Telenovelas, literatura erótica y renuncias para analizar los éxitos amorosos del momento.
Por Francisco Andres Flores
Detalle de "El triunfo de Galatea", de Rafael |
Claro que todo lo mundano es susceptible de
una transfiguración: rastreando
antecedentes de éstas subformas de
la industria cultural podemos llegar a las novelas de caballería de la baja edad media y encontrar,
luego de ellas, al Quijote; o, en el rastro de las bucólicas y pastorales, llegar a Beethoven y
su sinfonía número 6.
Pero yo, estimados, no soy ni el ilustre manco ni el genial sordo; mi
carencia es invisible y mi limitación
más profunda: lejos
de transfigurar nada, apenas me alcanzará para este breve y articulado comentario.
La primera de las palabras del título es el nombre del galán de moda: un turco multimillonario y “romántico” que es el protagonista de la exitosa telenovela “Las mil y una noches”.
Antes que nada hay que aclarar que muy poco tiene la telenovela de aquel
famoso relato oriental homónimo,
apenas sobrevive el nombre de la protagonista: Sherezade. La historia original es una recopilación medieval árabe de cuentos tradicionales (como Alí Babá y los 40 ladrones, Aladino, Simbad el
marino, etc.) enmarcados en un relato más amplio que es la historia de un sultán que asesina a sus amantes luego de pasar una noche con
ellas. Sherezade, gracias a su
creatividad, prolonga las noches y salva su vida. La telenovela es diferente: Onur, el “romántico” que enamora mujeres en nuestros días, es un empresario adinerado que le ofrece dinero a cambio de
sexo a una mujer desesperada por financiar la operación urgente y vital de su hijo.
Luego el dolor y cierto arrepentimiento sugieren una especie de “redención” del personaje (la conveniente combinación de poder y fragilidad siempre garpa en algunos corazones
femeninos), lo cual sin embargo no deja de cuestionarnos sobre qué cosas nos proponen
los medios como valores hegemónicos. En esto amigos les hago una pregunta
desesperada: ¿soy yo solo el único que ve la cruel manipulación que hay en someter a una mujer
desesperada por conseguir dinero para operar a su hijo gravemente enfermo, y la
deformidad mental que hay que tener para considerar a eso como parte de una
trama romántica? He discutido esto con mucha gente, y me
asombra la pasividad general que hay para aceptar el argumento de la
desesperación y el dinero. ¿Qué romanticismo hay en
la manipulación calculada y sádica basada en el poder del dinero y la
necesidad de autosatisfacción? Yo no lo veo.
Y aclaro una cosa: no pretendo que todo lo que uno lea o vea tenga que
ser moralmente correcto (eso nos llevaría a dejar fuera de la lista muchísima literatura, incluyendo los libros de historia y las biografías de muchos de nuestros próceres), pero sí pretendo esa corrección para lo que se propone o toma como
modelo de algo. Con la trata de personas
haciendo estragos en los rincones humildes de nuestro país, la aceptación pasiva y el éxito
de este modelo de “romántico” es el peor de los síntomas.
Un amigo me dijo que la aparición de un galán un tanto excedido en peso y de calvicie incipiente era toda una
esperanza para nuestra generación;
yo, sin embargo, carente de los millones del muchacho para disimular el paso de
los años, encuentro,
antes que alegrías, un par de cosas
que me molestan particularmente: la primera de ellas, la pretensión de profundidad. Con una pléyade de frases usurpadas de la literatura oriental, se mezclan
frases de la calaña de “habitas en lo profundo de mi corazón”, “siento tu presencia
aquí, dentro de mi, en
cada respiración”, “estoy sufriendo por el dolor que te causé”, “te mereces lo mejor
del universo”, “nada sería suficiente para mostrarte cómo me siento”,
etc.; frases mediocres y autocomplacientes canonizadas por los medios como
sentencias del más profundo amor mientras
toda la poesía amorosa de siglos
se escurre en el torbellino del inodoro.
Lo segundo que me molesta es la falta de
originalidad: ni el título
lo es. La trama, por cierto, es más o menos la de “Mujer bonita” (la película que hizo famosa a Julia Roberts); y las pocas frases felices
que tiene son hurtos más
o menos acertados a la literatura oriental.
