sábado, 20 de junio de 2015

Editorial - PENTECOSTÉS: ENTRE BABEL Y PENTECOSTÉS

                              
   En la Biblia, en el libro del Génesis, hay un capítulo extraño, introducido entre la historia del Diluvio y la de los descendientes de Abraham. Cuenta que en tiempos remotos, la humanidad “tenía una misma lengua y usaba las mismas palabras”. Y entonces los hombres dijeron: “Edifiquemos una ciudad cuya torre llegue al cielo. Hagámonos así famosos…” Pero Dios, al ver la soberbia humana, dijo: a su vez: “He aquí que todos forman un mismo pueblo y hablan una misma lengua, siendo esto el principio de sus empresas. Nada les impedirá llevar a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos, y allí mismo confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan los unos a los otros”
(Génesis 11, 4-7).
  Algunos estudiosos han querido ver en esto el origen de los distintos idiomas, una cuestión inexplicable hasta hoy.
  Sin embargo, en otra parte de la Sagrada Escritura aparece un pasaje que nos vuelve a introducir en el asunto de las lenguas, pero con un signo totalmente opuesto. Cuenta que luego de la Ascensión de Jesús, de su regreso al Padre, se encontraban los Apóstoles orando cuando “al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar, y se produjo de pronto un ruido del cielo…y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu santo los movía a expresarse. Había en Jerusalén varones piadosos de todas las naciones; al oír el ruido, se reunió la multitud y se quedó estupefacta, porque los oía hablar a cada uno en su propia lengua” (Hechos 2, 1-2.4-6).
  Ese nuevo entendimiento produce unidad  entre los hombres, y es la antítesis del episodio de Babel. Tendríamos que preguntarnos si esa capacidad de hacerse comprender que recibieron los Apóstoles tendrá que ver sólo con el lenguaje articulado, o no intentará enseñarnos algo más. Porque al fenómeno de  escuchar un discurso en varios idiomas distintos simultáneamente, lo podemos lograr hoy con un sistema de auriculares, o con algún otro recurso tecnológico, como  en los congresos internacionales. Y no por eso estamos más unidos ni somos mejores personas que los hombres de hace dos mil años.
  En lugar de quedarnos con la anécdota, con lo pintoresco de la historia, pensemos si Pentecostés –lo mismo que Babel- no nos quiere decir otra cosa. Y si ese don del espíritu Santo, que la gente de entonces percibió como la capacidad de comunicarse al mismo tiempo entre hombres de distintos idiomas, no significará algo mucho más profundo: sentir lo mismo, entendernos sin palabras.


La Redacción

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