sábado, 15 de noviembre de 2014

El valor de la palabra.

Por Francisco Andres Flores
En una época de términos devaluados, aquí va una breve historia que nos recuerda el valor de la palabra.  Y como toda buena historia, conviene comenzar a contarla desde el principio.

Era noviembre del año 1873 y el padre Jorge María Salvaire (misionero francés de los Padres Lazaristas) escapaba a caballo, como podía, de una partida de indios hostiles.  Había sido enviado junto con unos compañeros en misión a las tolderías del cacique Manuel Namuncurá, y esperaba llegar a éstas antes de que lo atraparan sus
inesperados perseguidores.  Al fin, luego de unos días de escape desesperado, alcanzan las Salinas Grandes: allí estaba el asentamiento principal de la confederación indígena y el corazón del Carhué Mapu (“País de Carhué”), pergeñado por Juan Calfucurá y ahora, a su muerte, sostenido en triunvirato por tres de sus hijos: Manuel Namuncurá, Bernardo Namuncurá y Albarito Reumaycurá.

Pero, al llegar, los misioneros no encuentran la hospitalidad que suponían: Manuel Namuncurá, quien presidía el triunvirato, a instancias de los machis (adivinos de la tribu) los acusa de hechicería, de ser portadores de viruela y espías.  Los misioneros son apresados y se convoca a un gran parlamento para decidir su suerte.   Se envían chasquis hacia las tolderías aliadas, y comienzan a viajar los principales loncos (caciques) y capitanes para decidir la suerte de los extraños visitantes de la fta uaría (“ciudad grande”, como llamaban los indios a Buenos Aires).

Padre Jorge María Salvaire
En Buenos Aires, mientras tanto, el obispo Aneiros se entera de la captura de los misioneros, y confía entonces la mediación al capitán don Rufino Solano.  En la frontera, hablar de la providencia de Dios o de Rufino Solano era casi lo mismo: había sido mediador innumerables veces en el intercambio mutuo de prisioneros y cautivos.  Si alguien conocía el valor de la palabra, ese era don Rufino: los períodos de paz lo tenían siempre como artífice de los tratados, y los indios lo respetaban y lo recibían en sus toldos como a uno de ellos.  Conocía la importancia que tenía para los mapuches el lenguaje y el diálogo: una vez, sorprendido con sus soldados en la frontera, eligió parlamentar con los indios antes que pelear; y no solo salvó la vida de los suyos, sino que también hizo amistades duraderas en las tolderías.  Cuentan que en la batalla de San Carlos, cuando los indios lo reconocían en el campo de batalla comandando su cuerpo de baqueanos, le gritaban: “¡Pásese, Capitán!”.  En esa batalla, cerca de Bolívar, se derrumbaría el poder de Juan Calfucurá; pero no habría rencores de los indios para don Rufino, y éste seguiría siendo el mediador de tratados, treguas e intercambios.  En este caso particular, intercederá cartas y embajadas ante los hermanos Namuncurá en favor del Padre Salvaire y sus compañeros.

Sin embargo, todas estas gestiones no logran evitar el cónclave indígena, que se reúne con gran alboroto de loncos y guerreros.  En un pueblo que no conoce la escritura, la palabra tiene un valor particular: se la escucha, se la respeta, y todo se decide conversando.  En la ronda, los principales dan sus opiniones y argumentos, sometiéndolos al juicio de los demás, y la vasija del mate pasa de mano en mano: beber de ella es un voto positivo; no hacerlo es el rechazo de la moción.  En el medio de la rueda, los acusados esperan la sentencia. 

