sábado, 16 de agosto de 2014

EL NIÑO Y EL TRAJE DEL EMPERADOR

Por Nora Pflüger
   
     En esta sociedad complicada, necesitamos ojos limpios para conocer la verdad… y valor para decirla.


  La anécdota es conocida: unos supuestos tejedores charlatanes, con la intención de hacer dinero a costa de la ingenuidad ajena, se presentan ante un poderoso emperador y le aseguran poder tejerle un traje de una tela tan sutil que sólo podrían verlo quienes fueran “muy inteligentes” y “aptos para su cargo”. Después de varios días de trabajo fingido, presentan al monarca su “obra”: éste, lógicamente, no ve nada, pero simula una gran admiración, en el temor de que se lo considere tonto e inútil.
  Convencido de que el traje existe, el emperador decide desfilar ante su pueblo, vestido –así cree él- con la prenda maravillosa. Al pueblo, el fenómeno le produce la misma impresión: nadie ve nada, pero todos fingen ver. Hasta que en medio de la muchedumbre hipócrita y obsecuente, se alza la voz sincera y clara de un niño: “¡Papá, el emperador va desnudo!”
  Esta historia, que circuló desde tiempos inmemoriales en la literatura oriental, fue recogida también por el folklore alemán, y en España, es posible que Cervantes se haya inspirado en ella para su  entremés “El retablo de las maravillas”. Pero desde fines del siglo diecinueve, en Occidente, todas las generaciones la hemos conocido a través de la versión de Hans Christian Andersen.
  Imagino que a nuestro amigo Andersen, con alma de niño como todo buen escritor y poeta –y además, frontal, como todo buen dinamarqués- tiene que haber estado fascinado por este ejemplo de pureza infantil cuando escribió “El traje nuevo del emperador” y lo incluyó en su famoso volumen de cuentos.
  En la versión de Andersen, la frase del niño produce gran revuelo, y el padre intenta disculparlo exclamando: “¡Es la voz de la inocencia!”, como quien dice: “No le hagan caso” y como si la inocencia fuera algo de lo que tuviéramos que avergonzarnos.
  ¡Y claro, señor padre, que es la voz de la inocencia! Pero de la inocencia buena, de la legítima, la que por ningún motivo deberíamos perder. Y si la perdemos, más nos vale hacer lo que nos dice Jesús: volver a ser como niños, porque sólo ellos –y los que son como ellos- entrarán en el Reino de los Cielos (Mateo 18,3).
 En medio de esta sociedad con tanta gente simuladora, de este continuo baile de máscaras, algunas benditas personas conservan la capacidad de ver una situación de injusticia, de inmoralidad, de desubicación, y decir, sin vueltas, que el emperador va desnudo.
  En ocasiones, se las admira o envidia; en otras (muy pocas) se las ama; en general, se las alaba falsamente: “Ay, Fulano…¡qué gracioso! ¡Qué rapidez y facilidad de palabra!” Cuando bien sabemos que no se trata de eso, ni de ninguna otra clase de “facilidad”. Ser sincero y valiente nunca ha sido fácil en este mundo.
  Pero… no perdamos las esperanzas. A los que, al menos, aspiramos a la sinceridad, nos conviene saber que el cuento concluye con una muchedumbre que admite que el emperador va, efectivamente, como dijo el niño. Y que además, en algunas versiones populares, los charlatanes, para escapar de la paliza, tienen que desaparecer del imperio. Porque a veces basta que alguien, uno solo, se atreva a alzar la voz como un niño, para que a los demás se nos abra también la posibilidad de entrar en el Reino de los Cielos.

1 comentario:

  1. "...a veces basta con que alguien se anime a alzar la voz..." muy bueno.. me encantó..

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