Por Francisco Andrés Flores
Todo obstáculo a la luz produce sombras.
Y, a partir de allí, ellas existen, colgando de los objetos, siempre en dirección contraria a la fuente de luz;
existiendo en otro, nunca por sí mismas.

Obviamente que en este tema (como no podía ser de otra manera) hay zonas
grises. Porque hay muchas maneras de
referirse o nombrar a las sombras, así como también múltiples contextos. Y la interpretación de todo símbolo es
inseparable de su contexto. En artes
visuales, por ejemplo, las sombras son
esa privación de color
necesaria para la percepción del todo: sin
ellas no hay perspectiva, tridimensionalidad, volumen, etc.; los climas, las
estaciones, las horas del día, la belleza
visual y sus matices… todo esto las
involucra. Y hasta podríamos pensar que, en un mundo imperfecto y
mutable, las luces y las sombras tienen un equilibrio dinámico (como el ying-yang de los
orientales, o el acto y la potencia de Aristóteles).
Eso hablando en el plano físico.
Aunque también podríamos pensarlo de alguna manera en un
plano afectivo, psicológico o antropológico; porque todos sabemos, por propia
experiencia, que el ser humano camina (real y metafóricamente) entre luces y sombras.
Pero otra cosa es el tema del mal: ahí las sombras y su oscuridad se ciernen acechantes, y toda su carga
simbólica refiere a un
mundo amenazante y perturbador para el hombre.
En griego, “sombras” se dice “érebos”: este era también el nombre de un dios (Érebo, también llamado Skotos), hijo de Caos y hermano de Nix (“noche”). Era asimismo el nombre
de una región del reino de los
muertos, que los griegos llamaban Hades (significa “no-visible”, y es paralelo a
Sheol, la palabra hebrea que nombra al inframundo, descripto como lugar de
sombras y morada de tinieblas).
Para los hebreos la sombra podía ser también sinónimo de protección: “bajo la sombra de tus alas protégeme” (Salmo 17, 8), y
no podía ser para menos en
un pueblo que vagó durante cuarenta años por el desierto. Sin embargo, la relación entre las sombras y el mal son muy
frecuentes: “aunque ande en
valle de sombra de muerte, no temeré…” (Salmo 23,4); “para alumbrar a los
que están en las tinieblas
y en la sombra de la muerte…” (Lucas, 1, 79),
etc.
Pero si la relación a las sombras puede tener algunos usos positivos, es diferente
en cambio con la referencia a las tinieblas.
En el Nuevo Testamento la palabra griega que las nombra es “skotos", traducido al latín por “tenebris” (o sea,
tinieblas). Su uso es claramente
referido al mal, y es muy frecuentemente mencionada como oposición a la luz (en griego “phós”), por ejemplo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue
no andará en tinieblas, sino
que tendrá la luz de la vida” (Juan 8, 12). O como cuando Cristo le dice a sus verdugos: “mas ésta es vuestra hora, y el poder de las tinieblas” (Lucas 22, 53).
Esta “oscura” referencia a las
sombras y su reino perturbador no ha evitado que numerosos hombres, a lo largo
de la historia, hayan intentado transitar sus caminos sinuosos y ocultos: lo
hicieron Orfeo, Ulises, Eneas, Dante (de la mano de Virgilio) y muchos más, que exceden esta breve lista. Si traspasamos el límite de la literatura, podríamos incluir en la lista a innumerables miniaturistas medievales,
a El Bosco y sus pinturas de los pecados capitales y el infierno, a las
versiones de Boticelli y William Blake sobre el infierno de Dante (y ya que
mencionamos a William Blake, por qué no sus Cantos del Infierno), también algunas de las pinturas negras de Goya, etc. Pero, claro está, todo esto dentro del dominio simbólico del arte, y como alegoría de un itinerario espiritual del hombre, o de las luces y sombras
de la propia existencia. Si avanzamos
hasta el siglo XX sin dudas que podríamos agigantar la lista, aunque con una salvedad: la referencia a
las tinieblas, en algunas expresiones de la cultura de masas (incluso también en muchas de la cultura que Bourdieu
llama “de élite”) no es una referencia simbólica; sino, al contrario, una invocación más o menos velada, y
a veces incluso totalmente descarada. Se
ha ido operando, sutil pero indeclinablemente (o, mejor dicho, muy
declinablemente) una naturalización de lo tenebroso, al punto que puede ser tanto un juego de
computadoras, una serie de películas exitosas, personajes infantiles gráficos y de TV, modas, libros para chicos con contenidos nigrománticos… y todo eso sin contar una multitud de grupos musicales de
diferentes géneros para consumo
adolescente, que hacen de lo oscuro su “onda” y su mensaje. El siglo XXI ha seguido en ese camino, y lo
ha profundizado.
