En esta sociedad complicada, necesitamos
ojos limpios para conocer la verdad… y valor para decirla.
La
anécdota es conocida: unos supuestos tejedores charlatanes, con la intención de
hacer dinero a costa de la ingenuidad ajena, se presentan ante un poderoso
emperador y le aseguran poder tejerle un traje de una tela tan sutil que sólo
podrían verlo quienes fueran “muy inteligentes” y “aptos para su cargo”.
Después de varios días de trabajo fingido, presentan al monarca su “obra”:
éste, lógicamente, no ve nada, pero simula una gran admiración, en el temor de
que se lo considere tonto e inútil.
Convencido
de que el traje existe, el emperador decide desfilar ante su pueblo, vestido
–así cree él- con la prenda maravillosa. Al pueblo, el fenómeno le produce la
misma impresión: nadie ve nada, pero todos fingen ver. Hasta que en medio de la
muchedumbre hipócrita y obsecuente, se alza la voz sincera y clara de un niño:
“¡Papá, el emperador va desnudo!”
Esta
historia, que circuló desde tiempos inmemoriales en la literatura oriental, fue
recogida también por el folklore alemán, y en España, es posible que Cervantes
se haya inspirado en ella para su entremés
“El retablo de las maravillas”. Pero desde fines del siglo diecinueve, en
Occidente, todas las generaciones la hemos conocido a través de la versión de
Hans Christian Andersen.
Imagino que a nuestro amigo Andersen, con alma de niño como todo buen escritor
y poeta –y además, frontal, como todo buen dinamarqués- tiene que haber estado
fascinado por este ejemplo de pureza infantil cuando escribió “El traje nuevo
del emperador” y lo incluyó en su famoso volumen de cuentos.
En la
versión de Andersen, la frase del niño produce gran revuelo, y el padre intenta
disculparlo exclamando: “¡Es la voz de la inocencia!”, como quien dice: “No le
hagan caso” y como si la inocencia fuera algo de lo que tuviéramos que
avergonzarnos.
¡Y
claro, señor padre, que es la voz de la inocencia! Pero de la inocencia buena,
de la legítima, la que por ningún motivo deberíamos perder. Y si la perdemos,
más nos vale hacer lo que nos dice Jesús: volver a ser como niños, porque sólo
ellos –y los que son como ellos- entrarán en el Reino de los Cielos (Mateo 18,3).
En
medio de esta sociedad con tanta gente simuladora, de este continuo baile de
máscaras, algunas benditas personas conservan la capacidad de ver una situación
de injusticia, de inmoralidad, de desubicación, y decir, sin vueltas, que el
emperador va desnudo.
En
ocasiones, se las admira o envidia; en otras (muy pocas) se las ama; en
general, se las alaba falsamente: “Ay, Fulano…¡qué gracioso! ¡Qué rapidez y
facilidad de palabra!” Cuando bien sabemos que no se trata de eso, ni de
ninguna otra clase de “facilidad”. Ser sincero y valiente nunca ha sido fácil
en este mundo.
Pero… no perdamos las esperanzas. A los que,
al menos, aspiramos a la sinceridad, nos conviene saber que el cuento concluye
con una muchedumbre que admite que el emperador va, efectivamente, como dijo el
niño. Y que además, en algunas versiones populares, los charlatanes, para
escapar de la paliza, tienen que desaparecer del imperio. Porque a veces basta
que alguien, uno solo, se atreva a alzar la voz como un niño, para que a los
demás se nos abra también la posibilidad de entrar en el Reino de los Cielos.
"...a veces basta con que alguien se anime a alzar la voz..." muy bueno.. me encantó..
ResponderEliminar