Albino Luciani, el patriarca de Venecia que fue Papa durante un mes y
unos días con el nombre de Juan Pablo I, transcribe en uno de sus libros un
párrafo muy original del escritor francés Charles Péguy sobre la esperanza:
“La fe de los hombres no me admira –dice
Dios-, no es nada sorprendente: resplandezco de tal manera en mi Creación, que
para no verme, esta
pobre gente tendría que estar ciega. La caridad de los hombres
no me admira –dice Dios-, no es nada sorprendente: esta pobres creaturas son
tan desgraciadas que, si no tienen un corazón de piedra, no pueden menos de
sentir amor unas por otras. La esperanza, ¡esto sí que me admira!”
Lo
que dice Péguy tiene mucho de verdad pero… ¿por qué? ¿Será la esperanza en sí
virtud tan admirable, o lo que sucede es que no abunda?
Vivimos
hoy tiempos complicados para hablar de esperanza, y no sólo en el terreno de la
fe religiosa. El panorama, visto en conjunto, es desalentador, y abarca desde
la falta de horizontes de tantos niños y adolescentes víctimas de la injusticia
social, hasta la desesperación de padres y educadores ante la violencia
juvenil, tan ligada a la ausencia de motivaciones e ideales.
Entretanto, los profesionales de la salud mental que se ocupan de la
depresión –esa oscuridad difícil de
combatir y a veces, inexplicable-, ganan cada día más clientela.
Hace
poco, el Papa Francisco nos dirigió a los integrantes de grupos cristianos unas
palabras muy enérgicas y muy oportunas: nos instó a dejar de “mirarnos el
ombligo” (consejo que ya usaban nuestras abuelas para prevenir la “melancolía”
de la gente joven) y salir a la calle para ayudar a los demás. Se trata de una
caridad que debe ir mucho más allá de no tener un corazón de piedra: la
generosidad que nos transforma en personas abiertas, confiables, que saben
ser apoyo y seguridad para muchos.
Estamos
llamados a convertirnos en signos de esperanza. Sólo así esta virtud, sin dejar
de ser admirable, será también un poco menos escasa.
La
Redacción
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