viernes, 24 de enero de 2014

Guerra

Por Francisco Andrés Flores

Que valor! , 1810-1814 - Grabado de Don Francisco Goya,
serie Desastres de la guerra [estampa 7],
Medidas 155 x 206 mm [huella] / 248 x 341 mm [papel],
Ubicada en el museo de Prado, Madrid, España.
Toda guerra es un fracaso.  Principalmente un fracaso de la humanidad y de todo lo que ella implica.  Sin embargo, sea por un partido de fútbol, una oreja, ambición, poder, recursos, ideología, Dios o el rapto de una amada, el hombre siempre ha encontrado excusas para realizar la guerra.  Y es que esta forma de violencia, la peor de todas por ser pretendidamente organizada y racional, necesita (justamente en virtud de esa pretensión) excusas y justificativos, por inverosímiles que sean.  Éstos han ido variando según las épocas y los paradigmas imperantes, y también según a qué sector social debía convencerse para tal empresa: la realeza, los nobles o sus representantes, el pueblo, los religiosos, los mercaderes y en épocas más recientes los industriales, la opinión pública, los trabajadores, los organismos internacionales, etc.
Pero sea cuál fuere la excusa, el burdo lenguaje de la violencia ha ido luego, poco a poco, develando los ánimos verdaderos.


Cuando en 1731 el capitán español Juan León Fandiño capturó al pirata Jenkins, que asolaba las colonias españolas en Centroamérica, lo devolvió a Gran Bretaña con una oreja de menos; pero ni pensaba seguramente que esto traería una tormenta de balas y fuego sobre el Caribe.  Fandiño le dio al involuntario émulo de Van Gogh un mensaje conciso: Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve.  En Inglaterra, los partidarios de la guerra usaron bien el caso: presentaron a Jenkins en la Cámara de los Comunes, con la oreja en un frasco, y el mensaje repetido hasta el hartazgo como una afrenta al rey de Inglaterra.  Esta historia sería graciosa si fuera ficción, pero no lo es.  El honor debía ser reparado y no quedó otra: la guerra; aunque claro está que Inglaterra no buscaba reparar la oreja seccionada ni el honor del rey, sino apoderarse de las colonias españolas en América, cosa que intentó muchas veces antes y después de manera infructuosa (incluso en las famosas Invasiones Inglesas al Río de la Plata).  La excusa de la oreja convenció a los legisladores y a la opinión pública, y el rey Jorge II mandó la mayor escuadra conocida hasta el momento (186 barcos y 27000 hombres),  que sólo sería superada, más de dos siglos después, por la escuadra aliada en el desembarco de Normandía.  Esta armada, en su campaña, cosechó algunas victorias menores, y la más estrepitosa derrota de la Armada Real Británica en su historia: el fracasado intento de asalto a Cartagena de Indias, apenas defendida por 6000 hombres entre españoles, criollos e indios.  Luego de la sangre derramada, se firmó un tratado que terminó en statu quo ante bellum (o sea: todo como antes de la guerra).

¿Cuántas veces han sucedido cosas similares?  La vida de los hombres como mero juguete de la ambición de los poderosos; y luego del sacrificio nada.  La batalla de Verdún, de la Primera Guerra Mundial, duró nueve meses y consumió la vida de 250 mil hombres; pero, al final de la batalla, ninguno de los ejércitos había modificado casi su posición.

La justificación de la guerra ha estado presente también en el naciente imperio Romano, que se jactaba de haber conquistado, al decir de Polibio, casi todo el mundo habitado en apenas 53 años y sólo con guerras defensivas (o sea, justas).  Muchos historiadores concuerdan en ésto, y sitúan el nacimiento del imperialismo de Roma recién luego de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a. de C.), porque ya en la Tercera declararon la guerra sin mucha justificación; y, con Cártago rendida, igualmente atacaron: destruyeron la ciudad, pasaron el arado y tiraron sal para que no crezca nada.  Habían probado el sabor de la violencia y el poder militar hegemónico.  Con el tiempo los romanos desarrollaron gran habilidad en encontrar excusas para librar guerras y ocupar territorios, hasta el punto que su imperialismo es modélico, y su Imperio un paradigma de todos los anteriores y posteriores.  Un ejemplo simple es el siguiente: tanto la palabra Zar, que designa a los emperadores de Rusia, como la palabra Kaiser, que designa a los emperadores de Alemania, derivan de la palabra Caesar (o sea César, el título de los emperadores romanos).

