sábado, 20 de junio de 2015

El hombre de gris.

Francisco Andres Flores

La última vez que lo vi entraba caminando a la Iglesia.  Se paró en la puerta, saludó a los que esperaban bajo la lluvia, y entró.  Luego se detuvo varias veces saludando gente, desde el atrio hasta el altar, y la canción que teníamos que tocar debió repetirse 3 veces.  A la multitud eufórica, sin embargo, no le importó cantar tres veces lo mismo.  Él siguió caminado, pausadamente, nada lo apuraba.  Hace mucho tiempo estuvo solo; luego, cuando el trabajo y la coherencia fueron dando sus merecidos frutos, fue criticado a diestra y siniestra por su estilo y sus decisiones.  Sin embargo hoy, 25 de Julio de 2013, las cámaras lo buscan y las miradas se posan en él: dirá palabras memorables e iniciará una revolución entre los jóvenes argentinos.  
Mientras lo contemplo ingresando de blanco recuerdo que no es la primera vez que lo veo: ya hemos coincidido en varios eventos, e incluso otras veces he tenido la distinción de tocar en su presencia.  Recuerdo particularmente una: entonces él vestía de gris y participaba de un reunión ecuménica en el Luna Park.  Yo había sido convocado a  tocar en una banda musical mixta de evangélicos y católicos, armada para la ocasión, y él era uno de los principales oradores.  Mi cabeza vuela entonces a una mañana helada del mes de Junio del año 2006.
Despertaba en La Plata.  Aquella mañana fría era lunes y feriado, y todos los caminos hacia Buenos Aires se alargaban.  A menudo los caminos del Señor se tornan un laberinto; y sabe Dios que muchas veces he llegado impuntual y desprolijo a su cita, extraviado en los recodos y dificultades que la vida pone frecuentemente a las buenas intenciones.  Ese día no fue la excepción: mientras los colectivos se tomaban su tiempo para llegar y partir desde La Plata, yo, como siempre, atrasado pero cabeza dura, memorizaba en mi mente los tonos de las canciones pobremente aprendidas.  Sabía que sería muy difícil entrar al Luna Park: no tenía credencial, llegaba lo suficientemente tarde como para que todos estuvieran dentro y, además, el celular que tenía en esa época dejaba de funcionar apenas entraba a Buenos Aires.  Con ese panorama sombrío cruzaba sin embargo en bondi los antiguos bañados costeros hacia la Capital, confiado en la Providencia y (lo confieso con algo de vergüenza) en cierta habilidad particular que tengo para entrar sin autorización en eventos de todo tipo.  Así como leen.  Sé que no es una virtud, y sería irrespetuoso decir que es un don.  Pero créanme, es más que solo buena suerte.  ¡Cuántas veces la vieja cancha del Lobo me vio desplegar esa singular destreza!  Imposible describir aquí todos los ardides y estrategias.  Cuando la silueta me lo permitía me trepaba por encima de los alambrados o pasaba entre los viejos tablones de la tribuna del bosque (muchos de mi generación que leen esto han hecho lo mismo).  Cuando los años dieron su toque plañidero a la agilidad y la fuerza, la astucia suplió la carencia del físico.  No importa si final, clásico o partido indiferente: siempre encontraba una manera.  Como decía antes, imposible mencionar todas; pero recuerdo bien la última, en el cierre del repechaje contra Rafaela, en 2010: después de sortear una lluvia de piedras y balas de goma, con carga de cosacos incluida, pude entrar por un costado, tranquilo y silbando bajito, para festejar el segundo gol de Marco Pérez aferrado con uñas y dientes (literal) a los postes de la platea descubierta de 60.
