Nora Pflüger
Ningún problema
social, ninguna idea preconcebida, ningún resentimiento, por comprensible que
parezca, justifica hacer sufrir a un niño.
Desde que recuerdo,
he vivido protestando contra los prejuicios de lo que hoy se llamaría “condicionamiento
genético”. Era muy niña todavía, cuando ya me dolían los comentarios desubicados de ciertas
personas que criticaban que mi hermana y
yo, con dieciocho meses de diferencia (“¡Casi
mellicitas!”, como decían las señoras bobas), fuéramos físicamente muy
distintas. No veía qué podía haber de malo, por ejemplo, en que yo tuviera el
cabello rubio y ella, castaño. Y me enojaba en serio.
Y ahora he leído no sé dónde, tal vez en
Internet, que los rubios y los pelirrojos podemos ser insensibles por una
“cuestión de genes”, y que esos mismos genes serían responsables de nuestra
“frialdad” (sic).
¿Será verdad? Era
lo único que nos faltaba…
Las opiniones materialistas y racistas de
Lombroso -que pretendía identificar al “criminal nato” por la forma de la
cabeza, de las orejas, etc.-, han quedado en balbuceos de bebé al lado de esta
nueva teoría.
Algunos a quienes
nos tocó la suerte (o la desgracia) de ser muy rubios o muy coloraditos de
chicos, tenemos presentes las burlas escolares, que podían llegar hasta las agresiones a golpes si era la víctima era
varón, o a una mezcla de repugnancia y envidia si era una niña, por parte de
sus deliciosas compañeritas, que no toleraban a la “distinta”.
Mis amorosas condiscípulas
de un distinguido colegio, más violentas
que los varones, me golpeaban en la cabeza, me arrancaban mechones de pelo, en
un odio estúpido a la “rubia”… todo ante la risa o la indiferencia de las
preceptoras, hasta que mi padre me sacó de ese infierno y me puso en una escuela
más sencilla, pero en la que había un poco más de humanidad.
Cuando fui
maestra, comprobé que un maltrato semejante o peor podía sufrir el de piel
oscura (más ofensivo todavía si era mujer), pero también el gordito, el que no
veía o no oía bien, el que tenía un pie
enyesado, el hijo de ciertos extranjeros, cualquiera que fuese diferente. El bullying no es un problema que empezó
hace cuatro o cinco años, ni brotó de golpe, como un conejo de una galera, sólo
porque se lo bautizó con un nombre en inglés. De alguna manera existió siempre
en este país que en teoría tiene un
corazón así de grande y está abierto “para todos los hombres del mundo que
quieran habitar el suelo argentino”.
Algunas de estas
formas de discriminación pueden ser analizadas desde una visión histórica,
sociológica, psicológica, o parecernos más graves que otras, pero ninguna de ellas tiene la menor
justificación moral. Porque nada, pero nada – ni la inmigración, ni la
guerra, ni los conflictos sociales, ni las diferencias físicas – NADA JUSTIFICA
HACER SUFRIR A UN NIÑO, ni tampoco (me refiero a la responsabilidad de los
educadores) PERMITIR QUE ESO OCURRA.
Partamos de una
base: el niño es inocente. Sus actitudes reflejan el mundo de los adultos.
Incluso el chico agresor, por desagradable que nos resulte, suele ser víctima a
su vez de un ambiente familiar donde la falta de respeto y la violencia son el
modo habitual de vivir, y no me refiero solamente a lo que sucede en las casas
de los pobres… Las jovencitas psicopáticas de mi primer colegio eran “niñas
bien”, de hogares donde no faltaba el dinero.
Por eso pienso
que, al lado de otras cosas, que se me
tratara como a una rubia tonta fue lo de menos…
No me voy a detener aquí en aquel asunto
absurdo de haberme oído llamar, de muy chiquita, “nazi” y “criminal de guerra”,
sólo por haber tenido un antepasado alemán que llegó a la Argentina… ¡ en 1885!
a trabajar como agricultor, y no tuvo la
culpa de nada, salvo la de haberme legado el pelo rubio y el apellido. Mi
inocencia me protegía, en aquella edad, del significado de esas palabras. No me
voy a extender tampoco sobre el diálogo –bastante agitado- con una profesora
del secundario, ultranacionalista ella, que en su histeria antisemita me
confundió con judía sionista y me hizo padecer lo propio (experiencia
aleccionadora, porque en la piel del judío también hay que estar). Paso por
alto tanta estupidez criolla, para contar algo verdaderamente triste.
En mi infancia,
en algún lugar de mi ciudad, vivía un matrimonio de japoneses, limpios y
laboriosos, al frente de su infaltable tintorería. Tenían dos hijos: un niño y
una niña. Yo no lo comprendía bien entonces, pero imagino ahora lo que aquellos
dos muñecos, con sus ojitos rasgados y su piel dorada, debían aguantar cuando salían a la calle, camino de la
escuela, y oían a los chicos del barrio gritarles: “¡Japoneses hijos de p…!”
Hacía ya unos
cuantos años de la guerra del Pacífico, y sin embargo, las películas y las
historietas –incluso las destinadas a los niños- seguían plagadas de
norteamericanos altos y buenos mozos que debían luchar contra unos horribles
enanos amarillos (los “japoneses”). Cómo sería de malo todo aquel material, que
a mí, siendo chiquita, me sonaba a falso, Pero no recuerdo a ninguna persona
mayor que haya tenido la delicadeza de explicar eso a los otros chicos.
Y ahí seguían
los dos hermanitos, soportando a diario un rechazo injusto, que no estaban en
condiciones de cuestionar ni de entender. Supongo que el niño, el varón, se
habrá defendido alguna vez con la fuerza (recurso objetable, y por desgracia,
el único disponible en algunos casos).
Pero sé que la niña, la japonesita, no tuvo la misma posibilidad… ni la misma resistencia.
Sufrió para adentro, sin poder comprender por qué su pelo, sus ojos, su piel,
le atraían la agresión de la gente. Y
murió a los quince años… según dicen, de anorexia nerviosa.
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