En
ninguna época de la Historia ha sido fácil ni el ejercicio de la
justicia, ni el de la bondad. Sin embargo, existe una cierta
condescendencia (o debilidad) que goza hoy de mayor simpatía que un
obrar objetivamente justo, tal vez porque para éste es necesario
reflexionar y ser prudente, y para el otro, basta abrir las manos y
desparramar las dádivas, y que los demás se las arreglen para
repartirlas.
Si
lo queremos ver en profundidad, hay bondades que no son tales, sino
pasividad y falta de carácter, o pereza para razonar sobre lo que
realmente corresponde y, en esas condiciones, lógicamente, es más
sencillo ser “bueno”. Es más fácil callarme y esquivar ciertas
confrontaciones que esforzarme por encontrar y pronunciar, a tiempo,
la palabra oportuna. Es menos comprometedor decir que “no vi nada”
en la esquina en que se produjo el accidente, que contar lo que
sucedió. Es más cómodo dar de lo que me sobra que luchar para que
exista igualdad de oportunidades para todos.
Para
algunos padres y docentes, resulta menos conflictivo, en el momento,
ceder ante las exigencias del niño caprichoso que marcarle límites…
aunque la sociedad (y los propios padres y educadores) tengan que
soportar después las consecuencias.
Claro
que en el otro extremo, están la rigidez, el deseo inmoderado de
ser el dueño de la razón, el afán de que el otro se ajuste a
nuestros esquemas, la falta de tolerancia con las debilidades y
defectos de nuestros hermanos. Allí es donde la justicia debe ser
templada por la misericordia, que significa, literalmente, sentir en
el corazón las miserias del prójimo. Y no porque una virtud deba
reemplazar a la otra. Necesitamos vivir las dos. La frase bíblica
sobre “la justicia y la paz” que “se encuentran”, del Salmo
86(85), podría traducirse también: “La justicia y la misericordia
se abrazan”.
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