jueves, 19 de diciembre de 2013

Inmigrantes

Por Cecilia López Puertas





No cuento más que fronteras
hacia cualquier dirección. 
Mi estrella fue de tercera,
no mi sol. 

Mi cuerpo reta mil leyes
para cambiar de lugar. 
Mi sueño, rey entre reyes, 
echa a andar.

(Fronteras, Silvio Rodríguez)






¿Cómo existir si uno no sabe dónde está? ¿Si tiene que asumir a la vez una cultura de pescadores tailandeses y otra de grandes burgueses parisinos? ¿De hijos de inmigrantes y de miembros de una gran nación conservadora? se preguntaba Paloma, la niña de “La elegancia del erizo” apenas conocer a Théo, un niñito tailandés adoptado por un matrimonio de franceses luego de que su familia muriera a causa del tsunami. ¿Y yo? ¿Cuál es mi problema cultural? ¿De qué manera estoy yo dividida entre distintas creencias incompatibles? pensaba a través de Paloma, Muriel Barbery, la escritora de ese libro. Me quedo entonces dándole vueltas al asunto. Es que… ¿No somos todos, de una manera u otra, extranjeros?
Según la División de Población de NU hay más personas que nunca viviendo en el extranjero. En el año 2013 se calculan unos 232 millones de personas. Un número que ha crecido comparado con los 175 millones que se calculaban en el año 2000 y 154 en 1990. Es decir que en la actualidad un 3.2 %  de la población mundial vive en un país diferente del que nació (http://esa.un.org/unmigration/wallchart2013.htm).
En nuestro país, según los datos oficiales del último Censo 2010, se encuentran viviendo un total de 1,8 millones de extranjeros, esto es algo más que el 4.5 % de los habitantes del país. Para darnos una idea, sería como llenar 23 estadios Monumentales.
Entonces, vivo en el país en el que nací pero hay miles de personas que no. Se han desplazado, solos, con sus familias. Eso limita sus posibilidades de participación, y no solamente porque su residencia sea o no “regular”, la práctica ha enseñado que tienen accesos restringidos a derechos aun cuando formalmente se les otorguen. Y el asunto es que a la hora de pensar una sociedad, la participación política y social aparecen como elementos claves en lo que podríamos llamar, el engranaje de la inclusión. Precisamente, se habla de excluidos sociales en tanto no tienen voz en ese campo político y social, ni posibilidad de actuar y mucho menos de influir en las decisiones. Es casi imposible ser inmigrante y no ser excluido. Y eso se agrava si pensamos la inmigración en el contexto mundial, donde para algunos países del norte aparece como mala palabra, en el que cada vez que un presidente de algún estado de la Unión Europea habla sobre inmigración, se refiere a cómo combatirla; en el que cruzar algunas fronteras significa arriesgar la vida.
Un buen (o mal) ejemplo es el caso Hoffman Plastic Compounds Inc. v. NLRB, la Suprema Corte de Estados Unidos consideró que se podía despedir a un trabajador por intentar formar un sindicato y sin pagarle los salarios caídos (back pay), algo que evidentemente viola derechos laborales. Eso, porque el trabajador había incurrido en “mala conducta grave” al obtener el empleo incumpliendo la Inmmigration Reform and Control Act, es decir, el hombre era un “inmigrante irregular”, así que eso de no pagarle era una especie de “compensación” por años de trabajo obtenido en fraude a la ley de inmigración (http://www.acnur.org/biblioteca/pdf/2351.pdf?view=1). Pero esto no pasa sólo en Estados Unidos. La explicación no es complicada, son medidas que sólo sirven para hacer más y más barata la mano de obra de los migrantes trabajadores, profundizando las desigualdades.
Así las cosas, pareciera que Joaquín Herrera Flores tenía razón cuando sostuvo que la emigración implica, sobre todo, un desequilibrio en la distribución de la riqueza. Él decía que se trataba de una nueva ley de oferta y demanda aplicada al empobrecimiento de algunos países a costa del enriquecimiento de otros: el país de recepción manda; el inmigrante, el diferente, el desigual sirven (http://www.derechoshumanos.unlp.edu.ar/assets/files/documentos/la-reinvencion-de-los-derechos-humanos.pdf).
Pero los problemas económicos están conectados con los políticos y con los culturales. No se trata sólo de trabajo mal pago, de falta de acceso a derechos básicos, se trata de quiénes somos y de quiénes queremos ser.
La pregunta obligada es entonces ¿Cómo integrarnos sin disolvernos?
Omar Abu Bilal, un periodista musulmán y catalán, se ha estado preguntando esto hace unos cuántos años. Él pensaba en sus hijos y los de musulmanes inmigrantes, pensaba en lo difícil de vivir en un mundo en casa que se parece poco al de la calle. ¿Cómo ser musulmán y catalán a la vez?
Para comenzar, pensaba que una integración es un proceso que debe arrancar en la propia identidad y que no puede ir contra ella. Que para eso había que reforzar la participación de las personas inmigrantes, institucionalizando esas comunidades, dándoles el lugar que les cabe, sacándolos de la semiclandestinidad. Que para eso no se pueden adoptar posiciones extremas que llevan a problemas de identidad, entonces se quiere descatalanizar, deseuropeizar, desculturalizar… obviando los aportes culturales de los hermanos, lo que es arrogancia, vanidad y en cierta manera una forma de racismo (http://old.webislam.com/numeros/0_articulos_raiz/tx_97_04.htm).
En esa misma línea, el Papa Francisco en la Exortación Apostólica Evangelii Gaudim habló de los migrantes, dijo que le plantean un desafío particular por que es Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos. Directamente, exhortó a los países a una apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sean capaces de crear nuevas síntesis culturales. Superando la desconfianza e integrando a los diferentes… ciudades que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo, llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro.
Ya en la Audiencia General del 9 de octubre de este año había hablado sobre el carácter de “católica” de la Iglesia. Decía que la Iglesia es católica porque es la «Casa de la armonía» donde unidad y diversidad saben conjugarse juntas para ser riqueza. Pensando a la Iglesia es como una gran orquesta en la que existe variedad. Todos somos distintos, diferentes, cada uno con las propias cualidades. Ni somos todos iguales ni debemos serlo.

