P. Pablo Osow
los que se fueron, los que están en
prisión
Hoy desperté cantando esta canción
que ya fue escrita hace un tiempo atrás
es necesario cantar de nuevo una vez más
(“Inconciente colectivo”, Charly García)
Mi abuelo era electricista. Me enseñó
infinidad de cosas. Una de ellas es aislar cables pelados. Que no se toquen es
fundamental, imprescindible para evitar cortocircuitos. Apoyado en ese recuerdo
de mi niñez, me atrevo a introducir este concepto: la “Cultura del aislante”.
Como pasa con los cables, los más aislados
son los extremos. La lógica social del aislamiento funciona determinando los límites
entre lo “normal” y lo “anormal”, lo “sano” y lo “patológico”, lo “legal” y lo
“ilegal”. El poder público traza dichas fronteras. Y en base a estos criterios
de clasificación, discierne la conveniencia de aislar un individuo del
resto de la sociedad.
De esta manera, el paradigma de la
inclusión y la exclusión es legitimado por el mismísimo sistema de derechos,
alegando dos motivos: es necesario y conveniente proteger a los
sanos/normales/buenos de los enfermos/anormales/delincuentes (de aquí seguramente
proviene la metáfora de la “manzana podrida” que debe retirarse para que no
pudra al resto). Y por otro lado, habría que curar/normalizar/rehabilitar a
quienes constituyen una amenaza para el orden de la mayoría.
Este modelo que sucintamente acabamos de
describir se ejemplifica perfectamente en la evangélica imagen del leproso. Aún
hoy, inclusive en nuestro país, existen leprosarios. Se sostiene el antiguo
sistema de reclusión avalado por la Conferencia de la Lepra -realizada en
Argentina a principios del siglo XX- y las leyes de la época: “las personas pudientes serán aisladas en
su domicilio, siempre que den su palabra de honor de no salir jamás de casa;
no dormir con otra persona; que ningún miembro de la familia, ni extraño,
usará nunca cosa alguna del servicio o uso del paciente; las personas
indigentes serán secuestradas en la leprosería”[1].
Aparece en este caso un nuevo criterio de
segregación: la pertenencia a una determinada clase social. Parece que los
pobres no se les podía creer. Actualmente la lepra es una enfermedad de gente
pobre, y eso hace que no se invierta el dinero necesario para la investigación
de su posible cura. La pobreza muchas veces termina siendo causa de aislamiento.
En el imaginario social se identifica al marginal con ciertos lugares,
situaciones, costumbres. El excluido transita un circuito aislado del resto, “no
pega” con el paisaje del “centro”, y por eso naturalizamos que se construyan
“cercos”, “techos verdes” y “muros” entre las villas, las autopistas y los
barrios de gente bien.
Mientras el “católico promedio” sigue
sosteniendo el discurso de “no los
ayudemos porque viven en casillas pero tienen antenas de DirecTv”, los
gobiernos subsidian a los pobres, no sólo para sofocar la posible violencia de
sus reclamos, sino también para extinguir sus ansias de movilidad social, la
que muchos de ellos vinieron a buscar cuando se instalaron alrededor de las
grandes ciudades. Dos formas más o menos sutiles de inmovilizar al otro en su
aislamiento, para que deje de representar un problema.
“El infierno es el otro”,[2] afirma Sartre, cuando su
mirada me impide ser. Así sienten al “otro” las víctimas de la inseguridad, y
de la misma manera sienten al “otro” los excluidos del sistema, sea por la
razón que fuere. Ser-aislado es un drama si estás tras las rejas, las de tu
casa o las de la cárcel, las de la granja de rehabilitación o las de tu
empastillamiento anestesiador, las del geriátrico o las de tu indiferencia a los
ancianos, las de la escuela-doble-turno de los chicos o las de tu esclavitud
laboral.
La “cultura del aislante” se alimenta con
el combustible de nuestros prejuicios. Un esquema mental cerrado clasifica a
las personas en “buenos” y “malos”, como en un cuento infantil. Nos hace
acordar a Juan Represión, que “supo muy
pocas letras / y soñó con la justicia / de los héroes de historietas”[3].
Dicha ignorancia acerca de la complejidad de lo humano es sustentada también
por múltiples relatos que operan y traccionan sobre las personas: mandatos
familiares rígidos, ciertas informaciones sesgadas, un clima político altamente
polarizado, una religiosidad maniquea de ángeles y demonios, etc.
Los cables corren paralelamente, cada uno
con su color, cada uno con su función, pero sin tocarse. Es más facil “poner en
el freezer” o “bajarle la cortina” al que me resulta “tóxico” (otra palabra
clave de la “cultura del aislante”). También lo podés “eliminar”, “restringir”
o “bloquear” en tu red social. Pero el peor de los aislantes es el que no
pasa de moda: la indiferencia. Ese “dar la espalda” al otro, ese “vivir como si
no existiera”, esa “aversio Deo” que
está en la raíz de todo pecado contra el prójimo.
