Por Francisco Andres Flores
En una época de términos
devaluados, aquí va una breve historia que nos recuerda el valor de la
palabra. Y como toda buena historia,
conviene comenzar a contarla desde el principio.
Era noviembre del año 1873 y el padre Jorge María Salvaire (misionero
francés de los Padres Lazaristas) escapaba a caballo, como podía, de una
partida de indios hostiles. Había sido
enviado junto con unos compañeros en misión a las tolderías del cacique Manuel
Namuncurá, y esperaba llegar a éstas antes de que lo atraparan sus
inesperados perseguidores. Al fin, luego de unos días de escape desesperado, alcanzan las Salinas Grandes: allí estaba el asentamiento principal de la confederación indígena y el corazón del Carhué Mapu (“País de Carhué”), pergeñado por Juan Calfucurá y ahora, a su muerte, sostenido en triunvirato por tres de sus hijos: Manuel Namuncurá, Bernardo Namuncurá y Albarito Reumaycurá.
inesperados perseguidores. Al fin, luego de unos días de escape desesperado, alcanzan las Salinas Grandes: allí estaba el asentamiento principal de la confederación indígena y el corazón del Carhué Mapu (“País de Carhué”), pergeñado por Juan Calfucurá y ahora, a su muerte, sostenido en triunvirato por tres de sus hijos: Manuel Namuncurá, Bernardo Namuncurá y Albarito Reumaycurá.
Pero, al llegar, los misioneros no encuentran la hospitalidad que
suponían: Manuel Namuncurá, quien presidía el triunvirato, a instancias de los machis (adivinos de la tribu) los acusa
de hechicería, de ser portadores de viruela y espías. Los misioneros son apresados y se convoca a
un gran parlamento para decidir su suerte.
Se envían chasquis hacia las
tolderías aliadas, y comienzan a viajar los principales loncos (caciques) y capitanes para decidir la suerte de los
extraños visitantes de la fta uaría
(“ciudad grande”, como llamaban los indios a Buenos Aires).
Padre Jorge María Salvaire |
Sin embargo, todas estas gestiones no logran evitar el cónclave
indígena, que se reúne con gran alboroto de loncos y guerreros. En un pueblo que no conoce la escritura, la
palabra tiene un valor particular: se la escucha, se la respeta, y todo se
decide conversando. En la ronda, los
principales dan sus opiniones y argumentos, sometiéndolos al juicio de los
demás, y la vasija del mate pasa de mano en mano: beber de ella es un voto
positivo; no hacerlo es el rechazo de la moción. En el medio de la rueda, los acusados esperan
la sentencia.
La cosa no empieza muy favorable para los misioneros: los machis han viso en su peuma (“visión”) que los viajeros
traerán desgracias, y proponen, para evitarlas, la muerte de Salvaire y sus
amigos. No a todos los loncos les agrada
esto: para los indios pampas la ejecución de alguien indefenso es un hecho
deshonroso, y algunos se oponen. Sin
embargo, el odio a los huincas
(“extranjeros”) lleva a los más radicales a imponer, poco a poco, la idea de la
condena a muerte, y el mate pasa de mano en mano recolectando sorbos y votos
positivos. Los ánimos se enardecen:
consideran que los misioneros son enviados de “don Gobierno”, de quien, dicen
(con cierta razón) que solo pueden esperar engaños y mentiras; y ya los más
exaltados gritan “¡mape, mape, mape!”
(“muerte”) y quieren festejar el karütún
(fiesta ritual en la que consumían la carne cruda de la víctima).
En ese momento Salvaire se vuelve a Dios y hace, en su interior, una
firme promesa: si sale vivo de ésta, escribirá la historia completa de la
Virgen de Luján, y difundirá su veneración donde vaya; y, además, le construirá
un gran santuario, al estilo de los que hay en su Francia natal. El mate sigue girando en la ronda, y el padre
reza esperando un gesto de la Providencia.
En el centro, el cacique Manuel Namuncurá, rodeado de tres de sus capitanejos, y a la izquierda el Capitán Rufino Solano, quien hiciera gestiones por la liberación del Padre Salvaire. |
El Padre Salvaire también hará valer su palabra: no solo recolectará
datos valiosos sobre la historia de la Virgen de Luján, sino que extenderá su
devoción a todos los territorios donde sea enviado a misionar y, en 1884,
redactará un libro con su historia. En
1887 el padre Salvaire colocó la piedra fundamental de lo que sería la actual
Basílica de Luján. Y más tarde, ya como
párroco del lugar, dirigió la edificación del Templo. Falleció en 1899, sin verlo finalizado, ya
que la Basílica fue terminada recién en 1935; pero murió con la certeza de que
su promesa, aquella de las horas terribles en la toldería, estaba camino a
cumplirse. Sus restos descansan hoy en
la Basílica.
Hace un par de años, luego de tocar en un evento religioso en Luján,
uno de los sacerdotes nos invitó a visitar brevemente la Basílica. Ya era tarde, pero en un gesto que
agradeceremos siempre la abrió especialmente para nosotros. Ahí estaba, en piedra, elevándose magnífica y
silenciosa en la madrugada, con el estilo neogótico francés que soñó su
artífice, con sus lámparas votivas (la que nunca pusieron en el Congreso de la
Nación y terminó en Luján, la que sobrevivió al incendio del teatro Alvear, y
la que se hizo con las donaciones de fieles), con sus arcos ojivales y sus
capiteles de acanto estilizado, con las tumbas de Salvaire, Serafini, y
Pironio, sus reliquias innumerables y, en un rincón humilde, en un camarín
adornado con las armas del Rey San Luis de Francia (guiño de Salvaire a su
terruño) la imagen que, en mayo de 1630, se detuvo definitivamente en estas
tierras.
De regreso no podía dejar de contemplarla, elevándose majestuosa en la
noche como un signo perenne de las promesas cumplidas por un humilde misionero,
testimonio de la fe y el esfuerzo de generaciones y, sobre todo, del valor
fundamental de la Palabra.
El Cacique Manuel Namuncurá junto al Cardenal Cagliero, rodeados de los cinco hijos varones del cacique. A la derecha, el menor de ellos: Ceferino Namuncurá. Foto de 1897. |