En la Edad Media, el filósofo y teólogo Tomás de Aquino intentó dar un marco de derecho internacional a las guerras, estableciendo tres condiciones para que una guerra sea considerada justa: que sea declarada por una autoridad nacional competente y legítima, que sea en respuesta a una ofensa grave, y que sea con recta intención (por ejemplo recuperar territorios ocupados, restaurar la paz, etc., pero no contra la población civil o para apoderarse de bienes ajenos).  Claramente estas buenas intenciones contrastan con la realidad medieval, donde muy pocas guerras podrían responder a las tres condiciones; igualmente la afirmación de Tomás es un hito que fundamentará reglamentaciones posteriores.

Pero si hablamos de guerras medievales y buenas intenciones, imposible no mencionar a las cruzadas.  Tal vez en el inicio hubiera algo de justificación: las repetidas tropelías de los turcos invasores sobre los cristianos en oriente, y el pedido de ayuda de Bizancio, en peligro de caer.  Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos terminó desnudando un sinfín de crueldades y ambiciones que poco tenían que ver con el fervor religioso, pero si con el desenfreno y la atrocidad de la violencia; hechos que, tal vez, demuestran el incipiente ánimo imperialista de las nacientes monarquías europeas. 

En la modernidad, ese imperialismo creció de la mano del absolutismo, cada vez más marcado, de los monarcas.  Y si bien surgían pensadores que sentaban las bases del Derecho Internacional, como el dominico Francisco de Vitoria o el jesuita Francisco Suárez, también paralelamente otros autores enunciaban los principios de una política pragmática y deshumanizada que consideraba a la guerra como una más de sus herramientas de poder, y a los miembros de la realeza como dueños de la vida de sus súbditos.  Entre estos últimos podemos considerar, por ejemplo, a Nicolás Maquiavelo, uno de cuyos libros (El Príncipe) era el preferido de Napoleón, y no de casualidad.  También escribió Del arte de la guerra, donde desarrolla una serie de consejos y sentencias sobre táctica y estrategia, en la línea del famoso libro homónimo de Sun Tzu (también preferido por Napoleón).  Cuando el rey francés Luis XIV, paradigma del absolutismo, hizo grabar en sus cañones la inscripción ultima ratio regum (“último argumento de los reyes), le dio a la guerra una categoría lógica: la de argumento válido, muy a tono con el racionalismo de la modernidad y con el absolutismo de quien también declarara el Estado soy yo.  La guerra según esto, entonces, es un argumento más en la mano de los reyes; y, atendiendo al comportamiento de Luis XIV, no queda claro que fuera el último en la lista.

De acuerdo con las diferentes épocas la justificación de la guerra fue actualizándose, y es así que, por ejemplo, Napoleón justificará sus campañas en la intención de llevar a toda Europa los ideales de la Revolución Francesa.  Pero no resignará tampoco la posibilidad de una justificación divina y obligará al Papa a nombrarlo Emperador, aunque esto sonara claramente contradictorio con los mismos ideales revolucionarios antimonárquicos que supuestamente encarnaba.  Y es así: la ambición, aunque se presente con ropaje iluminista o progre, no tiene más lógica que alimentarse a sí misma, sin importar los medios.  Abundan los ejemplos: Hitler, declarado anticomunista, se aliará con el comunista Stalin, declarado antifascista, y se repartirán Polonia al inicio de la Segunda Guerra Mundial.  ¿Y las ideologías? Nada más que un disfraz de la más descarnada ambición política.

El siglo XIX trajo un perfeccionamiento de las excusas bélicas: las ideologías se intelectualizaron, y  el impulso de nuevas disciplinas científicas brindó a los estadistas y dictadores un montón de razones para manipular ideológicamente.  Desde las ciencias biológicas, el evolucionismo pareció justificar la supuesta superioridad de las razas caucásicas, y así surgió la cuestión étnica para sustentar los odios y los exterminios.  La excusa étnica fue profusamente utilizada en los siglos XIX y XX, y no sólo por los nazis con la mentada supremacía aria: lo hicieron los japoneses cuando invadieron china y exterminaron civiles indiscriminadamente, lo hicieron los pueblos eslavos para atacar pueblos vecinos o para imponer su cultura nacional, lo hicieron pueblos africanos en sus interminables y sangrientos conflictos étnicos, y lo hicieron también los pueblos civilizados de América y Europa cuando, en virtud de diferencias étnicas y culturales, esclavizaron o consideraron inferior a un grupo étnico y cultural determinado.

