jueves, 19 de diciembre de 2013

“HÁGASE LA LUZ”



Por  Nora Pflüger

 Al comienzo, eran las tinieblas. Y Dios dijo “Hágase la  luz”. Por su Palabra, existe la primera creatura: limpia, pura, sin mezcla, sin contaminación, nacida directamente del Creador. Es un milagro y no nos damos cuenta. Cuando queremos definirla, escapa a todos nuestros razonamientos.

El libro del Génesis, con el que se inicia la Biblia, continúa diciendo:“ Y hubo tarde y hubo mañana: día primero”. (Génesis 1, 5). Se inaugura así el ciclo de la rotación de la Tierra, y con él, ese otro dolor de cabeza para los sabios: el tiempo.


Para la ciencia, la luz sigue siendo un misterio. Vivimos inmersos en ese misterio, que nos permite conocer el mundo sin necesidad de tocarlo con las manos. La luz hace que las cosas vengan hacia nosotros. Nos sumergimos en ella, como en el aire que respiramos, cuando por la mañana abrimos la ventana de nuestro cuarto, cuando salimos a la calle y decimos “Hoy hace lindo día”, cuando reconocemos el rostro de un amigo. Para nuestra pequeñez, ella vence la distancia y el paso de los siglos: por la noche, al mirar el cielo, podemos percibir aún el parpadeo de una estrella que desapareció hace mil años.

 Aquí nomás está esa otra maravilla, que Dios puso en el cielo como signo de la Alianza con todos los seres vivientes: el arcoiris. De chicos, tal vez nos lo explicábamos como unas rayas que Dios trazaba en el firmamento con un balde de pintura y un pincel grandote. Hoy sabemos que es la luz que, al pasar a través de las gotas de agua, se descompone en los colores del prisma. Y pensar de esta manera puede ser mucho más religioso, estar mucho más cerca de la verdad que imaginar al Creador como un pintor de brocha gorda. Al balde y a la pintura los inventamos nosotros. Dios hizo la luz.

  Se dice que Albert Einstein, después de haber investigado el tema hasta la perplejidad, concluyó: “La luz es la sombra de Dios”. Parece que otros científicos, igualmente azorados, lo dijeron también. Lo cierto es que la frase coincide con la intuición de los pueblos antiguos que, con admirada veneración, vieron en la luz la manifestación más clara de la presencia de la divinidad.

  Cuando el humilde indiecito Juan Diego, en el cerro de Tepeyac, en el Méjico del siglo XVI, oye una música y ve aparecer una Señora revestida de luz, interpreta que esa Señora procede del Cielo, porque para los aztecas, la luz , como la música, era expresión directa de aquello que viene de lo alto. A muchos kilómetros de allí, y cientos de años atrás, el apóstol San Juan habla de “una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Apocalipsis 12, 1), a la que los Santos Padres han identificado con María, la Madre del Salvador.

  En la liturgia de los judíos, al anochecer del sábado, se enciende un cirio que, según algunos, simboliza la esperanza del Mesías. De ser así, ese gesto enlaza con la liturgia cristiana cuando, en la noche del Sábado Santo, los fieles entran en el templo a oscuras, llevando el cirio encendido con el que proclaman la fe en la “luz de Cristo”.

   La misma comunidad cristiana, en otras celebraciones, llama al Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, “luz”: la que guía los pasos del hombre, alumbra sus sentidos, ilumina su mente, convierte el corazón frío en fuente de amor cálido y generoso.

  Hoy vivimos una época difícil en nuestro país y en el mundo: confusión, oscuridad, violencia. Pero todos los años, en tiempo de Navidad, la Iglesia nos hace escuchar las palabras del profeta Isaías, anunciando al Salvador: “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz” (Isaías 9,1).

  Esa luz quiere ser alegría para todos, porque la Navidad, al mismo tiempo que es tradición y fe de una Iglesia, es también celebración universal de la paz, mensaje abierto a los pobres, a los pequeños, a los que sufren, a la humanidad toda, sin exclusión.
  Nunca abarcaremos totalmente ese misterio, como tal vez nunca lleguemos a descifrar íntegramente el misterio de la luz. Pero ésta es la hora de volver a usar nuestra inteligencia, no para dudar, sino para estimular la esperanza. El Dios que creó la luz, esa creatura asombrosa,  ¿qué más no podrá hacer, si se lo pedimos y Él lo quiere? Confiemos sinceramente en que para Él “nada es imposible”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario