En la Biblia, en
el libro del Génesis, hay un capítulo extraño, introducido entre la historia
del Diluvio y la de los descendientes de Abraham. Cuenta que en tiempos
remotos, la humanidad “tenía una misma lengua y usaba las mismas palabras”. Y
entonces los hombres dijeron: “Edifiquemos una ciudad cuya torre llegue al
cielo. Hagámonos así famosos…” Pero Dios, al ver la soberbia humana, dijo: a su
vez: “He aquí que todos forman un mismo pueblo y hablan una misma lengua,
siendo esto el principio de sus empresas. Nada les impedirá llevar a cabo todo
lo que se propongan. Pues bien, descendamos, y allí mismo confundamos su
lenguaje, de modo que no se entiendan los unos a los otros”
(Génesis 11, 4-7).
Algunos
estudiosos han querido ver en esto el origen de los distintos idiomas, una
cuestión inexplicable hasta hoy.
Sin embargo, en
otra parte de la Sagrada Escritura aparece un pasaje que nos vuelve a
introducir en el asunto de las lenguas, pero con un signo totalmente opuesto.
Cuenta que luego de la Ascensión de Jesús, de su regreso al Padre, se
encontraban los Apóstoles orando cuando “al cumplirse el día de Pentecostés,
estaban todos juntos en el mismo lugar, y se produjo de pronto un ruido del
cielo…y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en
lenguas extrañas, según el Espíritu santo los movía a expresarse. Había en
Jerusalén varones piadosos de todas las naciones; al oír el ruido, se reunió la
multitud y se quedó estupefacta, porque los oía hablar a cada uno en su propia
lengua” (Hechos 2, 1-2.4-6).
Ese nuevo entendimiento produce unidad entre los hombres, y es la antítesis del
episodio de Babel. Tendríamos que preguntarnos si esa capacidad de hacerse
comprender que recibieron los Apóstoles tendrá que ver sólo con el lenguaje
articulado, o no intentará enseñarnos algo más. Porque al fenómeno de escuchar un discurso en varios idiomas
distintos simultáneamente, lo podemos lograr hoy con un sistema de auriculares,
o con algún otro recurso tecnológico, como en los congresos internacionales. Y no por eso
estamos más unidos ni somos mejores personas que los hombres de hace dos mil
años.
En lugar de
quedarnos con la anécdota, con lo pintoresco de la historia, pensemos si
Pentecostés –lo mismo que Babel- no nos quiere decir otra cosa. Y si ese don
del espíritu Santo, que la gente de entonces percibió como la capacidad de
comunicarse al mismo tiempo entre hombres de distintos idiomas, no significará
algo mucho más profundo: sentir lo mismo, entendernos sin palabras.
La Redacción
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