“Renunciar”, como virtud, significa negarnos algo que nos resulta
querido, cómodo o placentero, por el bien de los demás.
La
renuncia debe ser por amor. Porque hay quien se sacrifica durante años,
postergando vida social, descanso, incluso familia o amigos, por una carrera o
empresa, sólo para llegar a una posición económica más ventajosa. Y hay quien
hace similares sacrificios (maestros rurales, médicos sin fronteras), para
servir a la humanidad.
La
renuncia debe doler un poco. No es renuncia dar de lo que me sobra o de lo que
no me interesa. Tampoco es auténtico elegir una tarea que todos aplauden por su
“abnegación” y una vez en ella, esquivar el compromiso (las enfermeras
distraídas en mandarse mensajitos por el celular con las amigas mientras los
pacientes las reclaman, o los curas “pachorra” –de ésos que no atienden a nadie
porque tienen que dormir la siesta, después tomar mate, luego volver a dormir
la siesta-, etc.).
La
renuncia debe hacerse sin ostentación. Un ejemplo nos ha dado el Papa Benedicto
XVI, que ante la imposibilidad de seguir ocupándose con eficiencia de los
difíciles problemas del Papado, por edad, mala salud o lo que fuere, cedió
humildemente su lugar a otro. Porque entre el heroísmo y la humildad, si hay
que elegir, primero está la humildad.
La
Redacción