La tercera molestia es la avalancha de
suspiros femeninos por televisión
y redes sociales hacia este personaje que, desde el inicio, manipula y domina
desde el dinero: es la consagración
del materialismo en el ámbito
más humano e íntimo del hombre. Amigas, un consejo: si quieren romanticismo,
apaguen el televisor y vivan: lean a Benedetti, o a Neruda, conozcan gente… pero no compren la
mentira enlatada de un cuento de hadas de plástico y en serie.
Sin embargo el curso de nuestra sociedad se
encuentra claramente delineado, y resulta oportuno cerrar esta primera parte
con una frase apropiada para explicar el éxito de los romances utilitarios y materialistas:
“En una cultura en
la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad
motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo
esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo.” (Erich Fromm, El
arte de amar).
“Sadismo” dijimos al paso más arriba, y eso introduce la segunda
palabra: Sade. Lo traigo al presente al
malogrado Marqués (causante del
significado particular de la palabra “sadismo”)
porque, a mi entender, guarda relación
directa con el éxito erótico del momento: Cincuenta sombras de
Grey. Claro que Donatien Alphonse
Francois (tal el nombre del Marqués
de Sade) realmente escribía
bien y su talento sin dudas merecía
una temática superior a la
que cultivó tan dilecta y extensamente.
Hablamos aquí de literatura erótica;
y, una vez más, debo reconocerme
ignorante en la materia. Lo más parecido a literatura erótica que he leído es “El arte de amar”, de Ovidio, publicado entre los años 2 a.C. y 2 d.C. (me he quedado un poco
en el tiempo, es cierto). Escrito
magistralmente, advierte Ovidio al principio: “Nosotros cantamos placeres fáciles, hurtos perdonables, y los versos correrán limpios de toda intención criminal”. No puede decirse lo mismo
del Marqués de Sade, de cuya
obra Georges Bataille dijo que era una “apología del crimen” (y Bataille no era
precisamente un moralista). Yo coincido
con Bataille.
En primer lugar salta a la vista el
paralelismo sintáctico entre “50 sombras de Grey” y “Los 120 días de Sodoma”
(una de las obras más perversas atribuidas a Sade).
Ésta no es la única relación: en otros libros de Sade (“La filosofía
en el tocador”, “Juliette o las prosperidades del vicio”, “Justine o los infortunios de la virtud”) el tema central es el proceso de corrupción de una joven por parte de un noble
libertino, que además es adinerado y
poderoso; la chica es pervertida y manipulada en un meticuloso proceso hasta
llegar a ser tan perversa y sádica
como su corruptor. En “50 sombras…” ese esquema se repite casi calcado. Grey, al igual que Dolmancé (el libertino
perverso que corrompe a la joven Eugenia en “La filosofía
en el tocador”) es elocuente,
elegante, atractivo y millonario. Tanto
Grey como los nobles libertinos de Sade (y tal vez, por qué no, Onur) comparten
algo: son poderosos, muy ricos, y esa posición los pone más
allá de la ley, del bien y del mal.
Los nobles de Sade obran en general por la fuerza y por la seducción del poder y el dinero. Grey le agrega algo más, tal vez una pequeña concesión a nuestros tiempos “tolerantes”: la firma de un contrato de adhesión voluntaria por parte de la chica (en “Los 120 días de Sodoma”
también
los participantes firman un contrato que los somete a un riguroso reglamento;
por algo Sade era admirador de Rousseau…).
Pero hay una relación aún más evidente y
profunda: las prácticas a las cuales
el personaje poderoso somete a la chica.
Éstas, tanto en Sade
como en Grey, se basan en la dominación y la violencia. Nadie
dudaría en calificar las
prácticas de Grey como
sadomasoquistas; decir que las de Sade son sádicas es casi redundante.
Claro que Grey detiene sus 50 penumbras en el umbral de la corrección contemporánea; Sade, sin atenuantes, lo atraviesa, llegando a hacer que sus
personajes torturen y asesinen por placer.
