lunes, 10 de agosto de 2015

Pensar en verde

Cecilia López Puertas

El agua hirviente en puchero
suelta un ánima que sube
a disolverse en la nube
que luego será aguacero.
 

(“El escaramujo”, Silvio Rodríguez)

Quiero hablar de ecología y voy a hacerlo contándoles mi historia personal. No lo hago por capricho, decido contarles esto porque entiendo que la relación con la naturaleza es realmente una relación, diría que casi intersubjetiva. Es que no puedo hablar de estos asuntos como si se tratara de una charla sobre decoración de interiores y eso tiene una explicación clara, por rarísimo que les pueda parecer, mi relación con la naturaleza no es otra cosa que una historia de amor. Así, simple y cursi como suena. Les puedo parecer loca, lo sé, pero es lo que pienso así que mejor me hago cargo.


Durante años la ecología me pareció una ridiculez. No miento ni un poco. Ni siquiera me caían del todo bien las mascotas… nunca fui muy de acariciar perros ajenos, a los gatos los miraba con absoluta desconfianza y tanto los peces como los pájaros, cuando andaban encerrados en peceras y jaulas, me generaban una pena que era más fiaca que tristeza. Me rectifico, en realidad no sé si la ecología me parecía una ridiculez, pero me daba mucha pereza.
A lo mejor en el fondo intuía que era un tema serio, de esos que uno no puede tomar a la ligera y que exigen tal grado de coherencia que sólo pensarlo me estresaba y entonces prefería decir/decirme que era una pavada. O a lo mejor simplemente eran cosas en las que no había pensado.

Mi primer libro pseudo ecologista lo leí estando todavía en secundaria, cursaba Antropología y nos hicieron leer Úselo y tírelo del por siempre genial Eduardo Galeano. Me gustó tanto que me lo compré, y lo releí tantas veces que acabé aprendiéndome algunos párrafos. Me hice un poco fan de Eduardo y empecé a leer otras cosas de él, me hice fan de su manera de escribir como hablando, entre irónico, tierno y lapidario… Pero la cuestión ecológica la vi tan en términos anticapitalistas y globales que me costó una barbaridad entender que tenía algo que ver conmigo. De hecho, no lo entendí hasta unos cuántos años después. Hace años que no leo ese libro y todavía recuerdo el tono de desconfianza con el que se refería a la capacidad de ciertas empresas trasnacionales para pintarse de verde y seguir emitiendo gases que generan efecto invernadero sin que se les mueva un pelo. Esos eran los verdaderos responsables de la crisis ecológica, no yo… lo mío, lo cotidiano, era una nimiedad. Y cualquier intento de decir lo contrario en el fondo desviaba la responsabilidad. O eso creía. Aprendí mucho sobre el neoliberalismo gracias a ese librito. Aprendí a desconfiar de las modas verdes y me fui haciendo un poco escéptica. ¿Cómo podían ser confiables los que defendían a las ballenas si les preocupaba más eso que el hambre mundial?

Estando ya en la universidad me encontré con una materia y un profesor que me hicieron repensar el asunto, y terminé cambiando mi perspectiva completamente. Ahora, leyendo la encíclica Laudato Si’ del Papa Francisco encontré un concepto que se aplica perfectamente a lo que me pasó ese año en la facu, cursando esa materia ocurrió mi conversión ecológica.

Pero esa conversión no salió de la nada, enterradas atrás de montones de prejuicios estaban las experiencias con la naturaleza que guardaba desde la infancia. El amor por los animales, la capacidad de sorprenderme con la belleza de una planta, esa paz perfecta que sólo se encuentra mirando el mar o una montaña o un árbol o una hormiga. Había atesorado esas experiencias durante años y bastó escuchar a una sola persona hablar con ese amor a la naturaleza para que de pronto todo se transformara. Como en un puzzle mágico se ubicaron inmediatamente las teorías, los dogmas, las prácticas, los sentimientos.
Presa de una fascinación nueva empecé a mirar con otros ojos las mismas circunstancias de siempre y para mi sorpresa, descubrí un mundo.

