Por Francisco Andrés Flores
Que valor! , 1810-1814 - Grabado de Don Francisco Goya, serie Desastres de la guerra [estampa 7], Medidas 155 x 206 mm [huella] / 248 x 341 mm [papel], Ubicada en el museo de Prado, Madrid, España. |
Pero sea cuál fuere la excusa, el burdo lenguaje de la violencia ha ido luego, poco
a poco, develando los ánimos verdaderos.
Cuando en 1731 el
capitán español Juan León Fandiño capturó al pirata Jenkins, que asolaba las
colonias españolas en Centroamérica, lo devolvió a Gran Bretaña con una oreja
de menos; pero ni pensaba seguramente que esto traería una tormenta
de balas y fuego sobre el Caribe. Fandiño le dio al involuntario émulo de Van Gogh un mensaje conciso: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo
se atreve”. En Inglaterra, los partidarios
de la guerra usaron bien el caso: presentaron a Jenkins en la Cámara de los Comunes, con la oreja en un frasco, y el mensaje repetido
hasta el hartazgo como una afrenta al rey de Inglaterra. Esta historia sería graciosa si
fuera ficción, pero no lo es. El honor debía ser reparado y no quedó otra: la guerra; aunque claro está que Inglaterra no buscaba reparar la oreja seccionada ni el honor del
rey, sino apoderarse de las colonias españolas en América, cosa que intentó muchas veces antes y después de manera infructuosa (incluso en las famosas Invasiones Inglesas al
Río de la Plata). La excusa de la
oreja convenció a los legisladores y a la opinión pública, y el rey Jorge II mandó la mayor
escuadra conocida hasta el momento (186 barcos y 27000 hombres), que sólo sería superada, más de dos siglos después, por la escuadra aliada en el desembarco de Normandía. Esta armada, en su campaña, cosechó algunas victorias menores, y la más estrepitosa derrota de la Armada Real Británica en su
historia: el fracasado intento de asalto a Cartagena de Indias, apenas
defendida por 6000 hombres entre españoles, criollos e
indios. Luego de la sangre derramada, se
firmó un tratado que terminó en “statu quo ante
bellum” (o sea: todo como antes de la guerra).
¿Cuántas veces han sucedido cosas similares? La vida de los hombres como mero juguete de
la ambición de los poderosos; y luego del sacrificio… nada. La batalla de Verdún, de la Primera
Guerra Mundial, duró nueve meses y consumió la vida de 250 mil hombres; pero, al final de la batalla, ninguno de
los ejércitos había modificado casi su posición.
La justificación de la guerra ha estado presente también en el naciente
imperio Romano, que se jactaba de haber conquistado, al decir de Polibio, “casi todo el mundo habitado” en apenas 53 años y sólo con guerras defensivas (o sea, justas). Muchos historiadores concuerdan en ésto, y sitúan el nacimiento del imperialismo de Roma
recién luego de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.
de C.), porque ya en la Tercera declararon la guerra sin mucha justificación; y, con Cártago rendida, igualmente atacaron:
destruyeron la ciudad, pasaron el arado y tiraron sal para que no crezca
nada. Habían probado el
sabor de la violencia y el poder militar hegemónico. Con el tiempo los romanos desarrollaron gran
habilidad en encontrar excusas para librar guerras y ocupar territorios, hasta
el punto que su imperialismo es modélico, y su Imperio un paradigma de todos
los anteriores y posteriores. Un ejemplo
simple es el siguiente: tanto la palabra Zar, que designa a los emperadores de
Rusia, como la palabra Kaiser, que designa a los emperadores de Alemania,
derivan de la palabra Caesar (o sea César, el título de los emperadores romanos).
En la Edad Media,
el filósofo y teólogo Tomás de Aquino
intentó dar un marco de derecho internacional a las guerras, estableciendo
tres condiciones para que una guerra sea considerada justa: que sea declarada
por una autoridad nacional competente y legítima, que sea en
respuesta a una ofensa grave, y que sea con recta intención (por ejemplo recuperar territorios ocupados, restaurar la paz, etc.,
pero no contra la población civil o para apoderarse de bienes
ajenos). Claramente estas buenas
intenciones contrastan con la realidad medieval, donde muy pocas guerras podrían responder a las tres condiciones; igualmente la afirmación de Tomás es un hito que fundamentará reglamentaciones posteriores.
