Por Francisco Andres Flores
El aborto “no punible” que no fue.
Cuando la corte suprema de justicia
aprobó el accionar de los que autorizaron el aborto en caso de violación,
inevitablemente me vino su rostro a la mente.
No es que yo sea una persona muy sentimental, ni menos aún dada a sentir
lástima o pena por historias ajenas e inevitables; pero, en esta maraña de jueces,
médicos, abogados, leyes,
interpretaciones y reinterpretaciones, su historia, aquella que pocos
conocíamos y ninguno quería recordar, salía nuevamente a la luz.
Trataré de explicar la historia, aunque
tengo varios obstáculos insalvables. El
primero, obvio, es que no puedo mencionar al protagonista; lo cual corresponde
que así sea, por resguardo de su identidad, pero también por mandato
legal. Y por otro lado ese anonimato
obligado que le toca en estas líneas se corresponde bastante con la realidad,
ya que apenas hace unos meses que nuestro pequeño protagonista recibió su
documento nacional de identidad. Los
años anteriores a su consagración como miembro afortunado de nuestra comunidad
civil, fue tan sólo un NN (Natalia-Natalia dirían los policías, así que bien
podríamos llamarlo “Natalia”).
El otro obstáculo es que tampoco puedo
mencionar las instituciones por las que ha pasado, pero pueden ir sabiendo que
han sido varias. “Natalia” nació
aparentemente fruto del abuso sufrido por su madre en una institución
psiquiátrica. Lugo fue a parar a una
institución de guarda de niños expósitos, al estilo de la ex casa cuna
local. Allí, siendo voluntario, pude
conocerla.
Al avanzar en edad, llegó el forzoso
cambio institucional. La no resolución
de sus temas legales y familiares llevó a que se tarde mucho en otorgarle el
estado de adoptabilidad, ese por el cual podría llegar a tener una familia y
una luz de esperanza en el tortuoso camino de su breve vida. Esa dilación no hizo más que dificultar su
adopción: sabido es que cuanto más grandes son, más difícil es que los niños
sean adoptados. Así pasó a un hogar de
menores, y luego a otro especializado en chicos con capacidades especiales, ya
que, es necesario mencionarlo, “Natalia” padece (al menos según los
especialistas) el famoso y nunca bien especificado “Trastorno Generalizado del
Desarrollo”. Parece tener un retraso
madurativo leve, o tal vez algo que aún no se manifestó en su totalidad; pero
si le faltaba alguna dificultad a su inserción social, el Estado y sus
instituciones se han encargado de diagnosticarla y registrarla, para que no
queden dudas (y por qué no, tal vez incluso se hayan encargado de generarla).
Parece éste un panorama sombrío, sin
espacio para la esperanza, donde el futuro es una incógnita en un laberinto de
expedientes y estudios inconclusos. Sin embargo, “Natalia” es una persona como
cualquiera de nosotros, o mejor aún que nosotros: inocente. Juega como cualquiera de los niños de su
edad, ríe, se enoja, extraña, llora, abraza… vive intensamente: sabe que el
amor es una flor que no crece en todos los jardines, y se abraza a ella como a
un regalo único. No hubo amor en su
concepción, y tampoco en algunas etapas de su vida; pero: ¿eso la priva del
derecho y la capacidad de dar y recibir amor?
Les aseguro que no. Toda su vida
y su mundo son el amor de las personas que la ayudan cotidianamente:
enfermeras, auxiliares, voluntarios… Aún
en sus limitaciones madurativas, ejerce plenamente, y más que la mayoría de
nosotros, su capacidad de amar y ser amada.
Entonces, jueces de la suprema corte: ¿eso no basta como certificado de
humanidad? ¿Eso no basta como evidencia de la dignidad enorme e inalienable de
cada ser humano, aunque sea débil y pequeño?
Por eso fue que, cuando conocí el dictamen,
pensé inevitablemente en ella y en los niños que, como ella, no eligen cómo y
dónde venir al mundo; pero sí, aún en un mundo doloroso e imperfecto, eligen
dar y recibir amor. Estimados jueces,
deténganse un segundo a contemplar este cuadro: allí donde ustedes se extravían
en artículos e interpretaciones, y ponen especificaciones y obstáculos, y pesan
y miden la realidad con una balanza ciega... allí mismo late un corazón que les
dice, con cada latido, que afortunadamente ustedes se han equivocado; que, al
menos para ella, sus decisiones de muerte llegaron tarde; que, en fin, la vida
se abre camino y enarbola, con amor, su bandera.
Señores jueces, yo sé que muchos piensan
como ustedes: que el aborto legal puede ser una solución rápida y aséptica para
evitar situaciones desagradables.
Piensan que eliminando la causa eliminan esas incómodas
consecuencias. Pero cometen un error
fatal: lo que piensan que es la causa, la vida de los niños en gestación, es en
realidad la consecuencia de acciones de adultos; y las causas reales de los
problemas no se encuentran en la vida de los niños, sino en la de los adultos:
la injusticia, los abusos, la inequidad, la violencia… síntomas graves de un
mundo adulto y decrépito que se ensaña con la vida de los niños para no cambiar
sus propias y enfermas estructuras.
Señores jueces, sálganse un poco de su
pretendido papel de augures de la ley y piensen sinceramente: ¿en virtud de qué
derecho o deber pueden ustedes arrogarse la potestad de recomendar, a todo un
país, que un niño o niña como “Natalia” no tiene derecho a vivir, amar o ser
amado? Hoy, mirando la sonrisa de esta
niña, yo veo el fracaso de vuestra arrogancia y el valor infinito de la vida
humana que, aún contra la violencia, el olvido y las leyes injustas, se abre camino.
Hasta
aquí el artículo original. Agrego un
dato nuevo: el niño en cuestión ha sido adoptado recientemente y crece feliz en
una familia. El amor y la vida siguen
abriéndose camino.
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