Pero a todo lo que mencionamos anteriormente
hay que agregarle un paso más hacia el
abismo. Porque todo lo anterior podría, tal vez, entenderse en la línea de Niezstche y su retorno a lo dionisíaco, en oposición al modelo apolíneo hegemónico (según Niezstche). Podría entenderse como un matiz cultural
necesario que compense, optando por las sombras, la decisiva opción por la luz de la larga tradición cristiana… Rápidamente esta ilusión se derrumba con un muy simple análisis histórico del siglo XX y sus grandes guerras. Pero se hace mucho más evidente cuando, analizando un poco más algunas expresiones artísticas o pseudo, se logra comprender su
verdadero contenido tenebroso e incluso deliberadamente sacrílego.
Porque una cosa es una atracción por aquello que, oscuro, llama desde el misterio; otra, muy
distinta, el rechazo (incluso la agresión) a todo lo que pueda haber de luminoso en la civilización occidental, si es que ésta aún existe. ¿Qué significan obras como “Piss Christ", de Andrés Serrano, o la muestra “Así sea” de Cristina Planas, o muchas de las
obras de León Ferrari expuestas
en “Retrospectiva
1954-2004” y en “Otras bestias”? No menciono obras
aisladas, sino conjuntos enteros de obras, a las que se les ha dado lugar en
las mejores salas de Latinoamérica y del mundo, y
cuyos autores cobran fortunas. Y son sólo algunas, pertenecientes a la llamada
cultura de élite. ¿Qué decir de engendros
pseudogóticos como “Monster high” o Harry Potter, que utilizan abundante simbología de la magia negra y el satanismo, y que
poseen un aparato enorme de difusión mundial? Los cuales, además, están dedicados al público infantil…
Alguien podría decirme que estas cosas son sólo productos artísticos y de
consumo, por lo tanto inocuos, y que cada cual puede elegir consumirlos o no;
lo cual es cierto en parte, y no me opongo.
Pero eso no me impide hacer una reflexión sobre el grado de oscurecimiento actual; y pensar que tal vez,
en términos culturales,
realmente esta sea “la hora del poder
de las tinieblas”.
De todas formas, toda esta “tiniebla de mercado” tiene sus consecuencias. Y no me voy a referir a las personales de
cada “consumidor”, ya que excede el análisis.
Pero sí a las evidentes,
por ejemplo: en apenas un mes, en nuestro país, se vandalizaron cinco iglesias cristianas, con actos sacrílegos en los altares, y sin robar más objetos de valor que las hostias
consagradas. Los sacrilegios perpetrados
parecen calcados de los libros de satanismo (y basta nomás buscar las instrucciones en
google). En La Plata, además,
fue atacado dos veces el Santuario de Schöenstatt, y la imagen de la Virgen decapitada… todo en las semanas anteriores y
posteriores a la llamada fiesta de Haloween.
Desatar las fuerzas de la oscuridad va más allá de los vidrios de
las marquesinas, y está claro que hay
gente dispuesta a hacerlo.
Otras veces las agresiones a lo sagrado
provienen de colectivos sin apariencia tenebrosa; más bien lo contrario: se presentan como racionales, “progres”, y tachan de “oscurantista” a cualquier idea que se base en valores
religiosos. Podríamos mencionar, en este grupo, a las
protestas de los grupos políticos que,
defendiendo opiniones contrarias a la Iglesia, han tomado por costumbre “escrachar” catedrales y templos, con pintadas y agresiones. Este tipo de violencia, basada en la ideología, tiene el sesgo aún más oscuro de justificar, con discursos, la violencia y la agresión de bienes y personas.
Para terminar: creo que estamos viviendo lo
que Benedicto XVI definió como “un trágico oscurecimiento de la conciencia colectiva”.
Una oscuridad que impide, a muchos, reconocer a sus semejantes y
tratarlos como tales. Una oscuridad que
impide reconocer el mal. Es una
oscuridad conveniente a nivel político, pero trágica para los
individuos, la sociedad y su cultura.
Una canción del Indio Solari, “El tesoro de los inocentes”, dice: “El tonto nunca
puede oler al diablo / ni si caga en su nariz”. Creo que el mundo se está volviendo tonto. Y no puede ver el mal que tiene frente a sus
narices: la oscuridad creciente que nubla los valores, la verdad, el bien y
hasta la misma humanidad de los hombres que, desdibujada y “desnaturalizada”, se torna una variable más, juguete de un sistema perverso y tenebroso, en los umbrales de
un nuevo totalitarismo.
Todo obstáculo a la luz, produce sombras.
Por eso, si este mundo se oscurece, no le
echemos la culpa a las sombras; pensemos, en cambio, cuántos obstáculos, nuestra sociedad y nuestra cultura, han puesto a la luz.
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