Por Nora Pfluger
Para
que exista verdadera justicia, debemos dar de lo nuestro de corazón…
sin criticar ni exigir que el otro lo haga primero.
“Aunque
repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres… si no
tengo amor, no me sirve para nada” (1 Corintios 13,3).
Me
asombra la indiferencia de nuestra cultura ante las palabras
clarísimas del Apóstol San Pablo, escritas hace casi dos mil años.
Los pobres, nuestros hermanos, siguen siendo instrumentos de
propaganda política, destinatarios de ayuda que hoy se da y mañana
se quita, elementos tranquilizadores para ciertas personas piadosas
que los usan para estar en paz con su conciencia.
Pero
me asombra todavía más el discurso descarado de quien insiste con
la dádiva y el desprendimiento… pero no con los propios bienes,
sino con los del otro. Traducido: “No soy yo, sino Fulano el que
debe renunciar a sus propiedades, porque tiene demasiadas, porque
debería repartir su riqueza… y que a mí me toque también un buen
pedacito”.
Todos
conocemos el papelón de Judas Iscariote, el traidor del Evangelio,
que cuando ve que una mujer, en un gesto de amor, unge los pies de
Jesús con un caro perfume, masculla literalmente: “¿Por qué no
se vendió ese perfume en trescientos denarios para dárselos a los
pobres?” El Apóstol San Juan, testigo y relator de este episodio,
agrega: “Dijo esto, no porque se interesara en los pobres, sino
porque era ladrón, y como estaba encargado de la bolsa común,
robaba lo que se ponía en ella” (Juan 12, 5-6).
Y
es que si la justicia, esa virtud que lleva a dar a cada uno lo que
le corresponde, no va unida a la caridad, se convierte en “tambor
que suena o címbalo que retiñe”, según el decir de San Pablo en
el capítulo antes citado: algo que se adivina hueco, sin contenido.
Y
la caridad se debe ejercer sobre el hombre entero: cuerpo y alma.
La
Madre Teresa de Calcuta, figura emblemática de la atención al
necesitado en la segunda mitad del siglo XX, consideraba que la
carencia más grande de los tiempos modernos no era la falta de pan
material, sino el vacío espiritual provocado por el déficit de amor
misericordioso, ése que me hace sentir en el corazón la miseria del
otro y que trasciende la pura justicia.
En
algunos lugares de nuestro país (no hablo de Biafra) hay chiquitos
que comen tierra para saciar la sensación de hambre de sus pancitas.
Una injusticia monstruosa. Por otro lado, días atrás, se encontró
en un departamento céntrico de la ciudad de Buenos Aires el cadáver
de una mujer que había muerto hacía diez años, sin que nadie –ni
vecino, ni familiar, ni amigo- se hubiera preocupado por su
existencia. Y no se trataba de una indigente. Tal vez por eso, el
escandaloso abandono del que fue víctima no ha entrado en ningún
reclamo de justicia social. Pero no deja de ser otra forma de
injusticia, sumada a una grave ausencia de respeto y misericordia.
Con
esto no intento decir que todo el mundo viva en la hipocresía. No
quiero minimizar la tarea que cientos de personas de buena voluntad
realizan todos los días desinteresadamente, brindando víveres,
medicinas, techo y abrigo a los que menos tienen, procurándoles
trabajo, ofreciéndoles una educación que les permita en algún
momento sobrevivir por sus propios medios y recuperar así el sentido
de su propia dignidad.
Pero
cuando la ayuda no se presta por amor, cuando intervienen otros
intereses, desconfío. No encuentro muy genuinos los reclamos de
justicia en los que se mezclan la envidia y el afán de sacar
provecho personal, incluso admitiendo que todos tenemos un fondo de
egoísmo y que ninguna acción humana es “químicamente pura”.
Por supuesto, no hay que esperar a ser santo para ayudar al prójimo.
Pero si doy algo, al menos que sea de lo mío y de corazón, no de lo
del otro por obtener ventaja, o porque siempre me dolió que él
tuviera más que yo. Al Décimo Mandamiento: “No codiciarás los
bienes ajenos”, Moisés debió hacer una llamadita y añadir: “No
repartirás los bienes ajenos”.
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