Hace un tiempo, una catequista que estaba al
frente de un curso de chicos con
síndrome de Down, en el intento de que sus alumnos no se sintieran distintos
del resto de los adolescentes, les hizo mirar un video en el que un grupo de
rock de segunda línea enloquecía a sus “fans” con aullidos que semejaban música
y letras ininteligibles. Los jóvenes contemplaron en silencio el espectáculo y
al finalizar, uno de ellos comentó con ironía: “Y después dicen que los tarados
somos nosotros”.
Hoy en día anhelamos una sociedad en la que
nadie se sienta excluido. Pero… ¿qué sociedad queremos? ¿Y qué espacios estamos
construyendo para una legítima igualdad?
¿Podemos considerar “incluido” a un individuo
sólo porque usa un celular de última generación y calza las zapatillas deportivas
de moda? Nuestras escuelas públicas de gestión estatal, pensadas para recibir,
en este país de inmigrantes, a niños de toda procedencia social y étnica
¿enseñan actitudes de tolerancia y solidaridad? El tan mentado bullying ¿no se encarniza, sobre todo,
con el chico que parece diferente o que
se niega a masificarse? ¿Y qué decir de algunos de nuestros colegios privados,
en su mayoría confesionales, con sus
famosos “grupitos” que se odian a muerte, en rivalidades que nada tienen que
ver con lo que predicó Jesucristo, ni el fundador de religión alguna, y que
hacen que muchos egresen de allí sin la menor conciencia de lo que es vivir
auténticamente una fe?
Si queremos “inclusión”, esforcémonos por
formar comunidades en las que se profesen verdaderos valores y de las que
podamos estar sanamente orgullosos de formar parte.
La
Redacción
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