Desde hace dos años, soplan vientos de frescura y esperanza para la Iglesia y la humanidad con la llegada de Francisco a la sede romana. El mundo ha quedado conmovido por su sonrisa, por su solicitud paternal, por sus gestos de simpatía y humildad. Impresionan su acercamiento con las confesiones cristianas evangélicas, el diálogo con otras religiones (dentro de las cuales no tiene sólo interlocutores, sino amigos), su respeto a jóvenes y ancianos, su interés por la educación, su preocupación por los pobres. Todos los días despertamos preguntándonos que sorpresa tendrá hoy para darnos.
Pero este Papa no
sólo da: también nos exige. Quiere una Iglesia misionera, y a eso nos llama no
sólo con suavidad, sino con energía. Porque su bondad no significa ser débil de
carácter, ni blando a la hora de hacer concesiones. Sigue siendo Jorge
Bergoglio, el mismo que, como Arzobispo de Buenos Aires, no se caracterizó por
una actitud pasiva, ni por ser fácil aceptador de personas.
Por eso, no pensemos, como hicieron algunos en
tiempos de Juan XXIII, en los albores del Concilio Vaticano II, que las
reformas “de fondo” del Papa tendrán que ver con el modelo de la sotana de los
curas o el largo del hábito de las monjas. Dejemos de lado la superficialidad a
la que nos invitan algunos medios sensacionalistas, y sepamos descubrir, detrás
de la sonrisa del Papa Francisco, la voz tranquila pero firme del Cardenal
Bergoglio que nos exhorta a dejarnos de “peinar ovejas” y salir a la calle a
evangelizar con el testimonio de la caridad.
La Redacción
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