Nora Pflüger
“Apenas nacemos, y ya nos ponemos a llorar por haber tenido
que venir a habitar en este inmenso teatro de locos.”
William Shakespeare
Cuando era chica,
en un acto de desobediencia, tomé de la biblioteca de mi abuelo un libro cuyo
título me intrigaba: “La tragedia de Bridey Murphy”. Trataba del famosísimo caso en el que un
experimentador del hipnotismo, Morey Bernstein, lograba, trance hipnótico
mediante, hacer “regresar” con la memoria a una joven norteamericana del siglo
XX a una “existencia anterior” en la Irlanda del siglo XIX.
La historia, que se
difundió en el mundo a través de artículos y películas, instaló en la
mentalidad occidental la idea de que esas “memorias” fragmentarias y residuales
que todos tenemos, sobre todo de niños,
y sobre las que la ciencia no ha dicho aún la última palabra, deben ser atribuidas a la reencarnación. Hizo el efecto de una bomba,
y sobre las que la ciencia no ha dicho aún la última palabra, deben ser atribuidas a la reencarnación. Hizo el efecto de una bomba,
A mí, el único efecto
que me hizo fue ponerme todos los pelos de punta y tener pesadillas durante un
mes, además de no poder pasar durante mucho tiempo cerca de la biblioteca donde
estaba el asqueroso libro.
Se entiende por “reencarnación”
un proceso a través del cual cada ser humano atraviesa una serie de vidas con el objetivo de crecer
espiritualmente y desarrollar el alma. Es un antiguo concepto de Oriente, sobre
todo de la India, y procede de una cultura muy diferente de la nuestra. La
difusión del tema que se ha hecho y se hace en Occidente, además de estar
sacada de contexto, suele ignorar el significado religioso y moral que esa
creencia tiene en su origen, y lo convierte en una mezcla de parapsicología,
sensacionalismo y espiritismo, que más confunden que ayudan a nuestra
evolución.
La misma historia
de Bridey Murphy está contada con la intención de impresionar, y tengo que
admitir que me dejó muchas dudas angustiosas, que han vuelto a aflorar en
momentos de crisis. Dudas de ésas que no aportan nada al progreso espiritual.
Pensemos que
mientras los hindúes –y gran parte de
los budistas, en cuanto se inspiran en el hinduismo- consideran a la
reencarnación como la oportunidad de limar defectos y reparar por el daño que
hayan podido cometer en una vida anterior… ¿para qué buscamos los occidentales,
al margen de la curiosidad, conocer nuestras
vidas pasadas? En muchos casos, nos mueve la ilusión de haber sido un personaje
famoso, y nos decepcionamos grandemente cuando se nos informa que nuestra “vida
anterior” fue más bien insípida.
¿Y para qué queremos en Occidente “reencarnarnos”, es
decir, volver a vivir dentro de la dimensión terrenal? Para la mayoría, el propósito no es hacer
penitencia. Por el contrario, lo que deseamos es poder llevar una existencia
más placentera que la anterior: pasarla bien, ser millonarios, o al menos, tener seis meses al año de vacaciones, amores
idílicos y una isla en el Mar Egeo.
Pero “reencarnar”,
en el sentido crudo de la palabra, es otra cosa. Es salir de nuevo a la
intemperie como un gusano indefenso, usar pañales, no saber decir dónde nos
duele, llorar como un gato arañado, aguantar padres y hermanos que no elegimos
(aunque algunos reencarnacionistas nos porfíen que sí)… y en cuanto logramos
enderezarnos sobre nuestras débiles patitas, ser encerrados en un “jardín” o un
colegio donde la maestra puede ser buena y equilibrada como estar totalmente
loca, volver a padecer después las
tormentas emocionales del crecimiento y de la adolescencia… y todo esto sin
hablar de las enfermedades, la pobreza, las guerras, todo lo que nos puede
tocar sufrir según el país y la época en que “renazcamos”.
Para los
orientales, la reencarnación es un proceso de purificación prolongado y
doloroso.
Edgar Cayce, el
famoso “psíquico” norteamericano que, según dicen, diagnosticaba y recetaba sin
haber estudiado Medicina, en estado hipnótico, y que dedicó parte de sus
“sesiones” a la reencarnación, tuvo –aunque parezca mentira- algunas opiniones
muy lúcidas sobre el tema. Decía Cayce: “Descubrir
que sólo vivió, murió y fue enterrado bajo el cerezo del jardín de la abuela no
lo hace mejor vecino, ciudadano, madre o padre. Sin embargo, saber que habló
con crueldad y sufrió por ello y que en el presente puede corregir sus errores,
es siempre alentador”. (Kevin Todeschi: “Edgar
Cayce: Doce lecciones de espiritualidad).
Digámoslo de una vez: las “nuevas vidas” tienen
para la teoría de la reencarnación un sentido semejante a lo que los católicos
llamamos el Purgatorio, sólo que el acento no está puesto, como para nuestra
Iglesia, en el Dios que salva, sino en
la pura voluntad humana. Resulta interesante que Cayce, de origen cristiano
evangélico y que no creía en la purificación temporal después de la muerte como
lo enseña la Iglesia Católica, le haya atribuido tanto sentido moral al tema de
las vidas sucesivas. Porque el asunto no tiene nada que ver con tostarse en el Caribe ni con navegar por las
costas de Grecia. Es un aprendizaje largo, durísimo, que al no contar con el
auxilio de la gracia de Dios (noción que prácticamente no existe fuera de la
Revelación judeocristiana), está supeditado únicamente a las fuerzas del
hombre. Por eso dura tanto. Por eso no entra en su pensamiento (ni en el del hinduismo, ni en el de Cayce, a pesar de haber
sido declarativamente cristiano), la posibilidad de irse “directamente al
Cielo”.
Y esto ¿es
deseable? Si desde el Bautismo tengo al Señor en mi alma y ya gozo del anticipo
de la eternidad ¿qué ganas me pueden quedar, después de cerrar los ojos a este
“teatro de locos”, de volver a aterrizar aquí? ¡Aquí! Si se tratara de otro
planeta, pero…¡¡en éste!!
Dios mío, yo no pretendo resolver
intelectualmente el dilema de una o muchas vidas. Supera mi capacidad. Y la
duda y el miedo permanecerán en mí, a pesar de la fe, hasta que te vea cara a
cara. Sólo te pido: así haya tenido antes mil vidas en la Tierra, que ésta, por
favor, sea la última. Amén.