Pero si hablamos de
guerras medievales y buenas intenciones, imposible no mencionar a las
cruzadas. Tal vez en el inicio hubiera
algo de justificación: las repetidas tropelías de los turcos invasores sobre los cristianos en oriente, y el pedido
de ayuda de Bizancio, en peligro de caer.
Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos terminó desnudando un sinfín de crueldades y ambiciones que poco tenían que ver con el fervor religioso, pero si con el desenfreno y la
atrocidad de la violencia; hechos que, tal vez, demuestran el incipiente ánimo imperialista de las nacientes monarquías
europeas.
En la modernidad,
ese imperialismo creció de la mano del absolutismo, cada vez más marcado, de los monarcas. Y si
bien surgían pensadores que sentaban las bases del Derecho Internacional, como el
dominico Francisco de Vitoria o el jesuita Francisco Suárez, también paralelamente otros autores enunciaban
los principios de una política pragmática y
deshumanizada que consideraba a la guerra como una más de sus
herramientas de poder, y a los miembros de la realeza como dueños de la vida de sus súbditos.
Entre estos últimos podemos considerar, por ejemplo, a
Nicolás Maquiavelo, uno de cuyos libros (“El Príncipe”) era el preferido de Napoleón, y no de casualidad. También escribió “Del arte de la
guerra”, donde desarrolla una serie de consejos y sentencias sobre táctica y estrategia, en la línea del famoso libro homónimo de Sun Tzu (también preferido por Napoleón). Cuando el rey francés Luis XIV, paradigma del absolutismo, hizo grabar en sus cañones la inscripción “ultima ratio
regum” (“último argumento de los reyes”), le dio a la guerra una categoría lógica: la de argumento válido, muy a tono con el racionalismo de
la modernidad y con el absolutismo de quien también declarara “el Estado soy yo”.
La guerra según esto, entonces, es un argumento más en la mano de los reyes; y, atendiendo al comportamiento de Luis XIV,
no queda claro que fuera el último en la lista.
De acuerdo con las
diferentes épocas la justificación de la guerra fue actualizándose, y es así que, por ejemplo, Napoleón justificará sus campañas en la intención de llevar a toda Europa los ideales de la Revolución Francesa. Pero no resignará tampoco la posibilidad de una justificación divina y
obligará al Papa a nombrarlo Emperador, aunque esto sonara claramente
contradictorio con los mismos ideales revolucionarios antimonárquicos que supuestamente encarnaba.
Y es así: la ambición, aunque se
presente con ropaje iluminista o progre, no tiene más lógica que alimentarse a sí misma, sin importar los medios. Abundan los ejemplos: Hitler, declarado
anticomunista, se aliará con el comunista Stalin, declarado
antifascista, y se repartirán Polonia al inicio de la Segunda Guerra
Mundial. ¿Y las ideologías? Nada más que un disfraz de la más descarnada ambición política.
El siglo XIX trajo
un perfeccionamiento de las excusas bélicas: las
ideologías se intelectualizaron, y el
impulso de nuevas disciplinas científicas brindó a los
estadistas y dictadores un montón de razones para manipular ideológicamente. Desde las ciencias
biológicas, el evolucionismo pareció justificar la
supuesta superioridad de las razas caucásicas, y así surgió la cuestión étnica para sustentar los odios y los exterminios. La excusa étnica fue
profusamente utilizada en los siglos XIX y XX, y no sólo por los nazis
con la mentada supremacía aria: lo hicieron los japoneses cuando
invadieron china y exterminaron civiles indiscriminadamente, lo hicieron los
pueblos eslavos para atacar pueblos vecinos o para imponer su cultura nacional,
lo hicieron pueblos africanos en sus interminables y sangrientos conflictos étnicos, y lo hicieron también los pueblos “civilizados” de América y Europa cuando, en virtud de
diferencias étnicas y culturales, esclavizaron o consideraron inferior a un grupo étnico y cultural determinado.
