miércoles, 4 de marzo de 2015

Onur, Sade y las 50 sombras del amor.



 Telenovelas, literatura erótica y renuncias para analizar los éxitos amorosos del momento.

 

Por Francisco Andres Flores


Detalle de "El triunfo de Galatea", de Rafael
Me tiro a escribir sobre un tema que, lo reconozco, me es casi absolutamente oscuro.  Digo me tiro, porque siento que me estoy tirando a una pileta.  Y digo oscuro, porque no solo desconozco la profundidad de esta pileta, sino también porque intuyo que el agua es turbia y desagradable, al menos para mi.  Les seré sincero: nunca miré telenovelas ni leí folletines amorosos.  Siempre he tenido el mayor de los prejuicios (obviamente bien fundado) contra esos subgéneros del arte que, ya despojados de todo arte, persisten como mero objeto de consumo masivo en los nichos melosos del romanticismo capitalista.  Digo nichos porque claramente estamos en el cementerio del arte; digo melosos porque endulzan de manera abundante y artificial algo que no necesariamente es dulce; digo romanticismo (con perdón de Delacroix, Constable, Goya, Wagner, Bizet, Sibellius y tantos) en el sentido superficial televisivo; y digo capitalista, porque su lógica obedece al esquema de relaciones humanas que plantea el capitalismo.

Claro que todo lo mundano es susceptible de una transfiguración: rastreando antecedentes de éstas subformas de la industria cultural podemos llegar a las novelas de caballería de la baja edad media y encontrar, luego de ellas, al Quijote; o, en el rastro de las bucólicas y pastorales, llegar a Beethoven y su sinfonía número 6.  Pero yo, estimados, no soy ni el ilustre manco ni el genial sordo; mi carencia es invisible y mi limitación más profunda: lejos de transfigurar nada, apenas me alcanzará para este breve y articulado comentario.

La primera de las palabras del título es el nombre del galán de moda: un turco multimillonario y romántico que es el protagonista de la exitosa telenovela Las mil y una noches.  Antes que nada hay que aclarar que muy poco tiene la telenovela de aquel famoso relato oriental homónimo, apenas sobrevive el nombre de la protagonista: Sherezade.  La historia original es una recopilación medieval árabe de cuentos tradicionales (como Alí Babá y los 40 ladrones, Aladino, Simbad el marino, etc.) enmarcados en un relato más amplio que es la historia de un sultán que asesina a sus amantes luego de pasar una noche con ellas.  Sherezade, gracias a su creatividad, prolonga las noches y salva su vida.  La telenovela es diferente: Onur, el romántico que enamora mujeres en nuestros días, es un empresario adinerado que le ofrece dinero a cambio de sexo a una mujer desesperada por financiar la operación urgente y vital de su hijo.  Luego el dolor y cierto arrepentimiento sugieren una especie de redención del personaje (la conveniente combinación de poder y fragilidad siempre garpa en algunos corazones femeninos), lo cual sin embargo no deja de cuestionarnos sobre qué cosas nos proponen los medios como valores hegemónicos.  En esto amigos les hago una pregunta desesperada: ¿soy yo solo el único que ve la cruel manipulación que hay en someter a una mujer desesperada por conseguir dinero para operar a su hijo gravemente enfermo, y la deformidad mental que hay que tener para considerar a eso como parte de una trama romántica?  He discutido esto con mucha gente, y me asombra la pasividad general que hay para aceptar el argumento de la desesperación y el dinero.  ¿Qué romanticismo hay en la manipulación calculada y sádica basada en el poder del dinero y la necesidad de autosatisfacción?  Yo no lo veo.  Y aclaro una cosa: no pretendo que todo lo que uno lea o vea tenga que ser moralmente correcto (eso nos llevaría a dejar fuera de la lista muchísima literatura, incluyendo los libros de historia y las biografías de muchos de nuestros próceres), pero sí pretendo esa corrección para lo que se propone o toma como modelo de algo.  Con la trata de personas haciendo estragos en los rincones humildes de nuestro país, la aceptación pasiva y el éxito de este modelo de romántico es el peor de los síntomas.