Luego de los totalitarismos, una excusa hipermencionada en occidente para cualquier intervención armada fue (y es) la de la defensa de la libertad y la democracia.  En su nombre se justificaron (y justifican) ocupaciones, bombardeos de objetivos civiles y militares, apropiación de recursos, etc.; y todo eso con o sin la venia de la ONU.  La paradoja es que esos mismos países de occidente han apoyado, cuando les convino ideológicamente (y como parte de una gran guerra ideológica de escala mundial, que algunos llamaron Guerra Fría) las más terribles dictaduras.  Es un hecho histórico que esos países que dicen defender los derechos humanos y la democracia, han tolerado, sostenido e incluso propiciado los golpes de estado en Latinoamérica, el Apartheid en Sudáfrica (aunque ahora homenajeen a Mandela), y numerosos atentados a esos derechos que dicen defender (como la eutanasia, la trata de personas y el aborto).

El avance de las tecnologías puso la guerra a un botón de distancia de la destrucción masiva, y cambió el contexto de manera tal que la idea de una guerra justa en esos términos se volvió inconcebible, al menos para quien lo piense desde los valores humanos.  El primero en decirlo claramente y sin vueltas fue el Papa Juan XXIII: luego del conflicto de los misiles entre EEUU y Cuba, y en plena carrera armamentista, publicó la encíclica Pacem in Terris,  donde condena no sólo esa carrera fratricida, sino también el concepto de guerra justa.  Afirma claramente en el número 127 de esa encíclica: “… en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado.

¿Hay alternativas a la guerra? Si nos reconociéramos mutuamente como hermanos, seguramente las encontraríamos.  Por eso toda guerra es un fracaso de la humanidad y todo lo que eso implica. 

Hubo alguien que probó ambos caminos, y supo elegir el correcto: un joven caballero italiano que partió lleno de fervor religioso a la Cuarta Cruzada y volvió horrorizado de la violencia.  Cuando se declaró la Quinta Cruzada, los ejércitos partieron a Egipto y pusieron sitio a la ciudad de Damieta; y este caballero, que ya era monje y ferviente cristiano, decidió participar de la misma.  Al llegar al campamento cruzado, que estaba signado por la violencia entre las diferentes facciones y por el desenfreno propio de estas campañas, el monje dijo que no había que atacar la ciudad, sino conversar con el Sultán y encontrar un camino común.  Todos se le rieron y nadie le prestó atención, ni siquiera el enviado del Papa; pero igualmente partió a la ciudad junto a otro monje.  Cuando los soldados musulmanes superaron la perplejidad de tan particular visita, castigaron a los monjes y los mandaron en presencia del Sultán.  Allí al final, frente a frente, conversaron.  Dicen que el Sultán Al-Malik al-Kamil, que era hombre sabio y prudente, preguntó al monje: “¿Por qué los cristianos, que predican el amor, declaran la guerra?.  El monje, irrumpiendo en llanto, contestó: Porque el Amor no es amado

El ataque a Damieta terminó en fracaso para los cristianos, y la Quinta Cruzada en un desastre.  Sin embargo el monje, cuyo nombre era Francisco, consiguió un permiso para él y los suyos para visitar Siria y Tierra Santa, expedido por el mismo Sultán.  Desde entonces los franciscanos custodian el Santo Sepulcro, en Jerusalén.  Con las palabras y en paz, el monje de Asís consiguió lo que no lograron todos los ejércitos de Europa. 


¿Qué se puede decir ante tal expresión de la Providencia, ante la sabiduría divina que el Espíritu pone en boca de Francisco de Asís para vencer el odio y la violencia?  Todos los libros de historia y sus guerras, las banderas, los monumentos que conmemoran la gloria efímera de las batallas y sus héroes, y los muertos todos callan y nada pueden decirnos.  Yo mismo, imposiblitado de tal sabiduría y condenado a repetir lo que dicen los libros, callo y alabo a Dios porque ha ocultado ese saber a los sabios y poderosos, pero se lo ha revelado a los pequeños.  Paz y bien.

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