De todas formas, que Grey se detenga en el límite no implica que la dirección demarcada de sus acciones apunte plus ultra; y que
aquellos incautos que la siguen, queriendo o sin querer, lo traspasen: ya ha
pasado de personas que asesinaron a sus parejas por reproducir escenas del
libro. Podríamos reformar aquella famosa frase de Woody Allen: “la vida no imita al arte, imita a la mala
televisión” …
cambiando “televisión” por “literatura”.
Claro que la gente tiene derecho a leer lo
que sea, e incluso a considerar que es mejor el barro que la playa. Ahora bien, si ya nos quieren obligar a
pensar que lo mejor es el barro, entonces no me quedaré callado. En buen criollo: no me molesta la existencia
de estos subgéneros; o, como decía más arriba, no todo lo que se lee tiene que ser moralmente
correcto. Pero que se pretenda que la
violencia y la dominación
sean formas de amor o de romanticismo, realmente me parece patológico.
En una época en que la
violencia contra la mujer causa estragos, y cuando cotidianamente lloramos una
nueva víctima, que un libro
o una película o lo que sea
plantee como amoroso y moderno el sadismo y la manipulación de la mujer, me parece retrógrado y deshumanizante. Me parece el signo triste de una sociedad
enferma y enfermante. Si algo quedaba de
humano en las relaciones interpersonales, ahora asistimos a la consagración masiva de las relaciones sexuales
mediatizadas por “juguetes” y elementos en el
sentido de la violencia y la dominación. Nada más
lejos del amor.
Repito lo escrito más arriba: que haya gente que quiera leer
o practicar estas cosas no es un problema de mi incumbencia: como dijera Ovidio
en el ya citado libro, “la
menor distinción cautiva a un ánimo ligero”; y tales ánimos
han existido en toda la historia. Pero
otra cosa es la apología
de éstas prácticas y su naturalización mediática como camino o medio válido para el amor. Claro
que en una sociedad patológicamente
violenta donde el sometimiento se encuentra reglamentado y naturalizado, no es
de extrañar que las
relaciones de pareja caigan también
bajo la triste lógica de la
violencia y el sometimiento; siempre y cuando, obvio, haya mucho dinero de por
medio. Al fin y al cabo ese es el
paradigma del éxito: el hombre
exitoso y adinerado cuya voluntad, en virtud del poder y el dinero, es
absoluta, y puede someter todo (incluso las personas) a su capricho. Eso representan Grey, Onur y los nobles
libertinos de Sade (y está
claro que sin sus millones, todos ellos serían simples pervertidos).
Difícil explicar, en este cuadro, la fascinación de muchas mujeres por este tipo de galán perverso. Supongo que, una vez más, el paradigma capitalista del éxito es para muchas personas más importante que la libertad; y que tal
vez por eso, hoy en día,
muchos esclavos besan sus cadenas si los atan al carro del que vence.
Ovidio en otro libro memorable, afirma:
“Os homini sublime dedit, coelumque tueri
iussit
et erectos ad sidera tollere vultus “
El Creador dio al hombre un rostro magnífico y le impuso la misión de mirar al
cielo y contemplar las estrellas (Ovidio, Metamorfosis I).
Si
Ovidio pudiera observar el comportamiento de muchos de nuestros contemporáneos,
tal vez dudaría seriamente de escribir la frase precedente.
Seguirán los medios machacando el éxito de turno, agigantarán las películas
su éxito con las polémicas y los jóvenes correrán
al sex-shop a comprar los últimos
adminículos de plástico para su sexualidad de cotillón.
El amor, mientras tanto, seguirá en sombras; mucho más que 50.
Si el tema de esta edición era la Renuncia, lo recuerdo tardíamente y pienso: el amor de pareja
implica una renuncia al “yo” para entrar en un “nosotros” que no anula al “yo”, sino que lo supone, lo incluye y lo plenifica. La capacidad de amar entonces implica una
renuncia: no a ser yo mismo, sino a ser el centro. Si no podemos renunciar a ser el centro,
entonces nos volveremos egoístas
y todo girará en torno a nuestra autosatisfacción; que, por nuestra incapacidad de amar, nunca será plena:
“La satisfacción en el amor individual no puede lograrse
sin la capacidad de amar al prójimo, sin
humildad, coraje, fe y disciplina. En una cultura en la cual esas cualidades
son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar” (Erich Fromm, El arte de amar”).