William Shakespeare



  Cuando era chica, en un acto de desobediencia, tomé de la biblioteca de mi abuelo un libro cuyo título me intrigaba: “La tragedia de  Bridey Murphy”.  Trataba del famosísimo caso en el que un experimentador del hipnotismo, Morey Bernstein, lograba, trance hipnótico mediante, hacer “regresar” con la memoria a una joven norteamericana del siglo XX a una “existencia anterior” en la Irlanda del siglo XIX.

  La historia, que se difundió en el mundo a través de artículos y películas, instaló en la mentalidad occidental la idea de que esas “memorias” fragmentarias y residuales que todos tenemos, sobre todo de niños,
y sobre las que la ciencia no ha dicho aún la última palabra, deben ser atribuidas a la reencarnación. Hizo el efecto de una bomba,

  A mí, el único efecto que me hizo fue ponerme todos los pelos de punta y tener pesadillas durante un mes, además de no poder pasar durante mucho tiempo cerca de la biblioteca donde estaba el asqueroso libro.

  Se entiende por “reencarnación” un proceso a través del cual cada ser humano atraviesa  una serie de vidas con el objetivo de crecer espiritualmente y desarrollar el alma. Es un antiguo concepto de Oriente, sobre todo de la India, y procede de una cultura muy diferente de la nuestra. La difusión del tema que se ha hecho y se hace en Occidente, además de estar sacada de contexto, suele ignorar el significado religioso y moral que esa creencia tiene en su origen, y lo convierte en una mezcla de parapsicología, sensacionalismo y espiritismo, que más confunden que ayudan a nuestra evolución.

  La misma historia de Bridey Murphy está contada con la intención de impresionar, y tengo que admitir que me dejó muchas dudas angustiosas, que han vuelto a aflorar en momentos de crisis. Dudas de ésas que no aportan nada al progreso espiritual.

  Pensemos que mientras  los hindúes –y gran parte de los budistas, en cuanto se inspiran en el hinduismo- consideran a la reencarnación como la oportunidad de limar defectos y reparar por el daño que hayan podido cometer en una vida anterior… ¿para qué buscamos los occidentales, al margen de la curiosidad, conocer  nuestras vidas pasadas? En muchos casos, nos mueve la ilusión de haber sido un personaje famoso, y nos decepcionamos grandemente cuando se nos informa que nuestra “vida anterior” fue más bien insípida.

¿Y para qué queremos en Occidente “reencarnarnos”, es decir, volver a vivir dentro de la dimensión terrenal?  Para la mayoría, el propósito no es hacer penitencia. Por el contrario, lo que deseamos es poder llevar una existencia más placentera que la anterior:   pasarla bien,  ser millonarios, o al menos,  tener seis meses al año de vacaciones, amores idílicos y una isla en el Mar Egeo.

  Pero “reencarnar”, en el sentido crudo de la palabra, es otra cosa. Es salir de nuevo a la intemperie como un gusano indefenso, usar pañales, no saber decir dónde nos duele, llorar como un gato arañado, aguantar padres y hermanos que no elegimos (aunque algunos reencarnacionistas nos porfíen que sí)… y en cuanto logramos enderezarnos sobre nuestras débiles patitas, ser encerrados en un “jardín” o un colegio donde la maestra puede ser buena y equilibrada como estar totalmente loca, volver a padecer después  las tormentas emocionales del crecimiento y de la adolescencia… y todo esto sin hablar de las enfermedades, la pobreza, las guerras, todo lo que nos puede tocar sufrir según el país y la época en que “renazcamos”.

  Para los orientales, la reencarnación es un proceso de purificación prolongado y doloroso.

  Edgar Cayce, el famoso “psíquico” norteamericano que, según dicen, diagnosticaba y recetaba sin haber estudiado Medicina, en estado hipnótico, y que dedicó parte de sus “sesiones” a la reencarnación, tuvo –aunque parezca mentira- algunas opiniones muy lúcidas sobre el tema. Decía Cayce: “Descubrir que sólo vivió, murió y fue enterrado bajo el cerezo del jardín de la abuela no lo hace mejor vecino, ciudadano, madre o padre. Sin embargo, saber que habló con crueldad y sufrió por ello y que en el presente puede corregir sus errores, es siempre alentador”. (Kevin Todeschi: “Edgar Cayce: Doce lecciones de espiritualidad).

  Digámoslo de una vez: las “nuevas vidas” tienen para la teoría de la reencarnación un sentido semejante a lo que los católicos llamamos el Purgatorio, sólo que el acento no está puesto, como para nuestra Iglesia, en el  Dios que salva, sino en la pura voluntad humana. Resulta interesante que Cayce, de origen cristiano evangélico y que no creía en la purificación temporal después de la muerte como lo enseña la Iglesia Católica, le haya atribuido tanto sentido moral al tema de las vidas sucesivas. Porque el asunto no tiene nada que ver con  tostarse en el Caribe ni con navegar por las costas de Grecia. Es un aprendizaje largo, durísimo, que al no contar con el auxilio de la gracia de Dios (noción que prácticamente no existe fuera de la Revelación judeocristiana), está supeditado únicamente a las fuerzas del hombre. Por eso dura tanto. Por eso no entra en su pensamiento (ni en el del  hinduismo, ni en el de Cayce, a pesar de haber sido declarativamente cristiano), la posibilidad de irse “directamente al Cielo”.

  Y esto ¿es deseable? Si desde el Bautismo tengo al Señor en mi alma y ya gozo del anticipo de la eternidad ¿qué ganas me pueden quedar, después de cerrar los ojos a este “teatro de locos”, de volver a aterrizar aquí? ¡Aquí! Si se tratara de otro planeta, pero…¡¡en éste!! 

   Dios mío, yo no pretendo resolver intelectualmente el dilema de una o muchas vidas. Supera mi capacidad. Y la duda y el miedo permanecerán en mí, a pesar de la fe, hasta que te vea cara a cara. Sólo te pido: así haya tenido antes mil vidas en la Tierra, que ésta, por favor, sea la última. Amén.