sábado, 18 de octubre de 2014

INTOLERANCIA: EL SUFRIMIENTO DE LOS UNOS Y LOS OTROS

Nora Pflüger

Ningún problema social, ninguna idea preconcebida, ningún resentimiento, por comprensible que parezca, justifica hacer sufrir a un niño.

 Desde que recuerdo, he vivido protestando contra los prejuicios de lo que hoy se llamaría “condicionamiento genético”. Era muy niña todavía, cuando ya me dolían  los comentarios desubicados de ciertas personas que criticaban  que mi hermana y yo, con dieciocho  meses de diferencia (“¡Casi mellicitas!”, como decían las señoras bobas), fuéramos físicamente muy distintas. No veía qué podía haber de malo, por ejemplo, en que yo tuviera el cabello rubio y ella, castaño. Y me enojaba en serio.
  Y ahora he leído no sé dónde, tal vez en Internet, que los rubios y los pelirrojos podemos ser insensibles por una “cuestión de genes”, y que esos mismos genes serían responsables de nuestra “frialdad” (sic).
  ¿Será verdad? Era lo único que nos faltaba…
   Las opiniones materialistas y racistas de Lombroso -que pretendía identificar al “criminal nato” por la forma de la cabeza, de las orejas, etc.-, han quedado en balbuceos de bebé al lado de esta nueva teoría.
  Algunos a quienes nos tocó la suerte (o la desgracia) de ser muy rubios o muy coloraditos de chicos, tenemos presentes las burlas escolares, que podían llegar hasta  las agresiones a golpes si era la víctima era varón, o a una mezcla de repugnancia y envidia si era una niña, por parte de sus deliciosas compañeritas, que no toleraban a la “distinta”.
  Mis amorosas condiscípulas de un distinguido colegio,  más violentas que los varones, me golpeaban en la cabeza, me arrancaban mechones de pelo, en un odio estúpido a la “rubia”… todo ante la risa o la indiferencia de las preceptoras, hasta que mi padre me sacó de ese infierno y me puso en una escuela más sencilla, pero en la que había un poco más de humanidad.
  Cuando fui maestra, comprobé que un maltrato semejante o peor podía sufrir el de piel oscura (más ofensivo todavía si era mujer), pero también el gordito, el que no veía o no oía  bien, el que tenía un pie enyesado, el hijo de ciertos extranjeros, cualquiera que fuese diferente. El bullying no es un problema que empezó hace cuatro o cinco años, ni brotó de golpe, como un conejo de una galera, sólo porque se lo bautizó con un nombre en inglés. De alguna manera existió siempre en este país que en teoría tiene un corazón así de grande y está abierto “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
  Algunas de estas formas de discriminación pueden ser analizadas desde una visión histórica, sociológica, psicológica, o parecernos más graves que otras, pero ninguna de ellas tiene la menor justificación moral. Porque nada, pero nada – ni la inmigración, ni la guerra, ni los conflictos sociales, ni las diferencias físicas – NADA JUSTIFICA HACER SUFRIR A UN NIÑO, ni tampoco (me refiero a la responsabilidad de los educadores) PERMITIR QUE ESO OCURRA.
  Partamos de una base: el niño es inocente. Sus actitudes reflejan el mundo de los adultos. Incluso el chico agresor, por desagradable que nos resulte, suele ser víctima a su vez de un ambiente familiar donde la falta de respeto y la violencia son el modo habitual de vivir, y no me refiero solamente a lo que sucede en las casas de los pobres… Las jovencitas psicopáticas de mi primer colegio eran “niñas bien”, de hogares donde no faltaba el dinero.
   Por eso pienso que, al lado  de otras cosas, que se me tratara como a una rubia tonta fue lo de menos…
  No me voy a detener aquí en aquel asunto absurdo de haberme oído llamar, de muy chiquita, “nazi” y “criminal de guerra”, sólo por haber tenido un antepasado alemán que llegó a la Argentina… ¡ en 1885!  a trabajar como agricultor, y no tuvo la culpa de nada, salvo la de haberme legado el pelo rubio y el apellido. Mi inocencia me protegía, en aquella edad, del significado de esas palabras. No me voy a extender tampoco sobre el diálogo –bastante agitado- con una profesora del secundario, ultranacionalista ella, que en su histeria antisemita me confundió con judía sionista y me hizo padecer lo propio (experiencia aleccionadora, porque en la piel del judío también hay que estar). Paso por alto tanta estupidez criolla, para contar algo verdaderamente triste.
   En mi infancia, en algún lugar de mi ciudad, vivía un matrimonio de japoneses, limpios y laboriosos, al frente de su infaltable tintorería. Tenían dos hijos: un niño y una niña. Yo no lo comprendía bien entonces, pero imagino ahora lo que aquellos dos muñecos, con sus ojitos rasgados y su piel dorada, debían aguantar  cuando salían a la calle, camino de la escuela, y oían a los chicos del barrio gritarles: “¡Japoneses hijos de p…!”
   Hacía ya unos cuantos años de la guerra del Pacífico, y sin embargo, las películas y las historietas –incluso las destinadas a los niños- seguían plagadas de norteamericanos altos y buenos mozos que debían luchar contra unos horribles enanos amarillos (los “japoneses”). Cómo sería de malo todo aquel material, que a mí, siendo chiquita, me sonaba a falso, Pero no recuerdo a ninguna persona mayor que haya tenido la delicadeza de explicar eso a los otros chicos.
   Y ahí seguían los dos hermanitos, soportando a diario un rechazo injusto, que no estaban en condiciones de cuestionar ni de entender. Supongo que el niño, el varón, se habrá defendido alguna vez con la fuerza (recurso objetable, y por desgracia, el único disponible  en algunos casos). Pero sé que la niña, la japonesita, no tuvo la misma posibilidad… ni la misma resistencia. Sufrió para adentro, sin poder comprender por qué su pelo, sus ojos, su piel, le atraían la agresión de la gente.  Y murió a los quince años… según dicen, de anorexia nerviosa.



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