viernes, 24 de enero de 2014

Reina de la PAZ

Por  Nora Pflüger
Nuestra Señora de la Paz

 Enero, tiempo de pausa y descanso, es el mes elegido por la Iglesia Católica para celebrar a María, la Madre de Jesús, como Reina de la Paz. En un mundo en el que los conflictos no cesan ni siquiera  por las vacaciones, la comunidad intensifica su devoción a la Madre del Señor y la recuerda en cantos, jornadas de reflexión, oración intensa. Uno podría preguntarse: ¿será sentimentalismo, folklore, emoción superficial, o la propuesta de la Iglesia tendrá raíces en alguna zona más profunda del corazón humano?





  Conviene observar que gran parte de la humanidad, aún sin pertenecer al catolicismo, admira a la Madre de Jesús por motivos diversos. Hombres y mujeres que no profesan una religión, se impresionan, no obstante, con el testimonio de entereza de María ante la muerte de su Hijo. Teólogos protestantes serios, sin compartir la doctrina por la que los católicos podemos “rezarle” a la Santísima Virgen, la valoran como figura ejemplar de las Sagradas Escrituras. Incluso los musulmanes, que no aceptan a Jesús como Redentor, la veneran a Ella, sin embargo, como imagen plena de mujer de fe. Y me consta que nuestros hermanos hebreos, alejados por principio de lo que de Ella nos dice la tradición cristiana, comienzan a sentirla próxima cuando descubren, a la luz del Evangelio, a la madre judía pendiente de su niño y dispuesta a sacrificarse por él.

  Por otra parte, algunas sectas que amenazaban invadir Latinoamérica en los años noventa, perdieron crédito cuando el pueblo empezó a percibir que, si bien hablaban del Hijo, no demostraban mucho afecto hacia la Madre. Con la frase que me dirigió entonces un hombre sencillo y creyente sincero: “Figúrese usted cómo serán de ateos, que no la quieren a la Virgencita”.
  La vida de María, inseparable de la de Jesús y subordinada a Él, transita los mismos caminos y tiende los mismos puentes, desde la humanidad convulsionada, hacia la ansiada paz.

  El primer puente es esa actitud que Jesús llama “mansedumbre”: “Bienaventurados los mansos” (Mateo 5,4).

  Cuidado: Él habla de “los mansos”. No dice: “Bienaventurados los tontos”. La mansedumbre no es ingenuidad. Tampoco es dejarse llevar cobardemente  por otro, aún sabiendo que nos causará daño. La mansedumbre es fortaleza en el amor. Supone muchas virtudes: sencillez de corazón, finura de espíritu, paciencia, misericordia. Así fue María. Así, es ejemplo para todos los que se acercan a Ella.
  El otro puente es la voluntad de ser “constructores de la paz”: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5,9). No hay paz sin un orden social justo, pero tampoco hay justicia si no ponemos manos a la obra. La paz es una gracia de Dios, pero también un logro humano, y no se alcanza sin nuestra cooperación.

  María es la principal cooperadora de Jesús en la construcción de la paz, con su servicio desinteresado al prójimo. Entre muchos otros, el episodio de las Bodas de Caná (Juan 2, 1-11), en el que Ella intercede ante su Hijo a favor de unos esposos que pasaban un momento de necesidad y le da ocasión de su primer milagro (transformar agua –insípida- en vino, símbolo pascual de sabor y vida), es un signo elocuente de este servicio. Juan Pablo II señalaba: “María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos…en su  papel de Madre” (Documento “Redemptoris Mater”, 21).

  En este episodio aparecen también las únicas palabras de María dirigidas a la humanidad: “Hagan todo lo que Él (Jesús) les diga”.
  Entiendo que por esto –y no por folklore ni por sentimentalismo- la Iglesia propone a María como modelo universal. En ese espíritu, ojalá podamos verla siempre, católicos y no católicos, como Madre de todos los hombres y como Reina de la verdadera paz. 

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