Luego de los
totalitarismos, una excusa hipermencionada en occidente para cualquier
intervención armada fue (y es) la de la defensa de la libertad y la
democracia. En su nombre se justificaron
(y justifican) ocupaciones, bombardeos de objetivos civiles y militares,
apropiación de recursos, etc.; y todo eso con o sin la venia de la ONU. La paradoja es que esos mismos países de occidente han apoyado, cuando les convino ideológicamente (y como parte de una gran guerra ideológica de escala mundial, que algunos llamaron “Guerra Fría”) las más terribles dictaduras. Es un hecho histórico que esos países que dicen defender los derechos humanos y la democracia, han
tolerado, sostenido e incluso propiciado los golpes de estado en Latinoamérica, el Apartheid en Sudáfrica (aunque ahora homenajeen a
Mandela), y numerosos atentados a esos derechos que dicen defender (como la
eutanasia, la trata de personas y el aborto).
El avance de las
tecnologías puso la guerra a un botón de distancia de la destrucción masiva, y cambió el contexto de manera tal que la idea de
una guerra justa en esos términos se volvió inconcebible,
al menos para quien lo piense desde los valores humanos. El primero en decirlo claramente y sin
vueltas fue el Papa Juan XXIII: luego del conflicto de los misiles entre EEUU y
Cuba, y en plena carrera armamentista, publicó la encíclica “Pacem in Terris”, donde condena no sólo esa carrera
fratricida, sino también el concepto de guerra justa. Afirma claramente en el número 127 de esa encíclica: “… en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para
resarcir el derecho violado”.
¿Hay alternativas a la guerra? Si nos reconociéramos mutuamente
como hermanos, seguramente las encontraríamos. Por eso toda guerra es un fracaso de la
humanidad y todo lo que eso implica.
Hubo alguien que
probó ambos caminos, y supo elegir el correcto: un joven caballero italiano
que partió lleno de fervor religioso a la Cuarta Cruzada y volvió horrorizado de la violencia.
Cuando se declaró la Quinta Cruzada, los ejércitos partieron a Egipto y pusieron sitio a la ciudad de Damieta; y
este caballero, que ya era monje y ferviente cristiano, decidió participar de la misma. Al
llegar al campamento cruzado, que estaba signado por la violencia entre las
diferentes facciones y por el desenfreno propio de estas campañas, el monje dijo que no había que atacar la ciudad, sino conversar
con el Sultán y encontrar un camino común.
Todos se le rieron y nadie le prestó atención, ni siquiera el enviado del Papa; pero igualmente partió a la ciudad junto a otro monje.
Cuando los soldados musulmanes superaron la perplejidad de tan
particular visita, castigaron a los monjes y los mandaron en presencia del Sultán. Allí al final,
frente a frente, conversaron. Dicen que
el Sultán Al-Malik al-Kamil, que era hombre sabio y prudente, preguntó al monje: “¿Por qué los cristianos,
que predican el amor, declaran la guerra?”. El monje, irrumpiendo en llanto, contestó: “Porque el Amor no es amado”.
El ataque a Damieta
terminó en fracaso para los cristianos, y la Quinta Cruzada en un
desastre. Sin embargo el monje, cuyo
nombre era Francisco, consiguió un permiso para él y los suyos para visitar Siria y Tierra Santa, expedido por el mismo
Sultán. Desde entonces los
franciscanos custodian el Santo Sepulcro, en Jerusalén. Con las palabras y en paz, el monje de Asís consiguió lo que no lograron todos los ejércitos de Europa.
¿Qué se puede decir ante tal expresión de la
Providencia, ante la sabiduría divina que el Espíritu pone en boca de Francisco de Asís para vencer el
odio y la violencia? Todos los libros de
historia y sus guerras, las banderas, los monumentos que conmemoran la gloria
efímera de las batallas y sus héroes, y los muertos… todos callan y nada pueden decirnos.
Yo mismo, imposiblitado de tal sabiduría y condenado a
repetir lo que dicen los libros, callo y alabo a Dios porque ha ocultado ese
saber a los sabios y poderosos, pero se lo ha revelado a los pequeños. Paz y bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario