Por Francisco Andrés Flores
Probablemente no haya nada más justo que un palo: es ciego (como la Justicia misma), no distingue entre cráneos abyectos o distinguidos y, en las manos de un justo (o de alguien que se cree justo) ejecuta su sentencia sin dilación, rápido
y efectivo, sin
laberintos legales engorrosos. ¿Quién le puede negar a alguien,
en su justo reclamo, ejercitar rápido y sin vueltas este tipo de justicia? ¿Por qué negarlo a quién, ofendido y agredido, solicita satisfacción de su honor o de su patrimonio
heridos?
Probablemente no haya nada más justo que un palo: es ciego (como la Justicia misma), no distingue entre cráneos abyectos o distinguidos y, en las manos de un justo (o de alguien que se cree justo) ejecuta su sentencia sin dilación, rápido
Por otro lado la historia avala este tipo de justicia: todos sabemos
que Caín la ejerció con Abel.
Y, más allá de sentimentalismos religiosos, no dudo que
la sociedad actual pueda entender a Caín: ¿Por qué tenía que dejar que Abel le arruinara el
negocio? Tenía una competencia desleal, y la eliminó. Punto.
Esta justicia la ejercieron también los clanes primitivos, peleando por el
fuego, o por comida, o por amores; e incluso las primeras civilizaciones usaron
el palo sin piedad contra vecinos molestos o demasiado prósperos, o simplemente contra
vecinos. ¿Acaso no hemos visto la imagen eternizada
en piedra del rey justo imponiendo su justicia sobre los vencidos, aplastando a
los rebeldes, conquistando las tierras lejanas, implacable con los enemigos,
conduciendo su carro en mármol lleno de botín bajo el arco de triunfo? Un
rey que es dueño del palo que
aplasta cabezas y del cincel que lo modela en piedra. La justicia del palo sin dudas es un atributo
real, en donde lo justo coincide con la voluntad del que ejerce justicia, y
debemos reconocer que el cetro de los reyes se parece mucho a un palo: un palo
teocrático… un palo absolutista…
¡Con qué efectividad y prontitud se ejercitaba la
justicia en esos tiempos! ¡Con qué solicitud
rodaban las cabezas injustas al paso de la real justicia! Al comienzo del libro Utopía, un abogado inglés elogia esa prontitud en la
justicia inglesa: “a veces pueden
contarse hasta veinte ladrones ajusticiados en una horca…” dice. Aunque luego Tomás Moro apunte veinte argumentos en contra, y
diga aquella famosa frase de que “la justicia extrema es una extrema injusticia”, está claro que mucha gente, hoy, prefiere la
apreciación inicial del
abogado inglés.
Con el tiempo muchos hombres reclamaron ese cetro; y a algunos les
pareció ecuánime que, si el otro ejercía su justicia con un palo, ¿por qué ellos no? Así transitó la humanidad sus edades a los palazos. Pero palo va, palo viene, de a poco fue
quedando en claro que el más justo era siempre el que tenía el palo más grande, o la mayor cantidad de ellos… a algunos esto no les pareció justo.
Entonces se empezaron a redactar códices y leyes, a crear tribunales y
cortes. Los hombres imaginaron a la
Justicia con una espada y una balanza: corrigiendo y ponderando, buscando el
equilibrio perdido. Algunos dijeron que
la justicia era “dar a cada uno
lo que le corresponde”. En la Edad Media un monje
agregó: “según su naturaleza”, afirmando que al hombre,
por su propia naturaleza y no por méritos, le corresponden derechos, abriendo un
camino que alcanzará
su
cumbre en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1948.
Claro que un buen palazo ignora naturalezas y derechos, y los reyes
siguieron usándolo. Ese, por ejemplo, fue el precio que Enrique
VIII le hizo pagar a Tomás Moro por cuestionar su justicia.
Después de tanto
palazo, algunos pensadores solicitaron una tregua: dijeron que había que hacer un contrato
social, según el cual los
ciudadanos comunes delegaran el uso de la fuerza en organismos estatales. Este Estado tenía que ser como un gigante, fuerte y poderoso,
para mantener a raya a todos y, por medio de la fuerza, ejercer la
justicia. El palo volvía a estar del lado del poder
político pero, esta
vez (al menos así se suponía) regulado por las leyes. Se multiplicaron los cuerpos de policía y los tribunales, y la
justicia comenzó a impartirse no
tanto por ella misma sino, sobre todo, como forma de control y ordenamiento
social. Los palos seguían cayendo, solo que ahora
refrendados por funcionarios.
Esto favoreció
la
manipulación de la
justicia por parte de los poderosos, y muchos hombres se rebelaron contra este
tipo de justicia. Aunque obviamente,
abolida la justicia (que, aunque rudimentaria, era justicia) volvimos a los
palazos. Bueno, palazos es una forma de
decir: podemos hablar más exactamente de decapitaciones, horcas, guillotinas, fusilamientos… en realidad hablamos de un instrumento ciego
que ejecuta una supuesta justicia que coincide con la voluntad de quien lo
instrumenta.
Vino entonces una nueva época de revoluciones y levantamientos, y las
multitudes rebeldes contra la injusticia surcaron las calles. Derribado el régimen antiguo, surgieron nuevas
construcciones políticas y legales
para administrar las naciones, pero no todas hicieron honor al justo reclamo de
justicia que les dio origen.
La mayoría de las
revoluciones, hay que decirlo, engendraron monstruos que, ungidos con la suma
del poder público y
coronados como paladines de esa justicia perdida, una vez más pusieron el palo en manos
del poder hegemónico y usaron
su fuerza para aplastar las cabezas injustas.
Se los llamará
Emperador,
Führer,
Restaurador, Secretario General, Generalísimo, Duce… Con la excusa de restaurar y defender las
instituciones, una y otra vez se actuará por fuera de ellas, o incluso sobre
ellas. Cuando lo justo es lo que piensa
el gobernante o lo que dicta el partido, la justicia se vuelve un instrumento
ciego e irreflexivo en sus manos.
En los países
latinoamericanos, en los que luego de la independencia prácticamente se arrancó de cero, podríamos decir que tuvimos todas las etapas en un
solo siglo. Como la revolución fundacional trajo libertad
e independencia, se instaló
la
falsa idea de que toda revolución era buena y fundamentada en elevados ideales; o que todo el que se
levantaba en armas para justificar su postura seguía el camino de los próceres. Nada más alejado de la realidad: cada revolución posterior, cada
levantamiento en armas, cada toma del poder más o menos violenta, no ha sido más que una triste caricatura
de la revolución original;
solo que de forma cada vez más grotesca e injusta, más violenta y más dictatorial.
En Latinoamérica sin dudas hay muchos y prolíficos antecedentes de la mencionada “justicia del palo”. No sólo hay abundantes hechos que la refrendan,
hay teóricos y
defensores de esa justicia. Podríamos decir que hay un
abundante desarrollo, teórico y práctico, de la “justicia del palo”. Pensemos nomás que el Día Panamericano del Maestro está puesto en honor de unos de éstos justicieros que, tanto
con la pluma como con la acción, llevó adelante su
autoproclamado método: “ciencia y palo”. Convencido de que su “palo” seguía un método científico, y de que la civilización lo bendecía como su paladín, repartió palazos a diestra y siniestra para conseguir
sus objetivos, que eran los de la clase culta y civilizada. Con semejante modelo de educador, es fácil comprender muchos de los
avatares latinoamericanos. Hablamos de
Sarmiento. En una carta a Mitre de 1861,
le recomienda: “No trate de
economizar sangre de gauchos. Este es un
abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos”. Y en una carta al coronel Sandes le daba la
siguiente orden: “Si mata gente,
cállese la
boca. Son animales bípedos de tan perversa
condición, que no sé lo que se obtenga con tratarlos mejor”. Pero estas frases fueron sólo en un contexto de
confrontación política argentina, veamos
alguna de alcance latinoamericano: “¿Lograremos exterminar los indios? Por los
salvajes de América siento una
invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si
reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su
exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar
al pequeño, que tiene ya
el odio instintivo al hombre civilizado” (”El Progreso”, 27 de septiembre de 1844). Me detengo en la siguiente frase: “exterminio providencial y útil, sublime y grande”… sólo un enamorado de la
justicia del palo podría haber escrito esta frase, y por algo los dirigentes latinoamericanos
lo han homenajeado.
Cuando nos quejamos de las escasas políticas estatales en el campo social, de la
falta de insumos en los hospitales, de los defectos de la salud pública, del abandono de los
hogares de menores, de los gobiernos que suspenden el pago a los comedores
escolares, etc., prestemos atención a la siguiente frase sarmientina, reveladora,
dicha no en un café o una tertulia,
sino en el mismísimo Senado de
la Provincia de Buenos Aires en 1859: “Si los pobres de los hospitales, de los
asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque
el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la
hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no
puede vivir por sus defectos? Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres
viciosos, no se les debe dar más que de comer”. ¡No en vano su retrato adorna los principales
salones de las dependencias gubernamentales!
Cuando nuestros políticos fracasan tan rotundamente con sus políticas sociales y sanitarias, en realidad no
están fracasando:
están siguiendo una
clarísima enseñanza sarmientina. Aunque hay que reconocerle a Sarmiento la
sinceridad que los actuales no tienen…
Cuando pensamos en cierta inclinación a la violencia política que nos caracteriza, en
la tendencia a solucionar nuestros
problemas a los palazos, deberíamos saber que esto también lo caracterizó Sarmiento.
Escribió en otra carta: “seamos lógicos: cortarle la cabeza
cuando se le da alcance, es otro rasgo argentino” (carta a B. Mitre, 18 de Noviembre de
1863). Y fiel a su estilo, no quedó en el papel: es lo que él mismo ordenó que se hiciera con el Chacho Peñaloza. Pero de todas las frases de Sarmiento, hay
una que merece más nuestra
atención en estos días; es la frase que utilizó, en la ya citada carta,
para justificar aquel “ajusticiamiento”
del
Chacho, y que podría considerarse
la ley suprema de la justicia del palo: “el derecho no rige sino con los que lo
respetan, los demás están fuera de la ley”. Pienso, cuando la leo, en los numerosos
linchamientos recientes… ciudadanos que se consideran justos y buenos
ciudadanos castigando severamente a quien juzgan que no lo es… Para ellos el
hecho de que un joven o adolescente transgreda la ley le inhabilita cualquier
derecho, incluso el más básico, que es el
derecho a la vida. Un claro ejemplo
sarmientino…
Y ya que hablamos de Argentina, ¿cómo olvidar a nuestros políticos y su compleja relación con la justicia? Nada más conveniente para ellos que una “justicia del palo”; y no lo digo sólo por ciega e instrumental:
me refiero a una justicia “del palo”; o sea, “del palo” de ellos.
Nada más conveniente
que una justicia amiga del poder, rápida para apretar opositores, lenta para
investigar amigos, disciplinada para sobreseer funcionarios o archivar causas
comprometedoras…
Los que justifican la justicia del palo dicen que no queda otra: frente
al avance de los injustos, que no dudan en pegarle un buen palazo a cualquiera,
lo único que queda
es la rápida y
eficiente “justicia del
palo”, practicada a
tiempo y sin dilaciones institucionales; y que su poco uso nos ha llevado al
estado actual de cosas. Yo, luego de
analizar bastante el asunto, pienso que tal vez sea exactamente al revés: estamos así porque mucha gente, durante mucho tiempo, ha
pensado y sostenido ese tipo de “justicia”, transformando nuestra sociedad en algo, en
muchos sentidos, intrínsecamente injusto. Una sociedad
levantada con enormes y violentas desigualdades, que generan aún más
violencia.
Pienso, para terminar, que no hay mejor manera de hacer justicia que
respetándola. Pienso que, si hay algo justo en este mundo,
es que el ser humano posee derechos, y que esos derechos deben ser
respetados. Pienso que tal vez la mayor
justicia a nuestro alcance es respetar al otro como ser humano, más allá de que me guste o no, incluso más allá de que sea o no delincuente. Pienso que cuando nos olvidamos de la
naturaleza humana como fuente de derechos, nos olvidamos de lo que nos une; y,
sin quererlo, abrimos la puerta a cualquier nuevo totalitarismo. Pienso que, más allá de la justicia institucional, hay una
justicia cotidiana de la cual todos somos parte, y de la cual todos deberíamos ocuparnos si de verdad
queremos un mundo más justo: dar a cada uno lo que le corresponde, no según su mérito, sino según su naturaleza.
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