Por Cecilia López Puertas
No cuento más que fronteras
hacia cualquier dirección.
Mi estrella fue de tercera,
no mi sol.
Mi cuerpo reta mil leyes
no mi sol.
Mi cuerpo reta mil leyes
para cambiar de lugar.
Mi sueño, rey entre reyes,
echa a andar.
Mi sueño, rey entre reyes,
echa a andar.
(Fronteras,
Silvio Rodríguez)
¿Cómo existir si uno
no sabe dónde está? ¿Si tiene que asumir a la vez una cultura de pescadores
tailandeses y otra de grandes burgueses parisinos? ¿De hijos de inmigrantes y
de miembros de una gran nación conservadora? se
preguntaba Paloma, la niña de “La elegancia del erizo” apenas conocer a Théo,
un niñito tailandés adoptado por un matrimonio de franceses luego de que su
familia muriera a causa del tsunami. ¿Y
yo? ¿Cuál es mi problema cultural? ¿De qué manera estoy yo dividida entre distintas
creencias incompatibles? pensaba a través de Paloma, Muriel Barbery, la
escritora de ese libro. Me quedo entonces dándole vueltas al asunto. Es que…
¿No somos todos, de una manera u otra, extranjeros?
Según la
División de Población de NU hay más personas que nunca
viviendo en el extranjero. En el año 2013 se calculan unos 232 millones de
personas. Un número que ha crecido comparado con los 175 millones que se
calculaban en el año 2000 y 154 en 1990. Es decir que en la actualidad un 3.2
% de la población mundial vive en un
país diferente del que nació (http://esa.un.org/unmigration/wallchart2013.htm).
En nuestro país, según los datos oficiales del último Censo
2010, se encuentran viviendo un total de 1,8 millones de extranjeros, esto es
algo más que el 4.5 % de los habitantes del país. Para darnos una idea, sería
como llenar 23 estadios Monumentales.
Entonces, vivo en el país en el que nací pero hay miles de
personas que no. Se han desplazado, solos, con sus familias. Eso limita sus posibilidades
de participación, y no solamente porque su residencia sea o no “regular”, la
práctica ha enseñado que tienen accesos restringidos a derechos aun cuando
formalmente se les otorguen. Y el asunto es que a la hora de pensar una
sociedad, la participación política y social aparecen como elementos claves en lo
que podríamos llamar, el engranaje de la inclusión. Precisamente, se habla de
excluidos sociales en tanto no tienen voz en ese campo político y social, ni
posibilidad de actuar y mucho menos de influir en las decisiones. Es casi
imposible ser inmigrante y no ser excluido. Y eso se agrava si pensamos la
inmigración en el contexto mundial, donde para algunos países del norte aparece
como mala palabra, en el que cada vez que un presidente de algún estado de la Unión Europea habla sobre
inmigración, se refiere a cómo combatirla; en el que cruzar algunas fronteras
significa arriesgar la vida.
Un buen (o mal) ejemplo es el caso Hoffman Plastic Compounds Inc. v. NLRB, la Suprema Corte
de Estados Unidos consideró que se podía despedir a un trabajador por intentar
formar un sindicato y sin pagarle los salarios caídos (back pay), algo que
evidentemente viola derechos laborales. Eso, porque el trabajador había
incurrido en “mala conducta grave” al obtener el empleo incumpliendo la Inmmigration Reform and Control Act, es decir, el hombre
era un “inmigrante irregular”, así que eso de no pagarle era una especie de
“compensación” por años de trabajo obtenido en fraude a la ley de inmigración (http://www.acnur.org/biblioteca/pdf/2351.pdf?view=1).
Pero esto no pasa sólo en Estados Unidos. La explicación no es complicada, son medidas
que sólo sirven para hacer más y más barata la mano de obra de los migrantes
trabajadores, profundizando las desigualdades.