La cosa no empieza muy favorable para los misioneros: los machis han viso en su peuma (“visión”) que los viajeros traerán desgracias, y proponen, para evitarlas, la muerte de Salvaire y sus amigos.  No a todos los loncos les agrada esto: para los indios pampas la ejecución de alguien indefenso es un hecho deshonroso, y algunos se oponen.  Sin embargo, el odio a los huincas (“extranjeros”) lleva a los más radicales a imponer, poco a poco, la idea de la condena a muerte, y el mate pasa de mano en mano recolectando sorbos y votos positivos.  Los ánimos se enardecen: consideran que los misioneros son enviados de “don Gobierno”, de quien, dicen (con cierta razón) que solo pueden esperar engaños y mentiras; y ya los más exaltados gritan “¡mape, mape, mape!” (“muerte”) y quieren festejar el karütún (fiesta ritual en la que consumían la carne cruda de la víctima).

En ese momento Salvaire se vuelve a Dios y hace, en su interior, una firme promesa: si sale vivo de ésta, escribirá la historia completa de la Virgen de Luján, y difundirá su veneración donde vaya; y, además, le construirá un gran santuario, al estilo de los que hay en su Francia natal.  El mate sigue girando en la ronda, y el padre reza esperando un gesto de la Providencia.

En el centro, el cacique Manuel Namuncurá, rodeado de tres de sus capitanejos, y a la izquierda el Capitán Rufino Solano, quien hiciera gestiones por la liberación  del Padre Salvaire.
Cuando la condena parece decidida, sucede lo impensado: Bernardo Namuncurá (hermano de Manuel y uno de los triunviros) no bebe del mate, llama canallas a los que proponen la muerte de los misioneros, a quienes considera gente de palabra y no de guerra, y como gesto se quita el poncho y lo pone sobre los hombros del Padre Salvaire: significa que cualquiera que quiera hacerle daño deberá enfrentarse primero con él y su tribu.  Todo cambia drásticamente: el gesto de Bernardo influye en otros capitanes y loncos, quienes empiezan a reconsiderar sus posturas.  Los misioneros, finalmente, son liberados con la promesa de que ningún miembro de ninguna tribu les hará daño.  Todas las tribus cumplen la palabra empeñada en la asamblea y, en 1875, los misioneros regresan a Luján sanos y salvos.

El Padre Salvaire también hará valer su palabra: no solo recolectará datos valiosos sobre la historia de la Virgen de Luján, sino que extenderá su devoción a todos los territorios donde sea enviado a misionar y, en 1884, redactará un libro con su historia.  En 1887 el padre Salvaire colocó la piedra fundamental de lo que sería la actual Basílica de Luján.  Y más tarde, ya como párroco del lugar, dirigió la edificación del Templo.  Falleció en 1899, sin verlo finalizado, ya que la Basílica fue terminada recién en 1935; pero murió con la certeza de que su promesa, aquella de las horas terribles en la toldería, estaba camino a cumplirse.  Sus restos descansan hoy en la Basílica.

Hace un par de años, luego de tocar en un evento religioso en Luján, uno de los sacerdotes nos invitó a visitar brevemente la Basílica.  Ya era tarde, pero en un gesto que agradeceremos siempre la abrió especialmente para nosotros.  Ahí estaba, en piedra, elevándose magnífica y silenciosa en la madrugada, con el estilo neogótico francés que soñó su artífice, con sus lámparas votivas (la que nunca pusieron en el Congreso de la Nación y terminó en Luján, la que sobrevivió al incendio del teatro Alvear, y la que se hizo con las donaciones de fieles), con sus arcos ojivales y sus capiteles de acanto estilizado, con las tumbas de Salvaire, Serafini, y Pironio, sus reliquias innumerables y, en un rincón humilde, en un camarín adornado con las armas del Rey San Luis de Francia (guiño de Salvaire a su terruño) la imagen que, en mayo de 1630, se detuvo definitivamente en estas tierras.

De regreso no podía dejar de contemplarla, elevándose majestuosa en la noche como un signo perenne de las promesas cumplidas por un humilde misionero, testimonio de la fe y el esfuerzo de generaciones y, sobre todo, del valor fundamental de la Palabra.



El Cacique Manuel Namuncurá junto al Cardenal Cagliero, rodeados de los cinco hijos varones del cacique.  A la derecha, el menor de ellos: Ceferino Namuncurá.  Foto de 1897.