Jesús
habló claramente de hacernos como niños para entrar en el Reino (Mateo 18, 3).
Y un educador del siglo XX recomendaba a las personas rígidas, reprimidas en
sus emociones o con dificultades para expresarlas, “tratar mucho con niños” o con personas que se parecieran a
ellos.
El
niño es también un signo de esperanza en que la humanidad siga habitando en
esta Tierra. Incluso para los padres de un hijo ya crecido, ese joven o adulto
que alguna vez fue niño en sus brazos representa para ellos una señal que
apunta hacia el futuro. Quienes conocen las profundidades humanas, afirman que
no hay dolor más grande que la muerte de un hijo, tal vez porque al sufrimiento
de la pérdida se suma la sensación de que la vida se trunca justamente allí
donde tendría que continuar.
En
este agosto en el que, en medio de una nube de ofertas comerciales y venta de
pochoclo, hemos festejado, bien que mal, el “Día del Niño”, nos convendría
reflexionar sobre el verdadero sentido de la infancia y recordar además que el
hombre, entre todos los seres de la Creación, es el que permanece de algún modo
siempre niño, porque todos los días tiene algo nuevo que aprender.
La Redacción
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