Descubrí que vivimos arriba de un ecosistema por mucho que nos empeñemos en tapiarlo con pavimento, adentro de ciclos que nos implican y nos exceden. Que como seres vivientes que somos necesitamos de la naturaleza, necesitamos pisar un poco la tierra de vez en cuando, respirar profundamente aire que no esté contaminado, tomar agua que ni tenga gusto a cloro ni haya sido envasada por una empresa privada, escuchar a las chicharras en verano y sentir como el sol puede abrazarnos en invierno. Que no es una locura, ni un capricho y por supuesto que no debiera ser un lujo.
Que está bien que llueva, que salga el sol, que haga frío, que se levante viento… que está bien que el clima no nos haga caso.

Ahora, repensando una vez más en cuál es mi postura frente a la cuestión ecológica, creo que es imposible fascinarse de verdad por estas cosas y no adoptar una conducta en consecuencia. No es compatible admirar la naturaleza con ser irresponsable frente a su cuidado. Es así, no hay grises. Un ejemplo sencillo y acuático: No puedo creerme la propaganda de Villavicencio o de cualquier otra agua envasada y sentir que me limpio por dentro tomando el agua más pura del mundo sin preguntarme qué tanto afectará al medioambiente todo lo que implica que tenga en mi mano esa botellita de plástico.
Claro que vivir así, preguntándose y preguntándose, de dónde vienen las cosas que usamos, a dónde van… puede ser estresante. No niego que si uno no se pregunta nada probablemente viva más tranquilo, pero es inevitable, antes o después ocurre y nadie se puede “desconvertir”. Por suerte.

Silvio Rodríguez, músico y poeta cubano, en “El escaramujo” que cité al comienzo describiendo un instante del ciclo del agua con una sencillez hermosa, dice en la misma canción que marchita si le pierde una contesta a su pecho.

¿Entonces podemos hacer algo aunque no dirijamos una multinacional?
Sí, podemos volvernos escépticos pero al revés. Empezar a desconfiar de los motivos ocultos atrás de tanta publicidad verde, antes de comprar algo pensar dos veces si realmente lo necesitamos, usar las cosas mucho, arreglar las cosas que tenemos, ser lo más austeros que podamos.
Ni hace falta decir que no soy ningún ejemplo, sé perfectamente que hacer estas cosas es complicadísimo porque vivimos en una sociedad que nos está empujando al escenario opuesto. Hay que tener y tener y tener, millones de cosas, de todos los colores para poder cambiarlas cuatro o cinco veces al día, cuanto más caras y nuevas: mejor. Pero ¿Qué quieren que les diga? A mí me entusiasma la idea de rebelarme contra eso, siento que es un viaje de ida hacia un lugar mejor, hacia un Planeta mejor, y merece la pena.

Recomiendo la lectura de Laudato Si’, es un buen resumen de la crisis ecológica que atraviesa el mundo y también un llamado personal a cada habitante, a reflexionar sobre nuestra vida, sobre cómo caminamos cada día, prestándole atención a qué cosas y después… como en todo, a quien le quepa el sayo que se lo ponga.

No somos Dios, la tierra nos precede y nos ha sido dada.
Dice el Papa Francisco en Laudato Si’ y después, hablando de otro Francisco, el Santo de Asís, lo explica clarito:
“…Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura era una hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe…
…Esta convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional, porque tiene consecuencias en las opciones que determinan nuestro comportamiento. Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio…”[1].


Esa pobreza y esa austeridad parecen utopías en los tiempos que corren. Pero no se me ocurre una mejor manera de escaparle a las actitudes del dominador, consumidor, explotador… que acabarán por depredar un planeta que nos está pidiendo a gritos que lo cuidemos.

¿Por dónde empezamos?
¡Luchemos contra la ingenuidad! Cuando compramos algo, no compramos solo eso. Compramos también una idea acerca de un estilo de vida compatible con eso que compramos y si nos lo venden es porque antes nos vendieron el deseo de ese estilo de vida. ¡No dejemos que nos vendan deseos! Recuperémoslos, que sean los nuestros y no los de alguien que ni nos conoce.

Les cito una vez más Laudato Si’ pero igual les recomiendo que la lean, a los católicos y a los curiosos, Francisco dice lo siguiente:
“…Hay que reconocer que los objetos producto de la técnica no son neutros, porque crean un entramado que termina condicionando los estilos de vida y orientan las posibilidades sociales en la línea de los intereses de determinados grupos de poder. Ciertas elecciones, que parecen puramente instrumentales, en realidad son elecciones acerca de la vida social que se quiere desarrollar…”[2]

No son neutros.
Reconozco que me pongo un poco fóbica cuando miro tele y me cuesta mucho no enojarme con el 99% de las publicidades. Seguramente tenga que bajar un cambio en eso, pero déjenme que les muestre mi punto de vista y después piensen lo que les de la gana. No está bueno que en la última publicidad del Banco Galicia un par de padres primerizos transformen una típica canción de cuna en una oda al uso de las tarjetas (esta: https://www.youtube.com/watch?v=LAw7bEPOz8M) y lo siento enormemente si les parece simpática, yo no dejo de verla de mal gusto. Y así hay mil… No importa tanto la publicidad ni lo que venden sino la forma en la que ridiculizan algunos vínculos y exaltan otros. No son neutras.

