Nora Pflüger
“Te sentarás al principio un poco lejos de
mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada .La palabra es fuente
de malentendidos. Pero cada día, podrás sentarte un poco más cerca…”
Antoine de Saint Exúpery: “El
Principito”
“Cuidado, nena: sacate ese gorro, que si se
asoma la Reina a la ventana, nos van a meter presos a todos” me dijo un señor
del contingente argentino, hace ya unos cuantos años, cuando en grupos de
visitantes de distintos países, hacíamos fila para conocer la desabrida
solemnidad del castillo de Windsor. Con varias familias platenses, llevábamos
varios días en Inglaterra, que me fascinaba por el idioma pero me indigestaba
por la repetición del dibujo del escudo de la casa real, desde el costado del
camión que repartía la leche hasta el fondo de los jarros de cerveza. Y yo no
había renunciado a usar mi gorrito con visera, comprado el verano anterior en
Mar del Plata, donde aparecía una foca vestida patrióticamente de celeste y
blanco.
La
caravana avanzaba lentamente, con sufrida paciencia. A un lado, unos soldaditos
de la Reina nos vigilaban, con los ojos casi tapados por sus enormes turbantes
negros, de los que asomaban un tronquito y unas piernitas tiesas. De pronto, un
zumbido en lo alto nos hizo levantar la cabeza a todos. Pasaban los aviones de
la Royal Air Force. Al verlos, el soldado que estaba más cerca de mí se cuadró
y pegó una soberbia patada en el suelo, como para quebrar una baldosa. Era
(según me explicaron después) el gesto que la guardia debía hacer en ese
momento, en homenaje a la Reina. Pero lo hizo tan cerca de uno de mis pies que
si no lo retiro a tiempo, me lo recalca. Furiosa, sin recordar el territorio en
que me encontraba, le lancé un criollo: “ ¡Eehhh…pero no seas bestia!” El
turbante con patas permaneció inmutable. Entonces, me aparté un metro, elevé
los ojos al cielo y me santigüé, como si hubiera visto al mismo Mandinga. Creí
que todo había terminado ahí, pero al volver la vista al frente, me encontré
con la mirada pícara y cómplice de veinte turistas japoneses que habían
presenciado la escena y ahora, en perfecto orden, me captaban con sus cámaras,
festejándome con sonriente malicia. Parecían decir: “Japonesito no habla, pelo
a éstos, japonesito también se las tiene julada…” Claro está que no hubo palabras. No hacían falta. Y hoy, cuando
recuerdo el episodio, pienso si en un viejo rollo de película de entonces, o en
alguna diapositiva desteñida, no andará todavía por Japón la imagen de la chica
argentina que desafió al soldado británico, bajo el zumbido de los aviones de
Su Graciosa Majestad.
Otro
país, otra tarde del mismo viaje: Lourdes, en el Pirineo francés, a pocos
kilómetros de la aldea natal del padre de mi abuela materna. El pueblo estaba
colmado de peregrinos, las curvas de la calles nos confundían y ya habíamos
protagonizado varios “bloopers” intentando hablar francés con una procesión de
italianos e italiano con unos devotos franceses. Entramos en una tienda de
regalos. Había varios dependientes, pero a mí se acercó a atenderme una jovencita parecidísima a Bernardette e
idéntica a la foto de una de mis tías cuando iba a la secundaria. Ni ella
hablaba español, ni yo el dialecto de la región: el caso es que no sé si fue el
ADN, o algo más profundo, pero al minuto, sin entendernos más que por señas,
éramos casi amigas… y me fui llevándome bajo el brazo un montón de estampas y medallitas más que las que había
resuelto comprar.
Otro
episodio, ahora en Argentina. Ese año, con esfuerzo digno de mejor causa, daba
clases de Teología católica –en una institución supuestamente ídem- a un grupo
de jóvenes de los de “creo en Dios pero no en los curas” y “no me acuerdo de
nada porque me bautizaron cuando era muy chico”, junto a los cuales cursaban
también, mezclados y calladitos, algunos alumnos de credo judío. Con tal de que
pagaran la cuota, la institución aceptaba alumnos de diferentes religiones, lo
cual no significaba que el ambiente estuviera preparado para que todos se
sintieran cómodos. Por eso, para evitarnos
mutuamente los problemas (y esquivar las burlas del resto de la distinguida
concurrencia), los judíos y yo hacíamos lo del Principito con el Zorro: nos
mirábamos de reojo, mientras yo aparentaba no darme cuenta de su filiación, y
ellos fingían no darse cuenta de que yo estaba fingiendo no darme cuenta. Y así
la íbamos pasando, en medio del más
coqueto disimulo, cuando una noche muy cruda de invierno, con el aula a puertas
cerradas, a otro de los estudiantes se le ocurrió hacer una broma de humor
negro sobre la estufa de gas, que en ese momento estaba perdiendo combustible.
Como en un acto reflejo –que no pude controlar- mis ojos fueron hacia los de
los judíos, y los suyos a los míos. Miles de años de persecuciones y de horror
desfilaron por un instante por nuestra imaginación, como un relámpago. Luego,
la idea silenciosa de “Qué desubicado” sustituyó en nuestras miradas al primer
movimiento de espanto; otro estudiante –un buen samaritano- hizo una broma que
disipó la primera; abrimos un poquito la ventana… y el asunto pasó. Pero conservo
en la memoria aquella clase, aquel medio minuto en que el tiempo se detuvo,
aquella estremecedora telepatía.
Por
eso me pregunto si lo de Pentecostés, con los Apóstoles comunicándose con
hombres de todos los pueblos en
distintos idiomas, no habrá sido -como habitualmente lo imaginamos- un fenómeno
auditivo, sino una especie de experiencia telepática. Y si esa facultad extraña
de podemos entender sin palabras, estemos cerca o lejos, que tanta inquietud y
esfuerzo despierta en los parapsicólogos, no será en el fondo una reacción de
nuestra sensibilidad, bajo la gracia de Dios, cuando estamos realmente atentos
a lo que pasa en el corazón del otro.
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