lunes, 12 de mayo de 2014

La justicia del palo

Por Francisco Andrés Flores

Probablemente no haya nada m
ás justo que un palo: es ciego (como la Justicia misma), no distingue entre cráneos abyectos o distinguidos y, en las manos de un justo (o de alguien que se cree justo) ejecuta su sentencia sin dilación, rápido


y efectivo, sin laberintos legales engorrosos.  ¿Quién le puede negar a alguien, en su justo reclamo, ejercitar rápido y sin vueltas este tipo de justicia? ¿Por qué negarlo a quién, ofendido y agredido, solicita satisfacción de su honor o de su patrimonio heridos?
Por otro lado la historia avala este tipo de justicia: todos sabemos que Caín la ejerció con Abel.  Y, más allá de sentimentalismos religiosos, no dudo que la sociedad actual pueda entender a Caín: ¿Por qué tenía que dejar que Abel le arruinara el negocio?  Tenía una competencia desleal, y la eliminó.  Punto.  Esta justicia la ejercieron también los clanes primitivos, peleando por el fuego, o por comida, o por amores; e incluso las primeras civilizaciones usaron el palo sin piedad contra vecinos molestos o demasiado prósperos, o simplemente contra vecinos.  ¿Acaso no hemos visto la imagen eternizada en piedra del rey justo imponiendo su justicia sobre los vencidos, aplastando a los rebeldes, conquistando las tierras lejanas, implacable con los enemigos, conduciendo su carro en mármol lleno de botín bajo el arco de triunfo?  Un rey que es dueño del palo que aplasta cabezas y del cincel que lo modela en piedra.  La justicia del palo sin dudas es un atributo real, en donde lo justo coincide con la voluntad del que ejerce justicia, y debemos reconocer que el cetro de los reyes se parece mucho a un palo: un palo teocrático un palo absolutista
¡Con qué efectividad y prontitud se ejercitaba la justicia en esos tiempos! ¡Con qué solicitud rodaban las cabezas injustas al paso de la real justicia!  Al comienzo del libro Utopía, un abogado inglés elogia esa prontitud en la justicia inglesa: a veces pueden contarse hasta veinte ladrones ajusticiados en una horca…” dice.    Aunque luego Tomás Moro apunte veinte argumentos en contra, y diga aquella famosa frase de que la justicia extrema es una extrema injusticia, está claro que mucha gente, hoy, prefiere la apreciación inicial del abogado inglés.
Con el tiempo muchos hombres reclamaron ese cetro; y a algunos les pareció ecuánime que, si el otro ejercía su justicia con un palo, ¿por qué ellos no? Así transitó la humanidad sus edades a los palazos.  Pero palo va, palo viene, de a poco fue quedando en claro que el más justo era siempre el que tenía el palo más grande, o la mayor cantidad de ellos a algunos esto no les pareció justo.  Entonces se empezaron a redactar códices y leyes, a crear tribunales y cortes.  Los hombres imaginaron a la Justicia con una espada y una balanza: corrigiendo y ponderando, buscando el equilibrio perdido.  Algunos dijeron que la justicia era dar a cada uno lo que le corresponde.  En la Edad Media un monje agregó: según su naturaleza, afirmando que al hombre, por su propia naturaleza y no por méritos, le corresponden derechos, abriendo un camino que alcanzará su cumbre en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1948.  Claro que un buen palazo ignora naturalezas y derechos, y los reyes siguieron usándolo.  Ese, por ejemplo, fue el precio que Enrique VIII le hizo pagar a Tomás Moro por cuestionar su justicia.
Después de tanto palazo, algunos pensadores solicitaron una tregua: dijeron que había que hacer un contrato social, según el cual los ciudadanos comunes delegaran el uso de la fuerza en organismos estatales.  Este Estado tenía que ser como un gigante, fuerte y poderoso, para mantener a raya a todos y, por medio de la fuerza, ejercer la justicia.  El palo volvía a estar del lado del poder político pero, esta vez (al menos así se suponía) regulado por las leyes.  Se multiplicaron los cuerpos de policía y los tribunales, y la justicia comenzó a impartirse no tanto por ella misma sino, sobre todo, como forma de control y ordenamiento social.  Los palos seguían cayendo, solo que ahora refrendados por funcionarios.
Esto favoreció la manipulación de la justicia por parte de los poderosos, y muchos hombres se rebelaron contra este tipo de justicia.  Aunque obviamente, abolida la justicia (que, aunque rudimentaria, era justicia) volvimos a los palazos.  Bueno, palazos es una forma de decir: podemos hablar más exactamente de decapitaciones, horcas, guillotinas, fusilamientos en realidad hablamos de un instrumento ciego que ejecuta una supuesta justicia que coincide con la voluntad de quien lo instrumenta.
Vino entonces una nueva época de revoluciones y levantamientos, y las multitudes rebeldes contra la injusticia surcaron las calles.  Derribado el régimen antiguo, surgieron nuevas construcciones políticas y legales para administrar las naciones, pero no todas hicieron honor al justo reclamo de justicia que les dio origen.  La mayoría de las revoluciones, hay que decirlo, engendraron monstruos que, ungidos con la suma del poder público y coronados como paladines de esa justicia perdida, una vez más pusieron el palo en manos del poder hegemónico y usaron su fuerza para aplastar las cabezas injustas.  Se los llamará Emperador, Führer, Restaurador, Secretario General, Generalísimo, Duce Con la excusa de restaurar y defender las instituciones, una y otra vez se actuará por fuera de ellas, o incluso sobre ellas.  Cuando lo justo es lo que piensa el gobernante o lo que dicta el partido, la justicia se vuelve un instrumento ciego e irreflexivo en sus manos.
