viernes, 25 de diciembre de 2015

LA “CULTURA DEL AISLANTE” Nuevas oportunidades para ejercer Misericordia

P. Pablo Osow 
Ayer soñé con los hambrientos, los locos,
los que se fueron, los que están en prisión
Hoy desperté cantando esta canción
que ya fue escrita hace un tiempo atrás
es necesario cantar de nuevo una vez más
(“Inconciente colectivo”, Charly García)



Mi abuelo era electricista. Me enseñó infinidad de cosas. Una de ellas es aislar cables pelados. Que no se toquen es fundamental, imprescindible para evitar cortocircuitos. Apoyado en ese recuerdo de mi niñez, me atrevo a introducir este concepto: la “Cultura del aislante”.

Como pasa con los cables, los más aislados son los extremos. La lógica social del aislamiento funciona determinando los límites entre lo “normal” y lo “anormal”, lo “sano” y lo “patológico”, lo “legal” y lo “ilegal”. El poder público traza dichas fronteras. Y en base a estos criterios de clasificación, discierne la conveniencia de aislar un individuo del resto de la sociedad.

De esta manera, el paradigma de la inclusión y la exclusión es legitimado por el mismísimo sistema de derechos, alegando dos motivos: es necesario y conveniente proteger a los sanos/normales/buenos de los enfermos/anormales/delincuentes (de aquí seguramente proviene la metáfora de la “manzana podrida” que debe retirarse para que no pudra al resto). Y por otro lado, habría que curar/normalizar/rehabilitar a quienes constituyen una amenaza para el orden de la mayoría.

Este modelo que sucintamente acabamos de describir se ejemplifica perfectamente en la evangélica imagen del leproso. Aún hoy, inclusive en nuestro país, existen leprosarios. Se sostiene el antiguo sistema de reclusión avalado por la Conferencia de la Lepra -realizada en Argentina a principios del siglo XX- y las leyes de la época: “las personas pudientes serán aisladas en su domicilio, siempre que den su palabra de honor de no salir jamás de casa; no dormir con otra persona; que ningún miembro de la familia, ni extraño, usará nunca cosa alguna del servicio o uso del paciente; las personas indigentes serán secuestradas en la leprosería”[1].

Aparece en este caso un nuevo criterio de segregación: la pertenencia a una determinada clase social. Parece que los pobres no se les podía creer. Actualmente la lepra es una enfermedad de gente pobre, y eso hace que no se invierta el dinero necesario para la investigación de su posible cura. La pobreza muchas veces termina siendo causa de aislamiento. En el imaginario social se identifica al marginal con ciertos lugares, situaciones, costumbres. El excluido transita un circuito aislado del resto, “no pega” con el paisaje del “centro”, y por eso naturalizamos que se construyan “cercos”, “techos verdes” y “muros” entre las villas, las autopistas y los barrios de gente bien.

Mientras el “católico promedio” sigue sosteniendo el discurso de “no los ayudemos porque viven en casillas pero tienen antenas de DirecTv”, los gobiernos subsidian a los pobres, no sólo para sofocar la posible violencia de sus reclamos, sino también para extinguir sus ansias de movilidad social, la que muchos de ellos vinieron a buscar cuando se instalaron alrededor de las grandes ciudades. Dos formas más o menos sutiles de inmovilizar al otro en su aislamiento, para que deje de representar un problema.

“El infierno es el otro”,[2] afirma Sartre, cuando su mirada me impide ser. Así sienten al “otro” las víctimas de la inseguridad, y de la misma manera sienten al “otro” los excluidos del sistema, sea por la razón que fuere. Ser-aislado es un drama si estás tras las rejas, las de tu casa o las de la cárcel, las de la granja de rehabilitación o las de tu empastillamiento anestesiador, las del geriátrico o las de tu indiferencia a los ancianos, las de la escuela-doble-turno de los chicos o las de tu esclavitud laboral.

La “cultura del aislante” se alimenta con el combustible de nuestros prejuicios. Un esquema mental cerrado clasifica a las personas en “buenos” y “malos”, como en un cuento infantil. Nos hace acordar a Juan Represión, que “supo muy pocas letras / y soñó con la justicia / de los héroes de historietas”[3]. Dicha ignorancia acerca de la complejidad de lo humano es sustentada también por múltiples relatos que operan y traccionan sobre las personas: mandatos familiares rígidos, ciertas informaciones sesgadas, un clima político altamente polarizado, una religiosidad maniquea de ángeles y demonios, etc.

Los cables corren paralelamente, cada uno con su color, cada uno con su función, pero sin tocarse. Es más facil “poner en el freezer” o “bajarle la cortina” al que me resulta “tóxico” (otra palabra clave de la “cultura del aislante”). También lo podés “eliminar”, “restringir”  o “bloquear” en tu red social. Pero el peor de los aislantes es el que no pasa de moda: la indiferencia. Ese “dar la espalda” al otro, ese “vivir como si no existiera”, esa “aversio Deo” que está en la raíz de todo pecado contra el prójimo.