No me enorgullece decirlo, pero podría hacer una larga lista de eventos ilustres (y no tanto) a los que entré, en mi época de estudiante, sin entrada ni permiso ni soborno: desde un show de Los Carabajal en el Club Atlético City Bell hasta una magnífica puesta de la ópera Peleas y Melisande, de Debussy, en el Teatro Colón, pasando por la Novena Sinfonía en el Argentino (cuando funcionaba en calle 49) y los palcos preferenciales del Monumental en el legendario cierre de la gira de Amnesty International en el ´88.  Pensé, entonces, que el Luna Park no podía ser más complicado que cualquiera de esos lugares; así que seguí confiado, rezando y pensando que, si Dios quería que entrara a tocar, entraría y tocaría.
Afortunadamente el Luna no fue invulnerable y Dios abrió las puertas necesarias.  A pié y con la guitarra al hombro entré inadvertido por la zona de carga y descarga, justo detrás del escenario, donde mis compañeros de banda me dieron la credencial pertinente.   A los pocos minutos ya estábamos tocando sobre el escenario. 
Tocábamos canciones bastante básicas, de esas religiosas que se saben todos, nada especial ni demasiado emocionante desde lo técnico.  Pero nos lo tomábamos como en un fogón, como cuando uno canta no tanto por la belleza de lo que canta sino por el momento en común compartido.  Así transcurría el evento, agradable y eufórico en el encuentro de los hermanos en la fe; y las exposiciones se iban sucediendo alternadamente sobre el escenario.  Esto me dio una posición privilegiada para ver lo que voy a contarles.
El orador inesperado al fin apareció en las gradas.  Cuando se subió a exponer, vestido de gris, sin pompa ni nada que ostente sus cargos, empezó a tejer una historia que hilvana sus hilos en una trama más allá del Atlántico.  Resumió en tres palabras las historias de encuentros y desencuentros entre cristianos, habló desde el corazón, y al terminar dejó un gesto perenne que aún recuerdo: pidió a todos los presentes, evangélicos y católicos, que recen por él.  No sólo lo pidió: se arrodilló delante de ellos; y todos ellos, de pié, oraron imponiéndole las manos.
Yo miraba detrás, a pocos metros, incrédulo entre las cortinas del escenario; rezando, como todos, por él.  Y pensé, sabiendo que este hombre había estado cerca de ser elegido Pontífice a la muerte de Juan Pablo II pensé, decía, que ese hombre realmente merecía ser Papa.  Y que sería hermoso tener un Papa así, que desande con humildad los caminos del reencuentro entre los hermanos separados, y que sea capaz de arrodillarse ante sus semejantes como lo hacía entonces, un 19 de Junio de 2006, el cardenal primado de la Argentina.  Como lo hizo alguna vez Cristo al lavar los pies de sus discípulos
No hace falta decir que le dieron con todo, desde diestra y desde siniestra, como siempre lo hacen los intolerantes que, en su dureza, no pueden reconocer los gestos desestructurantes del amor de Dios que se acerca a los hombres y elige, muy a menudo, instrumentos imperfectos y pequeños. 
La voluntad de Dios tiene caminos insospechados y hoy ese hombre es el Papa Francisco. 
Nunca lo conocí personalmente.  Nunca hablé con él.  Simplemente coincidimos en un par de eventos, él como un protagonista de la historia y yo como un polizón privilegiado.  Aún no sé cómo entré al Luna Park ese día; tampoco sé cómo fue que con Filocalia terminamos tocando para él en la Catedral de Río, durante la JMJ.  Pienso que la misericordia de Dios me regaló un par de eventos a los cuales realmente valía la pena colarse.  Tal vez de la misma manera, tarde y por la puerta de atrás, con la guitarra al hombro, me deje entrar al Paraíso.  Mientras tanto, apenas un peregrino de fe titilante sobre la tierra, celebro la bondad de Dios que se acerca a los hombres con gestos inesperados, desde la pequeñez y la humildad, alumbrando el camino del cielo.



Videos:

Link a un video del evento ecuménico en el Luna Park, con un resumen del discurso del entonces Cardenal Bergoglio:

Link de un video de la entrada del Papa Francisco a la Catedral San Sebastián, de Río de Janeiro, en 2013:

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