sábado, 20 de junio de 2015

PENTECOSTÉS: ALGO MÁS QUE UNA CUESTIÓN DE IDIOMAS

Nora Pflüger

    “Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada .La palabra es fuente de malentendidos. Pero cada día, podrás sentarte un poco más cerca…”
                   Antoine de Saint Exúpery: “El Principito”

 “Cuidado, nena: sacate ese gorro, que si se asoma la Reina a la ventana, nos van a meter presos a todos” me dijo un señor del contingente argentino, hace ya unos cuantos años, cuando en grupos de visitantes de distintos países, hacíamos fila para conocer la desabrida solemnidad del castillo de Windsor. Con varias familias platenses, llevábamos varios días en Inglaterra, que me fascinaba por el idioma pero me indigestaba por la repetición del dibujo del escudo de la casa real, desde el costado del camión que repartía la leche hasta el fondo de los jarros de cerveza. Y yo no había renunciado a usar mi gorrito con visera, comprado el verano anterior en Mar del Plata, donde aparecía una foca vestida patrióticamente de celeste y blanco.
   La caravana avanzaba lentamente, con sufrida paciencia. A un lado, unos soldaditos de la Reina nos vigilaban, con los ojos casi tapados por sus enormes turbantes negros, de los que asomaban un tronquito y unas piernitas tiesas. De pronto, un zumbido en lo alto nos hizo levantar la cabeza a todos. Pasaban los aviones de la Royal Air Force. Al verlos, el soldado que estaba más cerca de mí se cuadró y pegó una soberbia patada en el suelo, como para quebrar una baldosa. Era (según me explicaron después) el gesto que la guardia debía hacer en ese momento, en homenaje a la Reina. Pero lo hizo tan cerca de uno de mis pies que si no lo retiro a tiempo, me lo recalca. Furiosa, sin recordar el territorio en que me encontraba, le lancé un criollo: “ ¡Eehhh…pero no seas bestia!” El turbante con patas permaneció inmutable. Entonces, me aparté un metro, elevé los ojos al cielo y me santigüé, como si hubiera visto al mismo Mandinga. Creí que todo había terminado ahí, pero al volver la vista al frente, me encontré con la mirada pícara y cómplice de veinte turistas japoneses que habían presenciado la escena y ahora, en perfecto orden, me captaban con sus cámaras, festejándome con sonriente malicia. Parecían decir: “Japonesito no habla, pelo a éstos, japonesito también se las tiene julada…” Claro está que no  hubo palabras. No hacían falta. Y hoy, cuando recuerdo el episodio, pienso si en un viejo rollo de película de entonces, o en alguna diapositiva desteñida, no andará todavía por Japón la imagen de la chica argentina que desafió al soldado británico, bajo el zumbido de los aviones de Su Graciosa Majestad.
  Otro país, otra tarde del mismo viaje: Lourdes, en el Pirineo francés, a pocos kilómetros de la aldea natal del padre de mi abuela materna. El pueblo estaba colmado de peregrinos, las curvas de la calles nos confundían y ya habíamos protagonizado varios “bloopers” intentando hablar francés con una procesión de italianos e italiano con unos devotos franceses. Entramos en una tienda de regalos. Había varios dependientes, pero a mí se acercó a atenderme  una jovencita parecidísima a Bernardette e idéntica a la foto de una de mis tías cuando iba a la secundaria. Ni ella hablaba español, ni yo el dialecto de la región: el caso es que no sé si fue el ADN, o algo más profundo, pero al minuto, sin entendernos más que por señas, éramos casi amigas… y me fui llevándome bajo el brazo un montón de  estampas y medallitas más que las que había resuelto comprar.
 Otro episodio, ahora en Argentina. Ese año, con esfuerzo digno de mejor causa, daba clases de Teología católica –en una institución supuestamente ídem- a un grupo de jóvenes de los de “creo en Dios pero no en los curas” y “no me acuerdo de nada porque me bautizaron cuando era muy chico”, junto a los cuales cursaban también, mezclados y calladitos, algunos alumnos de credo judío. Con tal de que pagaran la cuota, la institución aceptaba alumnos de diferentes religiones, lo cual no significaba que el ambiente estuviera preparado para que todos se sintieran  cómodos. Por eso, para evitarnos mutuamente los problemas (y esquivar las burlas del resto de la distinguida concurrencia), los judíos y yo hacíamos lo del Principito con el Zorro: nos mirábamos de reojo, mientras yo aparentaba no darme cuenta de su filiación, y ellos fingían no darse cuenta de que yo estaba fingiendo no darme cuenta. Y así la íbamos pasando, en  medio del más coqueto disimulo, cuando una noche muy cruda de invierno, con el aula a puertas cerradas, a otro de los estudiantes se le ocurrió hacer una broma de humor negro sobre la estufa de gas, que en ese momento estaba perdiendo combustible. Como en un acto reflejo –que no pude controlar- mis ojos fueron hacia los de los judíos, y los suyos a los míos. Miles de años de persecuciones y de horror desfilaron por un instante por nuestra imaginación, como un relámpago. Luego, la idea silenciosa de “Qué desubicado” sustituyó en nuestras miradas al primer movimiento de espanto; otro estudiante –un buen samaritano- hizo una broma que disipó la primera; abrimos un poquito la ventana… y el asunto pasó. Pero conservo en la memoria aquella clase, aquel medio minuto en que el tiempo se detuvo, aquella estremecedora telepatía.
  Por eso me pregunto si lo de Pentecostés, con los Apóstoles comunicándose con hombres de todos los pueblos  en distintos idiomas, no habrá sido -como habitualmente lo imaginamos- un fenómeno auditivo, sino una especie de experiencia telepática. Y si esa facultad extraña de podemos entender sin palabras, estemos cerca o lejos, que tanta inquietud y esfuerzo despierta en los parapsicólogos, no será en el fondo una reacción de nuestra sensibilidad, bajo la gracia de Dios, cuando estamos realmente atentos a lo que pasa en el corazón del otro.

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