sábado, 21 de junio de 2014

UNA MISIÓN MÁS ALLÁ DE LOS MARES

 ¿Puede el cristiano ser misionero –dar a conocer a otros la verdad de su fe- sin moverse de su lugar de origen? ¿Existe alguna forma de misionar desde la sencillez de nuestra vida diaria, de la oración y del dolor?

 Nora Pfluger

                      “Yo amo esa playa infiel,
                     la que fue blanco de tu amor ardiente:
                     hacia ella volaría yo gozosamente
                     si un día mi Jesús me lo pidiese.
                     Mas yo sé que a sus ojos se borran las distancias
                     y el universo entero es sólo un punto.
                     Mis actos y pequeños sufrimientos
                     hacen amar a Dios más allá de los mares”.

  Quien esto escribía, en la Francia del siglo diecinueve, era una joven de apenas poco más de veinte años, religiosa carmelita en un convento de provincia. Desde hacía un tiempo, sus superiores barajaban la posibilidad de enviarla a otro monasterio, en Hanoi (Vietnam) que entonces se consideraba “tierra de misión”. Ella recordaba que un misionero por quien sentía particular devoción, fallecido con fama de santidad, el Venerable Teófano Vénard (1829-1861), había realizado su apostolado cerca de allí. Por aquellas regiones, en el siglo XVI, había andado también San Francisco Javier, el compañero de San Ignacio de Loyola en los inicios de la fundación de los Jesuitas y considerado uno de los misioneros más grandes de todos los tiempos.

  La joven carmelita anhelaba partir, pero no sabía si se lo permitiría su salud.
  Su historia anterior  no difería demasiado de la de tantas  chicas de su país y de su época: niña muy amada en su hogar, la menor de una familia numerosa, delicada y sensible, había decidido su vocación religiosa a los quince años (edad que si bien no era la acostumbrada para ingresar en un Carmelo, podía en aquel entonces ser la del noviazgo e incluso la del matrimonio). Y como si Dios o la naturaleza la hubieran querido igualar con la humanidad sufriente de aquel siglo, desde meses atrás padecía la última etapa de una tuberculosis, la enfermedad de los agotados y de los pobres, la enfermedad del pueblo.
  Aquella jovencita de biografía común y corriente había entrado en el convento con un altísimo ideal: sacrificarse y rezar por los sacerdotes. Quería ser “apóstol de apóstoles”, entregarse por quienes predicaban el Evangelio.
  Ya en el Carmelo, algunas circunstancias providenciales, a la luz de la oración, la llevan a extender ese apostolado a los misioneros enviados a tierras lejanas, ilusión que albergaba desde niña. Por ellos ofrece todo: los roces de la convivencia diaria con las Hermanas, la comida que no siempre le gusta ni le cae bien, las incomodidades, la austeridad valientemente elegida, el frío de los claustros en el invierno, el insomnio, la fiebre.
  Teresa Martin, conocida como Teresa de Lisieux o Teresita del Niño Jesús, muere el 30 de setiembre de 1897, a los veinticuatro años y ocho meses, en el mismo convento en el que ingresara en plena adolescencia y del que nunca volviera a salir en vida. En 1925, aquella carmelita que jamás salió de su convento fue canonizada por el Papa Pío XI, y en 1927, proclamada Patrona de las Misiones, junto con San Francisco Javier.




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