Mi abuelo también me enseñó que a veces
hace falta cortar la corriente eléctrica mientras uno trabaja en la reparación
de una instalación. Es necesario arreglar lo que está roto, y hay que evitar
las “patadas”. Pero no se puede vivir con la luz cortada…
No olvidemos el objetivo más noble del
aislamiento, aunque el menos alcanzado: reintegrar al aislado luego de su
recuperación, que se reencuentre con su comunidad ya sanado. En términos
cristianos, si tu hermano se hace cargo, “habrás ganado a tu hermano”
(Mt.18,15). Lo habrás ganado para la comunidad. Jesus invita al aislado a
volver a su casa y contar a los suyos todo lo que Dios hizo en su aislamiento,
como al hombre exorcizado de Gerasa (cfr. Lc. 8,39). El aislamiento no es un
fin en sí mismo, sino un momento -a veces necesario- de un proceso de vida que
culmina en la comunión.
A esta reconciliación con la comunidad se
refieren las catorce Obras de Misericordia[4]. Cada una de ellas apunta
hacia el norte de la caridad. Sin embargo, hablar de Misericordia en ciertos
ambientes puede sonar ingenuo, hasta escandaloso… Des-aislar no es tan fácil.
Implica saltar y derribar barreras inconcientes que nos obstruyen y terminan
boicoteando la solidaridad. Empezando por nuestras trabas para “tocar la carne de Cristo en los humildes,
los pobres, los enfermos y los niños”, como expresa el Papa Francisco. “Cuando doy limosna, ¿dejo caer la moneda
sin tocar la mano? (...) Cuando doy limosna, ¿miro a los ojos de mi hermano, de
mi hermana? Cuando sé que una persona está enferma, ¿voy a encontrarla? ¿La
saludo con ternura? ¿Sé acariciar a los enfermos, los ancianos, los niños... o
he perdido el sentido de la caricia? (...) No avergonzarse de la carne de
nuestro hermano: ¡es nuestra carne! Seremos juzgados por el modo en el que nos
comportamos con este hermano, con esta hermana”[5].
El Santo Padre apunta al texto inspirador de la lista de Obras de Misericordia,
la imagen del Juicio Final de Mt. 25, y lo recomienda como examen de conciencia
cotidiano: Lo que hicimos por el más pequeño de los hermanos, se lo hicimos al
Señor[6].
Pero tocar al otro, tomar contacto con el
aislado, tiene sus riesgos. El mismo Jesús sufrió la estigmatización de ser
considerado impuro por tocar al impuro (Mc.1,45). Cruzar las aguas y llegar a
la isla del aislado puede aislarte a vos con él. También existen otros riesgos:
el contagio, las burlas, en fin: accidentarse, en el intento de salir del
encierro[7].
Lamentablemente, existen católicos
militantes de la “cultura del aislante”. Consideran que el aislar y separar a
las personas es una solución a los problemas sociales y eclesiales, como
quienes proponen al Señor arrancar ansiosamente la cizaña (cfr. Mt.13,24-30). Suelen
juzgar desde una presunta “ortodoxia”, denunciar ante las autoridades a quienes
consideran “transgresores”, y expulsar -sutilmente, eso sí- al que piensa o
actúa distinto. Y obviamente, buscan quitar del horizonte pastoral toda
estrategia de inclusión, ayuda y/o transformación social que pueda revertir las
aislaciones de tantos hermanos alejados.
Tambien hay católicos inconcientemente
funcionales a la “cultura del aislante”. Enfrascados en el mundillo eclesial,
en el famoso “siempre se hizo así”, no encuentran la oportunidad y van
perdiendo el interés de conectarse o reconectarse con los aislados. Algunos han
quedado fijados en el divorcio entre lo ritual y lo vital. Otros son
nostálgicos de una “época dorada”, de formas eclesiales tradicionalistas o
progresistas que ya no dan respuesta, y que se obstinan en querer reproducir.
Llenos de buenas intenciones, refuerzan el aislamiento y se aislan a sí mismos
de la vida del “otro real”.
Y vemos católicos como San Francisco, que
no dudan en abrazar tiernamente a los leprosos de hoy. Audaces y creativos, les
interesa que el hermano vuelva y se reintegre al rebaño de Jesús. Por eso no
ahorran recursos, tiempos, energías, y ponen en juego todo lo necesario para
desandar el sendero de la exclusión. Tienen fe. No temen al ridículo ni al
fracaso. Porque saben que está en juego la Comunión en el sentido más profundo:
Jesús desea ardientemente hermanarnos a todos en el Espíritu, “des-aislarnos”
haciéndonos “ecclesía”. Recemos y
luchemos para que la Misericordia en la “cultura del aislante” sea conducente
de ese Espíritu Santo vivificador y re-unificador.
[1] Cfr. Conferencia sobre la Lepra (1908), pp. 247-252, p. 247.
[2] Jean-Paul Sartre: “A puerta cerrada”, obra de teatro de 1944
[3] Sui Generis: “Juan Represión”, en “Pequeñas anécdotas sobre las
instituciones”, 1974.
[4] Dar de comer al hambriento, dar de
beber al sediento, dar posada al
necesitado, vestir al desnudo, visitar al enfermo, socorrer a los presos, enterrar a
los muertos, enseñar al que no sabe,
dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con
paciencia los defectos
de los demás, rogar a Dios por vivos y difuntos.
[5] Papa Francisco: Homilía del 7/3/2014
[6] Cfr. Papa Francisco: Audiencia del 6/8/2014
[7] Cfr. Evangelii Gaudium Nº49
excelente articulo..para reflexionar y para actuar en consecuencia...
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