domingo, 20 de abril de 2014

“NO REPARTIRÁS LOS BIENES AJENOS”

Por Nora Pfluger


Para que exista verdadera justicia, debemos dar de lo nuestro de corazón… sin criticar ni exigir que el otro lo haga primero.

“Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres… si no tengo amor, no me sirve para nada” (1 Corintios 13,3).
Me asombra la indiferencia de nuestra cultura ante las palabras clarísimas del Apóstol San Pablo, escritas hace casi dos mil años. Los pobres, nuestros hermanos, siguen siendo instrumentos de propaganda política, destinatarios de ayuda que hoy se da y mañana se quita, elementos tranquilizadores para ciertas personas piadosas que los usan para estar en paz con su conciencia.
Pero me asombra todavía más el discurso descarado de quien insiste con la dádiva y el desprendimiento… pero no con los propios bienes, sino con los del otro. Traducido: “No soy yo, sino Fulano el que debe renunciar a sus propiedades, porque tiene demasiadas, porque debería repartir su riqueza… y que a mí me toque también un buen pedacito”.
Todos conocemos el papelón de Judas Iscariote, el traidor del Evangelio, que cuando ve que una mujer, en un gesto de amor, unge los pies de Jesús con un caro perfume, masculla literalmente: “¿Por qué no se vendió ese perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?” El Apóstol San Juan, testigo y relator de este episodio, agrega: “Dijo esto, no porque se interesara en los pobres, sino porque era ladrón, y como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella” (Juan 12, 5-6).

Y es que si la justicia, esa virtud que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde, no va unida a la caridad, se convierte en “tambor que suena o címbalo que retiñe”, según el decir de San Pablo en el capítulo antes citado: algo que se adivina hueco, sin contenido.
Y la caridad se debe ejercer sobre el hombre entero: cuerpo y alma.
La Madre Teresa de Calcuta, figura emblemática de la atención al necesitado en la segunda mitad del siglo XX, consideraba que la carencia más grande de los tiempos modernos no era la falta de pan material, sino el vacío espiritual provocado por el déficit de amor misericordioso, ése que me hace sentir en el corazón la miseria del otro y que trasciende la pura justicia.
En algunos lugares de nuestro país (no hablo de Biafra) hay chiquitos que comen tierra para saciar la sensación de hambre de sus pancitas. Una injusticia monstruosa. Por otro lado, días atrás, se encontró en un departamento céntrico de la ciudad de Buenos Aires el cadáver de una mujer que había muerto hacía diez años, sin que nadie –ni vecino, ni familiar, ni amigo- se hubiera preocupado por su existencia. Y no se trataba de una indigente. Tal vez por eso, el escandaloso abandono del que fue víctima no ha entrado en ningún reclamo de justicia social. Pero no deja de ser otra forma de injusticia, sumada a una grave ausencia de respeto y misericordia.
Con esto no intento decir que todo el mundo viva en la hipocresía. No quiero minimizar la tarea que cientos de personas de buena voluntad realizan todos los días desinteresadamente, brindando víveres, medicinas, techo y abrigo a los que menos tienen, procurándoles trabajo, ofreciéndoles una educación que les permita en algún momento sobrevivir por sus propios medios y recuperar así el sentido de su propia dignidad.

Pero cuando la ayuda no se presta por amor, cuando intervienen otros intereses, desconfío. No encuentro muy genuinos los reclamos de justicia en los que se mezclan la envidia y el afán de sacar provecho personal, incluso admitiendo que todos tenemos un fondo de egoísmo y que ninguna acción humana es “químicamente pura”. Por supuesto, no hay que esperar a ser santo para ayudar al prójimo. Pero si doy algo, al menos que sea de lo mío y de corazón, no de lo del otro por obtener ventaja, o porque siempre me dolió que él tuviera más que yo. Al Décimo Mandamiento: “No codiciarás los bienes ajenos”, Moisés debió hacer una llamadita y añadir: “No repartirás los bienes ajenos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario