Hace un tiempo, un integrante de esta Redacción
escuchó una conversación entre dos niños de unos diez años –un gordito
sonrosado y un flaquito melancólico-, que a la salida de la escuela esperaban
el micro en una esquina. Hablaban de que
sus padres no los comprendían, comentaban la intención de formar una
banda de música y barajaban los pros y los contras de irse de sus casas. Luego,
el flaquito comenzó a tararear una melodía y el gordito lo acompañó fingiendo que rasgaba
las cuerdas de una guitarra, y entre los dos se pusieron a cantar una especie
de rock plañidero que decía:
-En
mi casa no me quieren / y me quiero iiiir…/ pero después / no tengo dónde
dormiiir…
Asombrado,
el espectador pensó: “Cuánta sabiduría en tan pocas palabras”.
La
humanidad de hoy parece una bandada en fuga. Con la diferencia de que la
bandada, por instinto, sabe hacia dónde se dirige, y nosotros, no siempre.
Creemos que nuestra autonomía consiste en cortar raíces, sin pensar en qué
tierra vamos a volver a plantarnos.
¿Tenemos en claro los compromisos y los desafíos que implica “no
depender”? El adolescente responsable, que estudia y se prepara para el
porvenir, está forjándose una forma de independencia. El que luego de una
discusión con sus padres “se manda a mudar” pegando un portazo y gritando que
lo tienen harto y que a él no lo van a ver nunca más… también. Pero ¿qué clase
de independencia?
Un
hombre, un pueblo, una nación, pueden considerarse independientes cuando tienen
la capacidad de apoyarse sólidamente sobre sus propios pies. No es sólo
cuestión de declaraciones. Ni de evadirnos durante el día, para descubrir que a
la noche no tenemos dónde dormir.
La Redacción
No hay comentarios:
Publicar un comentario