He leído últimamente algunas críticas a la encíclica provenientes de sectores diferentes tanto dentro como fuera de la Iglesia católica. Me quedo con aquellas que la tachan de ser una denuncia al libre mercado como la de Samuel Gregg en “La Nación” del viernes 31/07/2015 (http://www.lanacion.com.ar/1815075-laudato-si-bienintencionada-pero-economicamente-cuestionable), que habla de “la visión profundamente negativa que recoge la encíclica respecto del libre mercado”. Y sí, no habla bien del libre mercado, es verdad. Es muy difícil defenderlo cuando ha dado muestras de relacionarse tan fuertemente con la desigualdad, la crisis ecológica y la pobreza estructural. Pero no dice solamente eso… va mucho más allá, nos pide cambiar la mirada y empezar a cuidar el medioambiente en serio, con austeridad, con decisión. Poniendo el acento en lo importante y escapándole a la falsa escala de prioridades que la sociedad de consumo en la que vivimos intenta imponernos.
Por otro lado, habla de las “buenas intenciones” de Francisco y creo que es quitarle fuerza, no se trata de “intenciones”, es una denuncia y punto, les guste o no les guste. Si la quieren leer en chino mandarín para hacerle decir lo que no dice, fantástico, pero no están siendo intelectualmente honestos.

No es opcional, creo que debemos seguir responsabilizando a las empresas y exigiendo como comunidad una verdadera participación en los proyectos que supuestamente generan desarrollo pero que nadie conoce y nadie aprobó… A no olvidar que muchas de las peores decisiones tomadas a lo largo de la historia fueron hechas en nombre del desarrollo. Y, en lo personal, una única respuesta es posible: hay que desacelerar. Y hay que hacerlo ya mismo. Empezar a pensar en lo que consumimos, de dónde vienen las cosas que compramos, a dónde van los residuos que generamos, si realmente necesitamos la cantidad de tonterías que nos quieren vender… bajar un cambio, o dos.
Vale la pena gastarse la vida buscándole la vuelta, aunque pueda parecer contracorriente, aunque desanime…

Atahualpa Yupanqui contaba una anécdota sobre una noche en la que salió de la casa de unos amigos andando a caballo, acompañado por un peón que los iba a guiar hasta que encontraran el camino bueno. Parece ser que este peón, que iba montado a su caballo unos veinte metros adelante, se puso a cantar bajito una baguala. Atahualpa se quiso acercar para escucharlo mejor, pero el hombre dejó de cantar, entonces le dijo que por favor siguiera, que era muy lindo como cantaba y el hombre le respondió: “no se burle de mí señor, que yo sé que canto fiero… lo lindo de mi canto lo pone el cerro”. Atahualpa dijo que ese día aprendió una lección, que su obligación era que su canto no fuera suyo, que viniera de otra parte, enraizado en la tierra… y que sólo cuando se separaba de esa naturaleza entonces ya estaba cantando auténticamente fiero.

Vivir auténticamente enraizados, quizá de eso se trate al final la conversión ecológica. Ser verdaderos humanos, en un espacio y en un tiempo, dispuestos a hacernos cargo de la responsabilidad que significa cuidar nuestra casa común.


Atahualpa, que supo vivir enraizado en su pueblo y en su historia aunque viviera en otras partes del mundo, nunca dejó de escribirle canciones a su tierra querida…


Me dan sus fuegos, cálidos zondas,
me dan sus fuerzas, bravos pamperos,
y en el silencio de las quebradas,
vaga la sombra, de mis abuelos.

Y en el silencio de las quebradas,
vaga la sombra, de mis abuelos.

Lunas me vieron por esos cerros,
y en las llanuras anochecidas,
buscando el alma de tus paisajes,
para cantarte, tierra querida.






[1] Laudato Si’, punto 11.
[2] Laudato si’, punto 107.

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