Por Nora Pflüger
Enero,
tiempo de pausa y descanso, es el mes elegido por la Iglesia Católica para
celebrar a María, la Madre de Jesús, como Reina de la Paz. En un mundo en el
que los conflictos no cesan ni siquiera
por las vacaciones, la comunidad intensifica su devoción a la Madre del
Señor y la recuerda en cantos, jornadas de reflexión, oración intensa. Uno
podría preguntarse: ¿será sentimentalismo, folklore, emoción superficial, o la
propuesta de la Iglesia tendrá raíces en alguna zona más profunda del corazón
humano?
Conviene observar que gran parte de la
humanidad, aún sin pertenecer al catolicismo, admira a la Madre de Jesús por
motivos diversos. Hombres y mujeres que no profesan una religión, se
impresionan, no obstante, con el testimonio de entereza de María ante la muerte
de su Hijo. Teólogos protestantes serios, sin compartir la doctrina por la que
los católicos podemos “rezarle” a la Santísima Virgen, la valoran como figura
ejemplar de las Sagradas Escrituras. Incluso los musulmanes, que no aceptan a
Jesús como Redentor, la veneran a Ella, sin embargo, como imagen plena de mujer
de fe. Y me consta que nuestros hermanos hebreos, alejados por principio de lo
que de Ella nos dice la tradición cristiana, comienzan a sentirla próxima
cuando descubren, a la luz del Evangelio, a la madre judía pendiente de su niño
y dispuesta a sacrificarse por él.
Por otra parte, algunas sectas que amenazaban
invadir Latinoamérica en los años noventa, perdieron crédito cuando el pueblo
empezó a percibir que, si bien hablaban del Hijo, no demostraban mucho afecto
hacia la Madre. Con la frase que me dirigió entonces un hombre sencillo y
creyente sincero: “Figúrese usted cómo serán de ateos, que no la quieren a la
Virgencita”.
La vida de María, inseparable de la de Jesús
y subordinada a Él, transita los mismos caminos y tiende los mismos puentes,
desde la humanidad convulsionada, hacia la ansiada paz.
El primer puente es esa actitud que Jesús
llama “mansedumbre”: “Bienaventurados los mansos” (Mateo 5,4).
Cuidado: Él habla de “los mansos”. No dice:
“Bienaventurados los tontos”. La mansedumbre no es ingenuidad. Tampoco es
dejarse llevar cobardemente por otro,
aún sabiendo que nos causará daño. La mansedumbre es fortaleza en el amor.
Supone muchas virtudes: sencillez de corazón, finura de espíritu, paciencia,
misericordia. Así fue María. Así, es ejemplo para todos los que se acercan a
Ella.
El otro puente es la voluntad de ser
“constructores de la paz”: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5,9). No hay paz sin un orden social
justo, pero tampoco hay justicia si no ponemos manos a la obra. La paz es una
gracia de Dios, pero también un logro humano, y no se alcanza sin nuestra
cooperación.
María es la principal cooperadora de Jesús en
la construcción de la paz, con su servicio desinteresado al prójimo. Entre
muchos otros, el episodio de las Bodas de Caná (Juan 2, 1-11), en el que Ella
intercede ante su Hijo a favor de unos esposos que pasaban un momento de
necesidad y le da ocasión de su primer milagro (transformar agua –insípida- en
vino, símbolo pascual de sabor y vida), es un signo elocuente de este servicio.
Juan Pablo II señalaba: “María se pone entre su Hijo y los hombres en la
realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos…en su papel de Madre” (Documento “Redemptoris
Mater”, 21).
En este episodio aparecen también las únicas
palabras de María dirigidas a la humanidad: “Hagan todo lo que Él (Jesús) les
diga”.
Entiendo que por esto –y no por folklore ni
por sentimentalismo- la Iglesia propone a María como modelo universal. En ese
espíritu, ojalá podamos verla siempre, católicos y no católicos, como Madre de
todos los hombres y como Reina de la verdadera paz.
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