Por Francisco Andres Flores
Esto no es una
columna: es un reclamo. Porque,
observando el actual curso progresista de las leyes, alguien necesariamente
debe decirlo: es insuficiente! no alcanza!
Muchachos, se están quedando cortos.
El de ustedes es un progresismo de oficina, burocrático podríamos decir,
sin las agallas para cambiar realmente las cosas. Estimados legisladores, pensadores, teóricos
y activistas: no quiero despreciar vuestro esfuerzo, pero la radicalidad de la
cual se jactan es apenas una mueca al lado de lo que vengo a proponerles. ¿Qué es esto de la construcción de
identidades en base a maquillajes y peluca?
Un niño puede hacerlo jugando… yo vengo a proponerles (o reclamarles) algo
serio: identidad de especie. En buen
criollo, no quiero ser humano. Hace rato
que la humanidad ya no me identifica. Y
no me refiero a toda la humanidad, porque sin dudas que hay algunas personas
con quienes vale la pena compartir el genoma y la morfología; pero, creo, tengo
derecho a tomar distancia del curso delirante de la sociedad actual.
Un desesperado reclamo de inclusión (o exclusión?)
social.
Y no me vengan
a hablar de la naturaleza humana, la genética, etc.: ustedes mismos las han
desconocido flagrantemente cuando les ha convenido, sea para leyes antinaturales,
sea para dictámenes judiciales contrarios a la vida. ¿Ahora las van a invocar solo para
contradecirme? Por otro lado: ¿acaso no
dijo ya Sartre que la naturaleza humana no existe, y que solo la libertad nos
determina? Bueno: yo en virtud de esa
libertad, me declaro no humano. Decido
no ser humano.
¿Por qué no
puedo ser, por ejemplo, un perro? Al fin y al cabo es como al sistema les gusta
tratarnos, y puedo comportarme como tal perfectamente! De hecho, muchos de mis patrones están más conformes
cuando yo (o cualquier otro de sus
empleados) sigue conductas caninas, a saber: agachar el lomo cuando hay que
agacharlo, mover la cola gentilmente al amo, conformarse con el hueso roído que
te tiran… Por otro lado, ser perro tiene
sus ventajas, por ejemplo: no pagar impuestos.
Y también es cierto que muchos humanos viven como perros, pero se les
exige obligaciones de humanos… en ese
caso, la “identidad de especie” viene para blanquear la cosa y liberarnos de
las cargas sociales: si nos van a tratar como perros, seremos perros entonces,
pero no cumpliremos con ninguna de las obligaciones excesivas e inútiles con
que ustedes cargan constantemente a los de su misma especie.
Incluso es una
ventaja desde el lenguaje: hace rato que el habla humana se ha transformado en
una multitud de onomatopeyas indescifrables; incluso el extendido y diáfano castellano
se ha atomizado en varios subdialectos, donde se mezclan códigos adolescentes,
argots delictivos y expresiones mal pronunciadas de otros idiomas. Para los perros, en cambio, con un par de
gestos y ladridos es suficiente: economía de recursos, podría decirse. Con tan breve repertorio alcanza para comer,
pelear, hacer amigos e incluso aparearse.
¿No es esa. acaso, la lección cotidiana de la televisión? Y no me digan ahora que el lenguaje es
específicamente humano: eso no es más que una vieja definición aristotélica
sobre una especie que, como tal, ya no existe.
Además, el lenguaje, según muchos individuos (humanos?) importantes, no
es más que un accidente en nuestra historia evolutiva. Claro, es cierto: “accidente” también es una
categoría aristotélica; pero bueno, señores: no pretendan que no me contradiga
cuando la sociedad que ustedes votan es, cada día, más escandalosamente
contradictoria e incoherente. Y menos
pretendan que sea tan detallista en un artículo que no leerá ni mi madre. Por otro lado, es una gran fortuna que no lo
lea, no creo que le agrade: si renuncio a ser humano, renuncio también al acto
que me constituye como tal, o sea, la concepción; es una forma de renuncia
también a esa especie de bautismo de luz que es el alumbramiento. Qué momento ese, ¿no? El alumbramiento, digo. Hagamos lo que hagamos, cambiemos lo que
cambiemos, sigue estando ahí. Pienso
inevitablemente en la partida de nacimiento: diría algo así como “niño” (se
sobreentiende humano) y “varón”… Me
acabo de dar cuenta: ¡no se olviden que hay que cambiar las partidas! De hecho, también habría que hacerlo con
todos los estudios médicos que hagan referencia al género o la especie. Por ejemplo: evitemos toda mención a los 46
cromosomas humanos, digamos que ese número es una incógnita (“x”) que hay que
despejar en función de coeficientes sociales.
Y los cromosomas “X” e “Y” podrían ser las variables de un polinomio: indeterminadas,
desconocidas, y por qué no, tal vez, equivalentes... Aunque mejor, por las dudas, ni mencionarlos:
cualquier referencia a su naturaleza sexual es peligrosa. De hecho, podríamos llamarlos solo
“cromosom@s”.
Pero
permítanme hacerles una crítica, humildemente: uds., demiurgos sociales, apenas
se han quedado en el género! ¿por qué no avanzar sobre de la especie? ¿No es
acaso vuestro lema “vamos por todo”, o “impossible is nothing”? No arruguen
ahora: de la deconstrucción social a la demolición social hay un solo paso; o,
incluso, tal vez sea el mismo paso.
Lo bueno es
que con la nueva ley, al menos, puedo elegir la foto del documento. Me vendría bien un dálmata, por ejemplo…
aunque pensándolo mejor, y para evitar posibles secuestros (de eso, en este
país, no se salvan ni los perros) mejor un humilde mestizo callejero. Muchos seguramente ni notarán la diferencia
con el humano rostro que antes me identificaba, e incluso tal vez les guste
más. Si alguno pensara que lo hago para
ocultarme de algo, quédense tranquilos: mi nombre será el mismo (otros ni
siquiera conservarán eso). Además, mi
ADN seguirá siendo el mismo... hay cosas que ninguna ley puede cambiar.
Tal vez mi
planteo a algunos les parezca un tanto extremo; pero, como dijo Jean
Baudrillard: “mejor morir por los extremos, que por las extremidades”. En este mundo cada vez más deshumanizado, yo
no hago más que blanquear mi condición. Sea
como sea, vuelvo a mi cucha. Pero debo
hacer una advertencia: señores legisladores, periodistas, activistas,
formadores de opinión, teóricos, extras y público en general: no soy, ni nunca
seré, una buena mascota del sistema; no soy aquello que ustedes desean de todo buen
ciudadano: un alumno obediente de la televisión, que prefiere una vil
supervivencia al peligro de jugarse y arriesgar a cambiar las cosas. No renuncio a toda la especie humana: renuncio
a vuestra especie, a vuestras leyes inventadas, renuncio a la sociedad que
proponen y moldean. No soy la especie de
persona que quieren que sea, y no lo seré nunca. No me identifica “vuestra” especie. Si quieren, llámenlo “disforia de
especie”. Yo lo llamo coherencia.
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