¿En que se funda la esperanza? ¿De dónde viene? ¿Por qué se pierde? ¿Qué relación tiene el educador con la esperanza? ¿Cómo conservarla? ¿Quiénes la tienen? La necesidad de esperanza en un mundo que parecería irremontable.
Por Juan Pablo Olivetto Fagni
Por Juan Pablo Olivetto Fagni
En “No alcanzan las buenas intenciones” invito a todos los educadores a
trabajar en red, a pensar estructuralmente y a construir estructuras de vida. Ahí
señalaba en forma de exclamación “¡Cuántas intervenciones no logran concretar
las buenas intenciones! ¡Cuántos educadores con buena voluntad terminan
frustrados, desilusionados!”.
Ahora enmarcado en este mes de mayo, y por lo tanto en el eje de “La Esperanza ”, agregaría: ¡Cuántos
educadores desesperanzados! Es más, cambiaría “desilusionados” por “desesperanzados”,
ya que la esperanza se funda en certezas, las ilusiones generalmente no. Sin
esas certezas es muy fácil perder la visión esperanzadora, y sin logros, aunque
sea mínimos, aparecen las frustraciones.
¿Qué es lo que genera la esperanza? Y estoy hablando de esa esperanza que mueve
los proyectos de vida, hacia un horizonte personal y comunitario. Muchos la
atribuyen a la juventud, como una característica innata, aunque se escucha definirla
más como ingenuidad, la cual al enfrentarse con “la realidad” automáticamente se
convierte en nada. Esto muchas veces ocurre, y ahí habría que preguntarse en
qué estaba basada la esperanza o que tan frágil era, ya que ante la primera
dificultad se esfumó. Por otro lado muchos jóvenes están desesperanzados, pero
¿eso quiere decir que nunca más recobrarán la esperanza?
Aclaración: por si alguien lee por primera vez uno de mis textos, cuando hablo
de educadores lo hago en sentido amplio, los políticos, los militantes
sociales, padres, empresarios, líderes religiosos, todos ellos educan, influyen
a otros.
Como educadores una de nuestras principales tareas es contagiar la esperanza,
hacerla sólida y fundada. Es la esperanza la que da sentido al caminar por este
mundo. Y es obvio que con educadores sin esperanza, no se puede pensar
transmisión alguna. El fatalismo siempre lleva a la inacción, a la rutina, a la
reproducción de las desigualdades.
La clave es ir a la fuente, y para los que creemos esa fuente es Dios (¿y
porque no para los que no creen también?). Él es quién nos sostiene y
fundamenta nuestra esperanza, si Él pudo vencer a la muerte ¿por qué nosotros
no podríamos vencer a las injusticias y a las estructuras de muerte? Ahí
tenemos una piedra sólida para apoyarnos y edificar. Ahora bien, más de unos
cuantos educadores cristianos y no cristianos pierden las esperanzas ante no
ver resultados, al no ver frutos. Porque nos cuesta entender que cuando no
estamos viendo frutos es por dos razones, porque no estamos viendo bien o
porque no estamos yendo por buen camino.
A veces nos planteamos objetivos que están muy lejos de nuestro alcance, es
todo un aprendizaje transitar la tensión entre lo posible y lo imposible.
Freire habla del “inédito viable”, que no es más que atreverse a desarrollar la
creatividad, y pensar nuevas formas de hacer las cosas, o hacer cosas que nunca
antes se hicieron (al menos por quien las piensa). Otro camino puede ser
ponerse objetivos simples, alcanzables, visibles, esas pequeñas cosas que nos
recuerdan que cambiar algo es posible.
Por último, rescato los planteos de la filosofa Hannah Arendt, que en su obra
“La condición humana” (1958) plantea que el milagro que salvará al mundo, es el
hecho de la natalidad. Cada persona que viene a este mundo es un nuevo
comienzo, una nueva oportunidad que toda la humanidad tiene de cambiar en cada
nacimiento. Solo tenemos que evitar que el mundo “aplaste” a las nuevas
generaciones. No dejemos que les roben la esperanza.
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