martes, 18 de agosto de 2015

EL GRIS Y YO

Nora Pflüger  


   “Cuán necesaria es la oración de Completas: Líbranos de los fantasmas de la noche.”
                                  Teresa de Lisieux

  Me pregunto muchas veces qué mano de la Providencia me guió, por caminos inesperados, hasta el Santuario de Schönstatt. No soy de los que –felices de ellos- nacieron y vivieron desde chiquitos arropados entre el manto de la Mater (como llamamos los schönstattianos a la Virgen María) y la barba sonriente del Padre Kentenich. Mi familia no pertenece al Movimiento y además, en todo lo religioso, fue siempre muy plural. Llegué yo a la fe, y a Schönstatt, después de una larga búsqueda, que incluyó una primera juventud con muchas dudas y sufrimientos. Antes de eso, en la adolescencia, mi “altar personal” fue una mezcla de Beatles, Lawrence de Arabia, el baladista escocés Donovan y  el filósofo Baruj Spinoza, tan pensativo y solitario él. Mucho antes, en la niñez, ocuparon ese lugar Nuestra señora de Lourdes y Bernardita. Y más atrás todavía, allá al fondo, en mi tempranísima infancia, cuando todavía no sabía leer, mis devociones fueron salesianas. Esas devociones están unidas para siempre al recuerdo de la casa de mi abuela materna, en Bahía Blanca, a las puertas de la Patagonia: un caserón de dos patios, con habitaciones de cielorrasos altísimos, con recovecos y armarios llenos de estampas y medallas, donde todo era Don Bosco y María Auxiliadora.
   Cuando somos niños, una casa grande y antigua suele ser maravillosa de día, pero puede asustarnos mucho no bien se pone el sol. Sin embargo, miedosa y chiquita como era, yo tenía el recurso inmediato de invocar a Ceferino, a quien sentía mi hermano, o de pedir espontáneamente la ayuda de Don Bosco, de cuya vida, no obstante, no sabía demasiado.
 Y esos recuerdos me trasladan a una historia de muchísimos años después, en otras noches y con otros miedos. Había terminado unos estudios de Teología en un Instituto arquidiocesano de mi ciudad, La Plata, y la Universidad Católica de la misma ciudad me había dado unas horas de cátedra en su Facultad de Ciencias Sociales, para enseñar los rudimentos de la santa religión a unos alumnos muy simpáticos y muy agnósticos. Era yo una profesora nuevita, una veinteañera flaquita y pelilarga que intentaba comunicar sus conocimientos con la mayor responsabilidad y que no escondía su pertenencia  a la Iglesia y al Movimiento de Schönstatt, compromisos que los simpáticos de mis alumnos consideraban una inocentada digna de mejor causa.
  La Facultad funcionaba de noche en un vetusto edificio situado en 67 y 8, que la Universidad alquilaba, según comentarios de pasillo, a bajo precio. Había vidrios rotos, murciélagos, etc. Pero además, el edificio lindaba con el barrio que en la Plata se conoce como la “zona roja”, lugar de tránsito nocturno de borrachos, travestis, drogadictos y señores gordos a la pesca de cualquier tipo de oportunidad sexual.
  Las clases terminaban a las once de la noche, pero a eso de las nueve, los profesores varones tomaban las de Villadiego, con la excusa de que si no, sus esposas les daban chas-chas en la cola, y las mujeres (profesoras y empleadas) nos quedábamos en el edificio hasta la finalización del horario, porque pobres de nosotras si no lo cumplíamos.
  Ignoro si las autoridades del Rectorado no estaban  enteradas de esta situación, o si lo sabían pero les importaba lo mismo que un partido de golf.
  Con mucha diplomacia, yo había logrado que, en general, alguien de mi casa viniera a buscarme a 67 y 8. Pero sucedió que un  día, en pleno invierno, por razones que no tengo presentes ahora, mi familia no se encontraba disponible y escuché el esperado: “Arreglate sola”.
  Lo de arreglarme sola significaba salir a las once de la noche del edificio y caminar varias cuadras en penumbra (las menos malas: otras estaban directamente a oscuras) hasta llegar a una esquina iluminada en la que podía hacerle señas a un taxi. No se usaban entonces los celulares y al sistema de llamado por radio sólo lo manejaba la policía. Me preparé, por lo tanto, para encarar la caminata, breve pero peligrosa, con la mayor valentía posible.
  Al final de mi estimulante jornada laboral, concluidas mis clases, me lancé a la aventura. Yo era muy joven, la zona era muy roja y la noche, muy sombría. Caminaba con frío y con susto, procurando esquivar los bultos que se me cruzaban: borrachos, travestis, siluetas de pesadilla. Cada tanto sentía el zumbido del motor de un auto que se acercaba despacito al cordón de la vereda y al mirarlo yo en un movimiento inevitable, veía salir por la ventanilla la cabezota de un señor que, a la hora en que debía estar en su casa con su querida esposa, se dedicaba en cambio a hacerme las  propuestas más repugnantes.   
  Hubo un momento en que, aturdida  por el pánico, mi memoria retrocedió kilómetros en el tiempo, borró la Filosofía, la Teología y los héroes y santos de mi niñez y adolescencia, me convirtió de nuevo en la niñita de cuatro años perdida en una gran casa silenciosa y de mi alma brotó un infantil: “Don Bosco… ¡ayudame!”
