sábado, 17 de mayo de 2014

¿Y para que educar? Si el mundo se viene a pique.

¿En que se funda la esperanza? ¿De dónde viene? ¿Por qué se pierde? ¿Qué relación tiene el educador con la esperanza? ¿Cómo conservarla? ¿Quiénes la tienen? La necesidad de esperanza en un mundo que parecería irremontable.

Por Juan Pablo Olivetto Fagni



En “No alcanzan las buenas intenciones” invito a todos los educadores a trabajar en red, a pensar estructuralmente y a construir estructuras de vida. Ahí señalaba en forma de exclamación “¡Cuántas intervenciones no logran concretar las buenas intenciones! ¡Cuántos educadores con buena voluntad terminan frustrados, desilusionados!”. 

Ahora enmarcado en este mes de mayo, y por lo tanto en el eje de “La Esperanza”, agregaría: ¡Cuántos educadores desesperanzados! Es más, cambiaría “desilusionados” por “desesperanzados”, ya que la esperanza se funda en certezas, las ilusiones generalmente no. Sin esas certezas es muy fácil perder la visión esperanzadora, y sin logros, aunque sea mínimos, aparecen las frustraciones. 


¿Qué es lo que genera la esperanza? Y estoy hablando de esa esperanza que mueve los proyectos de vida, hacia un horizonte personal y comunitario. Muchos la atribuyen a la juventud, como una característica innata, aunque se escucha definirla más como ingenuidad, la cual al enfrentarse con “la realidad” automáticamente se convierte en nada. Esto muchas veces ocurre, y ahí habría que preguntarse en qué estaba basada la esperanza o que tan frágil era, ya que ante la primera dificultad se esfumó. Por otro lado muchos jóvenes están desesperanzados, pero ¿eso quiere decir que nunca más recobrarán la esperanza?

Aclaración: por si alguien lee por primera vez uno de mis textos, cuando hablo de educadores lo hago en sentido amplio, los políticos, los militantes sociales, padres, empresarios, líderes religiosos, todos ellos educan, influyen a otros.

Como educadores una de nuestras principales tareas es contagiar la esperanza, hacerla sólida y fundada. Es la esperanza la que da sentido al caminar por este mundo. Y es obvio que con educadores sin esperanza, no se puede pensar transmisión alguna. El fatalismo siempre lleva a la inacción, a la rutina, a la reproducción de las desigualdades.

La clave es ir a la fuente, y para los que creemos esa fuente es Dios (¿y porque no para los que no creen también?). Él es quién nos sostiene y fundamenta nuestra esperanza, si Él pudo vencer a la muerte ¿por qué nosotros no podríamos vencer a las injusticias y a las estructuras de muerte? Ahí tenemos una piedra sólida para apoyarnos y edificar. Ahora bien, más de unos cuantos educadores cristianos y no cristianos pierden las esperanzas ante no ver resultados, al no ver frutos. Porque nos cuesta entender que cuando no estamos viendo frutos es por dos razones, porque no estamos viendo bien o porque no estamos yendo por buen camino.

A veces nos planteamos objetivos que están muy lejos de nuestro alcance, es todo un aprendizaje transitar la tensión entre lo posible y lo imposible. Freire habla del “inédito viable”, que no es más que atreverse a desarrollar la creatividad, y pensar nuevas formas de hacer las cosas, o hacer cosas que nunca antes se hicieron (al menos por quien las piensa). Otro camino puede ser ponerse objetivos simples, alcanzables, visibles, esas pequeñas cosas que nos recuerdan que cambiar algo es posible.

Por último, rescato los planteos de la filosofa Hannah Arendt, que en su obra “La condición humana” (1958) plantea que el milagro que salvará al mundo, es el hecho de la natalidad. Cada persona que viene a este mundo es un nuevo comienzo, una nueva oportunidad que toda la humanidad tiene de cambiar en cada nacimiento. Solo tenemos que evitar que el mundo “aplaste” a las nuevas generaciones. No dejemos que les roben la esperanza.




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