Un amigo me dijo que la aparición de un galán un tanto excedido en peso y de calvicie incipiente era toda una esperanza para nuestra generación; yo, sin embargo, carente de los millones del muchacho para disimular el paso de los años, encuentro, antes que alegrías, un par de cosas que me molestan particularmente: la primera de ellas, la pretensión de profundidad.  Con una pléyade de frases usurpadas de la literatura oriental, se mezclan frases de la calaña de habitas en lo profundo de mi corazón, siento tu presencia aquí, dentro de mi, en cada respiración, estoy sufriendo por el dolor que te causé”, te mereces lo mejor del universo, nada sería suficiente para mostrarte cómo me siento, etc.; frases mediocres y autocomplacientes canonizadas por los medios como sentencias del más profundo amor mientras toda la poesía amorosa de siglos se escurre en el torbellino del inodoro. 

Lo segundo que me molesta es la falta de originalidad: ni el título lo es.  La trama, por cierto, es más o menos la de Mujer bonita (la película que hizo famosa a Julia Roberts); y las pocas frases felices que tiene son hurtos más o menos acertados a la literatura oriental. 

La tercera molestia es la avalancha de suspiros femeninos por televisión y redes sociales hacia este personaje que, desde el inicio, manipula y domina desde el dinero: es la consagración del materialismo en el ámbito más humano e íntimo del hombre.  Amigas, un consejo: si quieren romanticismo, apaguen el televisor y vivan: lean a Benedetti, o a Neruda, conozcan gente pero no compren la mentira enlatada de un cuento de hadas de plástico y en serie. 

Sin embargo el curso de nuestra sociedad se encuentra claramente delineado, y resulta oportuno cerrar esta primera parte con una frase apropiada para explicar el éxito de los romances utilitarios y materialistas:

En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo. (Erich Fromm, El arte de amar).



Sadismo dijimos al paso más arriba, y eso introduce la segunda palabra: Sade.  Lo traigo al presente al malogrado Marqués (causante del significado particular de la palabra sadismo) porque, a mi entender, guarda relación directa con el éxito erótico del momento: Cincuenta sombras de Grey.  Claro que Donatien Alphonse Francois (tal el nombre del Marqués de Sade) realmente escribía bien y su talento sin dudas merecía una temática superior a la que cultivó tan dilecta y extensamente.  Hablamos aquí de literatura erótica; y, una vez más, debo reconocerme ignorante en la materia.  Lo más parecido a literatura erótica que he leído es El arte de amar, de Ovidio, publicado entre los años 2 a.C. y 2 d.C. (me he quedado un poco en el tiempo, es cierto).  Escrito magistralmente, advierte Ovidio al principio: Nosotros cantamos placeres fáciles, hurtos perdonables, y los versos correrán limpios de toda intención criminal.  No puede decirse lo mismo del Marqués de Sade, de cuya obra Georges Bataille dijo que era una apología del crimen (y Bataille no era precisamente un moralista).  Yo coincido con Bataille. 

En primer lugar salta a la vista el paralelismo sintáctico entre 50 sombras de Grey y Los 120 días de Sodoma (una de las obras más perversas atribuidas a Sade).  Ésta no es la única relación: en otros libros de Sade (La filosofía en el tocador, Juliette o las prosperidades del vicio, Justine o los infortunios de la virtud) el tema central es el proceso de corrupción de una joven por parte de un noble libertino, que además es adinerado y poderoso; la chica es pervertida y manipulada en un meticuloso proceso hasta llegar a ser tan perversa y sádica como su corruptor.  En 50 sombras…” ese esquema se repite casi calcado.  Grey, al igual que Dolmancé (el libertino perverso que corrompe a la joven Eugenia en La filosofía en el tocador) es elocuente, elegante, atractivo y millonario.  Tanto Grey como los nobles libertinos de Sade (y tal vez, por qué no, Onur) comparten algo: son poderosos, muy ricos, y esa posición los pone más allá de la ley, del bien y del mal.  Los nobles de Sade obran en general por la fuerza y por la seducción del poder y el dinero.  Grey le agrega algo más, tal vez una pequeña concesión a nuestros tiempos tolerantes: la firma de un contrato de adhesión voluntaria por parte de la chica (en Los 120 días de Sodoma también los participantes firman un contrato que los somete a un riguroso reglamento; por algo Sade era admirador de Rousseau).

Pero hay una relación aún más evidente y profunda: las prácticas a las cuales el personaje poderoso somete a la chica.  Éstas, tanto en Sade como en Grey, se basan en la dominación y la violencia.  Nadie dudaría en calificar las prácticas de Grey como sadomasoquistas; decir que las de Sade son sádicas es casi redundante.  Claro que Grey detiene sus 50 penumbras en el umbral de la corrección contemporánea; Sade, sin atenuantes, lo atraviesa, llegando a hacer que sus personajes torturen y asesinen por placer.  De todas formas, que Grey se detenga en el límite no implica que la dirección demarcada de sus acciones apunte plus ultra; y que aquellos incautos que la siguen, queriendo o sin querer, lo traspasen: ya ha pasado de personas que asesinaron a sus parejas por reproducir escenas del libro.  Podríamos reformar aquella famosa frase de Woody Allen: la vida no imita al arte, imita a la mala televisión cambiando televisión por literatura.

Claro que la gente tiene derecho a leer lo que sea, e incluso a considerar que es mejor el barro que la playa.  Ahora bien, si ya nos quieren obligar a pensar que lo mejor es el barro, entonces no me quedaré callado.  En buen criollo: no me molesta la existencia de estos subgéneros; o, como decía más arriba, no todo lo que se lee tiene que ser moralmente correcto.  Pero que se pretenda que la violencia y la dominación sean formas de amor o de romanticismo, realmente me parece patológico.  En una época en que la violencia contra la mujer causa estragos, y cuando cotidianamente lloramos una nueva víctima, que un libro o una película o lo que sea plantee como amoroso y moderno el sadismo y la manipulación de la mujer, me parece retrógrado y deshumanizante.  Me parece el signo triste de una sociedad enferma y enfermante.  Si algo quedaba de humano en las relaciones interpersonales, ahora asistimos a la consagración masiva de las relaciones sexuales mediatizadas por juguetes y elementos en el sentido de la violencia y la dominación. Nada más lejos del amor.



Repito lo escrito más arriba: que haya gente que quiera leer o practicar estas cosas no es un problema de mi incumbencia: como dijera Ovidio en el ya citado libro, la menor distinción cautiva a un ánimo ligero; y tales ánimos han existido en toda la historia.  Pero otra cosa es la apología de éstas prácticas y su naturalización mediática como camino o medio válido para el amor.  Claro que en una sociedad patológicamente violenta donde el sometimiento se encuentra reglamentado y naturalizado, no es de extrañar que las relaciones de pareja caigan también bajo la triste lógica de la violencia y el sometimiento; siempre y cuando, obvio, haya mucho dinero de por medio.  Al fin y al cabo ese es el paradigma del éxito: el hombre exitoso y adinerado cuya voluntad, en virtud del poder y el dinero, es absoluta, y puede someter todo (incluso las personas) a su capricho.  Eso representan Grey, Onur y los nobles libertinos de Sade (y está claro que sin sus millones, todos ellos serían simples pervertidos).

Difícil explicar, en este cuadro, la fascinación de muchas mujeres por este tipo de galán perverso.  Supongo que, una vez más, el paradigma capitalista del éxito es para muchas personas más importante que la libertad; y que tal vez por eso, hoy en día, muchos esclavos besan sus cadenas si los atan al carro del que vence. 

Ovidio en otro libro memorable, afirma:



Os homini sublime dedit, coelumque tueri

iussit et erectos ad sidera tollere vultus “



El Creador dio al hombre un rostro magnífico y le impuso la misión de mirar al cielo y contemplar las estrellas (Ovidio, Metamorfosis I).



Si Ovidio pudiera observar el comportamiento de muchos de nuestros contemporáneos, tal vez dudaría seriamente de escribir la frase precedente.

Seguirán los medios machacando el éxito de turno, agigantarán las películas su éxito con las polémicas y los jóvenes correrán al sex-shop a comprar los últimos adminículos de plástico para su sexualidad de cotillón.  El amor, mientras tanto, seguirá en sombras; mucho más que 50.



Si el tema de esta edición era la Renuncia, lo recuerdo tardíamente y pienso: el amor de pareja implica una renuncia al yo para entrar en un nosotros que no anula al yo, sino que lo supone, lo incluye y lo plenifica.  La capacidad de amar entonces implica una renuncia: no a ser yo mismo, sino a ser el centro.  Si no podemos renunciar a ser el centro, entonces nos volveremos egoístas y todo girará en torno a nuestra autosatisfacción; que, por nuestra incapacidad de amar, nunca será plena:



La satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin la capacidad de amar al prójimo, sin humildad, coraje, fe y disciplina. En una cultura en la cual esas cualidades son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar(Erich Fromm, El arte de amar).