Mi abuelo también me enseñó que a veces hace falta cortar la corriente eléctrica mientras uno trabaja en la reparación de una instalación. Es necesario arreglar lo que está roto, y hay que evitar las “patadas”. Pero no se puede vivir con la luz cortada…

No olvidemos el objetivo más noble del aislamiento, aunque el menos alcanzado: reintegrar al aislado luego de su recuperación, que se reencuentre con su comunidad ya sanado. En términos cristianos, si tu hermano se hace cargo, “habrás ganado a tu hermano” (Mt.18,15). Lo habrás ganado para la comunidad. Jesus invita al aislado a volver a su casa y contar a los suyos todo lo que Dios hizo en su aislamiento, como al hombre exorcizado de Gerasa (cfr. Lc. 8,39). El aislamiento no es un fin en sí mismo, sino un momento -a veces necesario- de un proceso de vida que culmina en la comunión.

A esta reconciliación con la comunidad se refieren las catorce Obras de Misericordia[4]. Cada una de ellas apunta hacia el norte de la caridad. Sin embargo, hablar de Misericordia en ciertos ambientes puede sonar ingenuo, hasta escandaloso… Des-aislar no es tan fácil. Implica saltar y derribar barreras inconcientes que nos obstruyen y terminan boicoteando la solidaridad. Empezando por nuestras trabas para “tocar la carne de Cristo en los humildes, los pobres, los enfermos y los niños”, como expresa el Papa Francisco. “Cuando doy limosna, ¿dejo caer la moneda sin tocar la mano? (...) Cuando doy limosna, ¿miro a los ojos de mi hermano, de mi hermana? Cuando sé que una persona está enferma, ¿voy a encontrarla? ¿La saludo con ternura? ¿Sé acariciar a los enfermos, los ancianos, los niños... o he perdido el sentido de la caricia? (...) No avergonzarse de la carne de nuestro hermano: ¡es nuestra carne! Seremos juzgados por el modo en el que nos comportamos con este hermano, con esta hermana”[5]. El Santo Padre apunta al texto inspirador de la lista de Obras de Misericordia, la imagen del Juicio Final de Mt. 25, y lo recomienda como examen de conciencia cotidiano: Lo que hicimos por el más pequeño de los hermanos, se lo hicimos al Señor[6].

Pero tocar al otro, tomar contacto con el aislado, tiene sus riesgos. El mismo Jesús sufrió la estigmatización de ser considerado impuro por tocar al impuro (Mc.1,45). Cruzar las aguas y llegar a la isla del aislado puede aislarte a vos con él. También existen otros riesgos: el contagio, las burlas, en fin: accidentarse, en el intento de salir del encierro[7].

Lamentablemente, existen católicos militantes de la “cultura del aislante”. Consideran que el aislar y separar a las personas es una solución a los problemas sociales y eclesiales, como quienes proponen al Señor arrancar ansiosamente la cizaña (cfr. Mt.13,24-30). Suelen juzgar desde una presunta “ortodoxia”, denunciar ante las autoridades a quienes consideran “transgresores”, y expulsar -sutilmente, eso sí- al que piensa o actúa distinto. Y obviamente, buscan quitar del horizonte pastoral toda estrategia de inclusión, ayuda y/o transformación social que pueda revertir las aislaciones de tantos hermanos alejados.

Tambien hay católicos inconcientemente funcionales a la “cultura del aislante”. Enfrascados en el mundillo eclesial, en el famoso “siempre se hizo así”, no encuentran la oportunidad y van perdiendo el interés de conectarse o reconectarse con los aislados. Algunos han quedado fijados en el divorcio entre lo ritual y lo vital. Otros son nostálgicos de una “época dorada”, de formas eclesiales tradicionalistas o progresistas que ya no dan respuesta, y que se obstinan en querer reproducir. Llenos de buenas intenciones, refuerzan el aislamiento y se aislan a sí mismos de la vida del “otro real”.

Y vemos católicos como San Francisco, que no dudan en abrazar tiernamente a los leprosos de hoy. Audaces y creativos, les interesa que el hermano vuelva y se reintegre al rebaño de Jesús. Por eso no ahorran recursos, tiempos, energías, y ponen en juego todo lo necesario para desandar el sendero de la exclusión. Tienen fe. No temen al ridículo ni al fracaso. Porque saben que está en juego la Comunión en el sentido más profundo: Jesús desea ardientemente hermanarnos a todos en el Espíritu, “des-aislarnos” haciéndonos “ecclesía”. Recemos y luchemos para que la Misericordia en la “cultura del aislante” sea conducente de ese Espíritu Santo vivificador y re-unificador.






[1] Cfr. Conferencia sobre la Lepra (1908), pp. 247-252, p. 247.
[2] Jean-Paul Sartre: “A puerta cerrada”, obra de teatro de 1944
[3] Sui Generis: “Juan Represión”, en “Pequeñas anécdotas sobre las instituciones”, 1974.
[4] Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al necesitado, vestir al desnudo, visitar al enfermo, socorrer a los presos, enterrar a los muertos, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos
de los demás, rogar a Dios por vivos y difuntos.

[5] Papa Francisco: Homilía del 7/3/2014
[6] Cfr. Papa Francisco: Audiencia del 6/8/2014
[7] Cfr. Evangelii Gaudium Nº49

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