Y entonces ¿No somos de una manera u otra extranjeros? Lucas, el alter ego que usa Julio Cortázar en “Un tal Lucas”, pensaba al patriotismo y al patrioterismo, decía que le daba risa cuando se pescaba a sí mismo engallado y argentino hasta la muerte, porque si bien su argentinidad era “otra cosa”, dentro de esa cosa sobrenadaban cachitos de laureles (sean eternos los) y en pleno malecón habanero escuchaba a su propia voz entre otras voces de amigos diciendo que “nadie sabe lo que es carne si no conoce el asado de tira criollo”, que entonces les atacaba a él y a sus amigos un superpatrioterismo gastronómico o botánico o agropecuario o ciclista...  Su argentinidad era “otra cosa”, era su patio de la infancia con sus malvones y glicinas, los mates, las conversaciones de sus tías sobre enfermedades y disgustos familiares, el olor a ropa tendida… su identidad. ¿Cómo existir negando eso? ¿De dónde sale el derecho de unos sobre los otros para decir qué historia vale y cuál no? ¿De dónde la idea de infancias, familias, patios… más importantes que los otros? ¿De dónde la idea de las fronteras?

3 comentarios:

  1. Esta pregunta me parece inquietante: "¿No somos todos, de una manera u otra, extranjeros?" Muy buena la nota, Ceci. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Dani, me alegra mucho que te haya gustado!

    ResponderEliminar
  3. No sabía que me podía loguear... qué cabezona!

    ResponderEliminar