Por Nora Pflüger
El libro del Génesis, con el que se inicia la Biblia, continúa diciendo:“ Y hubo tarde y hubo mañana: día primero”. (Génesis 1, 5). Se inaugura así el ciclo de la rotación de la Tierra, y con él, ese otro dolor de cabeza para los sabios: el tiempo.
Para la ciencia,
la luz sigue siendo un misterio. Vivimos inmersos en ese misterio, que nos
permite conocer el mundo sin necesidad de tocarlo con las manos. La luz hace
que las cosas vengan hacia nosotros. Nos sumergimos en ella, como en el aire
que respiramos, cuando por la mañana abrimos la ventana
de nuestro cuarto, cuando salimos a la calle y decimos “Hoy hace lindo día”,
cuando reconocemos el rostro de un amigo. Para nuestra pequeñez, ella vence la
distancia y el paso de los siglos: por la noche, al mirar el cielo, podemos
percibir aún el parpadeo de una estrella que desapareció hace mil años.
Aquí nomás está
esa otra maravilla, que Dios puso en el cielo como signo de la Alianza con
todos los seres vivientes: el arcoiris. De chicos, tal vez nos lo explicábamos
como unas rayas que Dios trazaba en el firmamento con un balde de pintura y un
pincel grandote. Hoy sabemos que es la luz que, al pasar a través de las gotas
de agua, se descompone en los colores del prisma. Y pensar de esta manera puede
ser mucho más religioso, estar mucho más cerca de la verdad que imaginar al
Creador como un pintor de brocha gorda. Al balde y a la pintura los inventamos
nosotros. Dios hizo la luz.
Se dice que
Albert Einstein, después de haber investigado el tema hasta la perplejidad,
concluyó: “La luz es la sombra de Dios”. Parece que otros científicos,
igualmente azorados, lo dijeron también. Lo cierto es que la frase coincide con
la intuición de los pueblos antiguos que, con admirada veneración, vieron en la
luz la manifestación más clara de la presencia de la divinidad.
Cuando el humilde
indiecito Juan Diego, en el cerro de Tepeyac, en el Méjico del siglo XVI, oye
una música y ve aparecer una Señora revestida de luz, interpreta que esa Señora
procede del Cielo, porque para los aztecas, la luz , como la música, era
expresión directa de aquello que viene de lo alto. A muchos kilómetros de allí,
y cientos de años atrás, el apóstol San Juan habla de “una mujer vestida de
sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”
(Apocalipsis 12, 1), a la que los Santos Padres han identificado con María, la
Madre del Salvador.
En la liturgia de
los judíos, al anochecer del sábado, se enciende un cirio que, según algunos,
simboliza la esperanza del Mesías. De ser así, ese gesto enlaza con la liturgia
cristiana cuando, en la noche del Sábado Santo, los fieles entran en el templo
a oscuras, llevando el cirio encendido con el que proclaman la fe en la “luz de
Cristo”.
La misma comunidad
cristiana, en otras celebraciones, llama al Espíritu de Dios, el Espíritu
Santo, “luz”: la que guía los pasos del hombre, alumbra sus sentidos, ilumina
su mente, convierte el corazón frío en fuente de amor cálido y generoso.
Hoy vivimos una
época difícil en nuestro país y en el mundo: confusión, oscuridad, violencia.
Pero todos los años, en tiempo de Navidad, la Iglesia nos hace escuchar las
palabras del profeta Isaías, anunciando al Salvador: “El pueblo que caminaba en
las tinieblas ha visto una gran luz” (Isaías 9,1).
Esa luz quiere
ser alegría para todos, porque la Navidad, al mismo tiempo que es tradición y
fe de una Iglesia, es también celebración universal de la paz, mensaje abierto
a los pobres, a los pequeños, a los que sufren, a la humanidad toda, sin
exclusión.
Nunca abarcaremos
totalmente ese misterio, como tal vez nunca lleguemos a descifrar íntegramente
el misterio de la luz. Pero ésta es la hora de volver a usar nuestra
inteligencia, no para dudar, sino para estimular la esperanza. El Dios que creó
la luz, esa creatura asombrosa, ¿qué más
no podrá hacer, si se lo pedimos y Él lo quiere? Confiemos sinceramente en que
para Él “nada es imposible”.
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