En los países latinoamericanos, en los que luego de la independencia prácticamente se arrancó de cero, podríamos decir que tuvimos todas las etapas en un solo siglo.  Como la revolución fundacional trajo libertad e independencia, se instaló la falsa idea de que toda revolución era buena y fundamentada en elevados ideales; o que todo el que se levantaba en armas para justificar su postura seguía el camino de los próceres.  Nada más alejado de la realidad: cada revolución posterior, cada levantamiento en armas, cada toma del poder más o menos violenta, no ha sido más que una triste caricatura de la revolución original; solo que de forma cada vez más grotesca e injusta, más violenta y más dictatorial.
En Latinoamérica sin dudas hay muchos y prolíficos antecedentes de la mencionada justicia del palo.  No sólo hay abundantes hechos que la refrendan, hay teóricos y defensores de esa justicia.  Podríamos decir que hay un abundante desarrollo, teórico y práctico, de la justicia del palo.  Pensemos nomás que el Día Panamericano del Maestro está puesto en honor de unos de éstos justicieros que, tanto con la pluma como con la acción, llevó adelante su autoproclamado método: ciencia y palo.  Convencido de que su palo seguía un método científico, y de que la civilización lo bendecía como su paladín, repartió palazos a diestra y siniestra para conseguir sus objetivos, que eran los de la clase culta y civilizada.  Con semejante modelo de educador, es fácil comprender muchos de los avatares latinoamericanos.  Hablamos de Sarmiento.  En una carta a Mitre de 1861, le recomienda: No trate de economizar sangre de gauchos.  Este es un abono que es preciso hacer útil al país.  La sangre es lo único que tienen de seres humanos.  Y en una carta al coronel Sandes le daba la siguiente orden: Si mata gente, cállese la boca.  Son animales bípedos de tan perversa condición, que no sé lo que se obtenga con tratarlos mejor.  Pero estas frases fueron sólo en un contexto de confrontación política argentina, veamos alguna de alcance latinoamericano: “¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado (El Progreso, 27 de septiembre de 1844).  Me detengo en la siguiente frase: exterminio providencial y útil, sublime y grande”… sólo un enamorado de la justicia del palo podría haber escrito esta frase, y por algo los dirigentes latinoamericanos lo han homenajeado.
Cuando nos quejamos de las escasas políticas estatales en el campo social, de la falta de insumos en los hospitales, de los defectos de la salud pública, del abandono de los hogares de menores, de los gobiernos que suspenden el pago a los comedores escolares, etc., prestemos atención a la siguiente frase sarmientina, reveladora, dicha no en un café o una tertulia, sino en el mismísimo Senado de la Provincia de Buenos Aires en 1859: Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos? Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer.  ¡No en vano su retrato adorna los principales salones de las dependencias gubernamentales!  Cuando nuestros políticos fracasan tan rotundamente con sus políticas sociales y sanitarias, en realidad no están fracasando: están siguiendo una clarísima enseñanza sarmientina.  Aunque hay que reconocerle a Sarmiento la sinceridad que los actuales no tienen
Cuando pensamos en cierta inclinación a la violencia política que nos caracteriza, en la tendencia  a solucionar nuestros problemas a los palazos, deberíamos saber que esto también lo caracterizó Sarmiento.  Escribió en otra carta: seamos lógicos: cortarle la cabeza cuando se le da alcance, es otro rasgo argentino (carta a B. Mitre, 18 de Noviembre de 1863).  Y fiel a su estilo, no quedó en el papel: es lo que él mismo ordenó que se hiciera con el Chacho Peñaloza.  Pero de todas las frases de Sarmiento, hay una que merece más nuestra atención en estos días; es la frase que utilizó, en la ya citada carta, para justificar aquel ajusticiamiento del Chacho, y que podría considerarse la ley suprema de la justicia del palo: el derecho no rige sino con los que lo respetan, los demás están fuera de la ley.  Pienso, cuando la leo, en los numerosos linchamientos recientes  ciudadanos que se consideran justos y buenos ciudadanos castigando severamente a quien juzgan que no lo es  Para ellos el hecho de que un joven o adolescente transgreda la ley le inhabilita cualquier derecho, incluso el más básico, que es el derecho a la vida.  Un claro ejemplo sarmientino 
Y ya que hablamos de Argentina, ¿cómo olvidar a nuestros políticos y su compleja relación con la justicia?  Nada más conveniente para ellos que una justicia del palo; y no lo digo sólo por ciega e instrumental: me refiero a una justicia del palo; o sea, del palo de ellos.  Nada más conveniente que una justicia amiga del poder, rápida para apretar opositores, lenta para investigar amigos, disciplinada para sobreseer funcionarios o archivar causas comprometedoras