Así las cosas, pareciera que Joaquín Herrera Flores tenía
razón cuando sostuvo que la emigración implica, sobre todo, un desequilibrio en
la distribución de la riqueza. Él decía que se trataba de una nueva ley de
oferta y demanda aplicada al empobrecimiento de algunos países a costa del
enriquecimiento de otros: el país de recepción manda; el inmigrante, el
diferente, el desigual sirven (http://www.derechoshumanos.unlp.edu.ar/assets/files/documentos/la-reinvencion-de-los-derechos-humanos.pdf).
Pero los problemas económicos están conectados con los
políticos y con los culturales. No se trata sólo de trabajo mal pago, de falta
de acceso a derechos básicos, se trata de quiénes somos y de quiénes queremos
ser.
La pregunta obligada es entonces ¿Cómo integrarnos sin
disolvernos?
Omar Abu Bilal, un periodista musulmán y catalán, se ha
estado preguntando esto hace unos cuántos años. Él pensaba en sus hijos y los
de musulmanes inmigrantes, pensaba en lo difícil de vivir en un mundo en casa
que se parece poco al de la calle. ¿Cómo ser musulmán y catalán a la vez?
Para comenzar, pensaba que una integración es un proceso
que debe arrancar en la propia identidad y que no puede ir contra ella. Que
para eso había que reforzar la participación de las personas inmigrantes,
institucionalizando esas comunidades, dándoles el lugar que les cabe, sacándolos
de la semiclandestinidad. Que para eso no se pueden adoptar posiciones extremas
que llevan a problemas de identidad, entonces se quiere descatalanizar,
deseuropeizar, desculturalizar… obviando los aportes culturales de los
hermanos, lo que es arrogancia, vanidad y en cierta manera una forma de racismo
(http://old.webislam.com/numeros/0_articulos_raiz/tx_97_04.htm).
En esa misma línea, el Papa Francisco en la Exortación Apostólica
Evangelii Gaudim habló de los
migrantes, dijo que le plantean un desafío particular por que es Pastor de una
Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos. Directamente, exhortó a
los países a una apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad
local sean capaces de crear nuevas síntesis culturales. Superando la desconfianza
e integrando a los diferentes… ciudades que hacen de esa integración un nuevo
factor de desarrollo, llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el
reconocimiento del otro.
Ya en la Audiencia
General del 9 de octubre de este año había hablado sobre el
carácter de “católica” de la
Iglesia. Decía que la Iglesia es católica porque es la «Casa de la
armonía» donde unidad y diversidad saben conjugarse juntas para ser riqueza.
Pensando a la Iglesia
es como una gran orquesta en la que existe variedad. Todos somos distintos,
diferentes, cada uno con las propias cualidades. Ni somos todos iguales ni
debemos serlo.
Y entonces ¿No
somos de una manera u otra extranjeros? Lucas, el alter ego que usa Julio
Cortázar en “Un tal Lucas”, pensaba al patriotismo y al patrioterismo, decía
que le daba risa cuando se pescaba a sí mismo engallado y argentino hasta la
muerte, porque si bien su argentinidad era “otra cosa”, dentro de esa cosa
sobrenadaban cachitos de laureles (sean eternos los) y en pleno malecón
habanero escuchaba a su propia voz entre otras voces de amigos diciendo que “nadie
sabe lo que es carne si no conoce el asado de tira criollo”, que entonces les
atacaba a él y a sus amigos un superpatrioterismo gastronómico o botánico o
agropecuario o ciclista... Su
argentinidad era “otra cosa”, era su patio de la infancia con sus malvones y
glicinas, los mates, las conversaciones de sus tías sobre enfermedades y disgustos
familiares, el olor a ropa tendida… su identidad. ¿Cómo existir negando eso?
¿De dónde sale el derecho de unos sobre los otros para decir qué historia vale
y cuál no? ¿De dónde la idea de infancias, familias, patios… más importantes
que los otros? ¿De dónde la idea de las fronteras?
Esta pregunta me parece inquietante: "¿No somos todos, de una manera u otra, extranjeros?" Muy buena la nota, Ceci. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias Dani, me alegra mucho que te haya gustado!
ResponderEliminarNo sabía que me podía loguear... qué cabezona!
ResponderEliminar