  Entonces, como si saliera de una pared, surgió de la penumbra un perro. Era grandote, y debió inspirarme temor, pero en cambio, me despertó de inmediato una sorprendente confianza. A la poca luz de la calle distinguí su pelaje más bien claro, entre pardo y gris verdoso –bien que de noche, ningún color es lo que parece- y su cabeza al mismo tiempo delicada y fuerte, mezcla (creo yo) de ovejero y mastín. Un  perro mestizo, sin duda, de los que andan sueltos por cualquier parte. Pero los perros vagabundos, cuando siguen a un transeúnte, se colocan primero a medio metro detrás de él y le van siguiendo la pisada, hasta que de a poco entran en mayor intimidad, y éste vino a buscarme como si ya me conociera, moviendo amistosamente la cola. Y en lugar de trotar en pos de mí, se colocó a un costado y comenzó a andar al ritmo de mis pasos, al igual que el perro entrenado para seguir al dueño. Como si quisiera dar a entender que él era mi perro
  Fue extraordinario: en lo que restaba del trayecto, los bultos negros y los travestis se iban apartando de nosotros, y los señores gordos de los autos daban velocidad al vehículo y se marchaban furiosos, a hacer sus propuestas indecentes a otra parte.
  Nunca en la vida me he sentido más segura que con aquel perro caminando a mi lado.
   Al llegar a la esquina iluminada, en la que podía tomar un taxi, mi compañero giró hacia la derecha y volvió hacia mí un instante la cabecita como quien dice: “¿Está todo bien?” Su pelaje parecía ahora rosado y amarillo a la luz del farol de mercurio. Luego, movió  la cola en señal de saludo y se alejó al trote.
  En los días que siguieron a aquella desconcertante noche, me puse a hojear, con lógica curiosidad, una biografía de Don Bosco (nunca había terminado de conocer su historia completa). Y al volver una página, me encontré con el asunto del Gris, un perro misterioso, de pelaje grisáceo, de aspecto así y asá, que se aparecía de golpe y acompañaba al santo cuando éste debía recorrer de noche caminos peligrosos, y lo defendía de los bandoleros.
   ¡Canastos! (por no decir otra cosa…) ¡No se imaginan la impresión!!
  A la semana siguiente me tocaba dar clase otra vez en 67 y 8, en una situación idéntica: no podían ir a buscarme, debía salir tarde y sola, etc. Eran las once cuando comencé a caminar por la calle “roja”, con el mismo panorama de la otra noche: bultos en la sombra, travestis, autos que se arrimaban al cordón de la vereda y de los que salían cabezotas de señores que me hacían propuestas horribles.  Sólo faltaba Jack el Destripador.
   Yo caminaba con paso duro, tratando de hacerme la valiente. Iba con miedo por partida doble. Estaba desesperada por pedir ayuda, pero no quería saber nada de apariciones ni de perros del otro mundo. Además, al fin y al cabo era schönstattiana y tenía conciencia de  que al Padre Kentenich, muy sobrio él, nunca le habían gustado demasiado esas cosas, tal vez con cierta razón. Y como hija obediente a los criterios de mi Padre Fundador, mi oración fue: “Don Bosco, ayudame... pero no hace falta que me mandes de nuevo al perro.”
  Dicho esto, traté de juntar coraje por las mías. Intenté convencerme  de que la calle no era, en el fondo, tan peligrosa, y de que al fin  y al cabo, sólo tenía que recorrer unas pocas cuadras. Apelé a todos los argumentos y a todos los filósofos que habían sostenido la primacía de la racionalidad en el hombre, desde Aristóteles a Santo Tomás de Aquino. Fue inútil: no me sirvieron para nada. Me moría de miedo.
  Y de pronto… ¿a que no adivinan qué? ¡¡¡Apareció de nuevo el perro!!! Salió de la penumbra, como la primera vez, y reconocí su pelo gris verdoso y su colita de amigo. Se puso a mi lado, me acompañó hasta la esquina iluminada y al llegar se despidió con un manso movimiento de cola y orejas, para perderse luego en la noche densa de La Plata.
  Nunca lo volví a ver, pero me dejó en el corazón una paz que no me abandona cada vez que pienso en él, junto a una extraña mezcla de dulzura y nostalgia.
  Cuidado: no quiero decir con esto que “mi” perro haya sido el mismo que acompañaba a Don Bosco. ¡Por favor!... no afirmo semejante enormidad. No quiero escandalizar a nadie: ni a los salesianos -a  quienes mucho respeto-, ni a mis hermanos de Schönstatt. Además, queridos amigos, nada quita que haya tenido  alucinaciones: sé que en ciertos casos de miedo extremo, el ser humano suele ver cosas que no existen. Pero sé también que Dios puede servirse en cualquier momento del instrumento que se le antoje –incluso, de cualquier perro  vagabundo- para proteger a sus hijos. Y en eso, hay que creer a ciegas en la misericordia de Dios.
  Y todavía más: a veces pienso –con ingenua esperanza- que el día de mi muerte, en la neblina del paso de una vida a la otra, cuando en medio de un paisaje desconocido no sepa hacia dónde ir, y en un conflicto de lealtades, no pueda resolver quizás a qué santo encomendarme, saldrá a mi encuentro un perro gris verdoso que me escoltará en el camino al Cielo.



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