Los que justifican la justicia del palo dicen que no queda otra: frente al avance de los injustos, que no dudan en pegarle un buen palazo a cualquiera, lo único que queda es la rápida y eficiente justicia del palo, practicada a tiempo y sin dilaciones institucionales; y que su poco uso nos ha llevado al estado actual de cosas.  Yo, luego de analizar bastante el asunto, pienso que tal vez sea exactamente al revés: estamos así porque mucha gente, durante mucho tiempo, ha pensado y sostenido ese tipo de justicia, transformando nuestra sociedad en algo, en muchos sentidos, intrínsecamente injusto.  Una sociedad levantada con enormes y violentas desigualdades, que generan aún más violencia. 

Pienso, para terminar, que no hay mejor manera de hacer justicia que respetándola.  Pienso que, si hay algo justo en este mundo, es que el ser humano posee derechos, y que esos derechos deben ser respetados.  Pienso que tal vez la mayor justicia a nuestro alcance es respetar al otro como ser humano, más allá de que me guste o no, incluso más allá de que sea o no delincuente.  Pienso que cuando nos olvidamos de la naturaleza humana como fuente de derechos, nos olvidamos de lo que nos une; y, sin quererlo, abrimos la puerta a cualquier nuevo totalitarismo.  Pienso que, más allá de la justicia institucional, hay una justicia cotidiana de la cual todos somos parte, y de la cual todos deberíamos ocuparnos si de verdad queremos un mundo más justo: dar a cada uno lo que le corresponde, no según su mérito, sino según su naturaleza.



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