¿Puede
el cristiano ser misionero –dar a conocer a otros la verdad de su fe- sin
moverse de su lugar de origen? ¿Existe alguna forma de misionar desde la
sencillez de nuestra vida diaria, de la oración y del dolor?
Nora Pfluger
“Yo amo esa playa infiel,
la que fue blanco de tu
amor ardiente:
hacia ella volaría yo
gozosamente
si un día mi Jesús me lo
pidiese.
Mas yo sé que a sus ojos se
borran las distancias
y el universo entero es
sólo un punto.
Mis actos y pequeños
sufrimientos
hacen amar a Dios más allá
de los mares”.
Quien
esto escribía, en la Francia del siglo diecinueve, era una joven de apenas poco
más de veinte años, religiosa carmelita en un convento de provincia. Desde
hacía un tiempo, sus superiores barajaban la posibilidad de enviarla a otro
monasterio, en Hanoi (Vietnam) que entonces se consideraba “tierra de misión”.
Ella recordaba que un misionero por quien sentía particular devoción, fallecido
con fama de santidad, el Venerable Teófano Vénard (1829-1861), había realizado
su apostolado cerca de allí. Por aquellas regiones, en el siglo XVI, había
andado también San Francisco Javier, el compañero de San Ignacio de Loyola en
los inicios de la fundación de los Jesuitas y considerado uno de los misioneros
más grandes de todos los tiempos.
La
joven carmelita anhelaba partir, pero no sabía si se lo permitiría su salud.
Su
historia anterior no difería demasiado
de la de tantas chicas de su país y de
su época: niña muy amada en su hogar, la menor de una familia numerosa,
delicada y sensible, había decidido su vocación religiosa a los quince años
(edad que si bien no era la acostumbrada para ingresar en un Carmelo, podía en
aquel entonces ser la del noviazgo e incluso la del matrimonio). Y como si Dios
o la naturaleza la hubieran querido igualar con la humanidad sufriente de aquel
siglo, desde meses atrás padecía la última etapa de una tuberculosis, la
enfermedad de los agotados y de los pobres, la enfermedad del pueblo.
Aquella jovencita de biografía común y corriente había entrado en el
convento con un altísimo ideal: sacrificarse y rezar por los sacerdotes. Quería
ser “apóstol de apóstoles”, entregarse por quienes predicaban el Evangelio.
Ya en
el Carmelo, algunas circunstancias providenciales, a la luz de la oración, la
llevan a extender ese apostolado a los misioneros enviados a tierras lejanas,
ilusión que albergaba desde niña. Por ellos ofrece todo: los roces de la
convivencia diaria con las Hermanas, la comida que no siempre le gusta ni le
cae bien, las incomodidades, la austeridad valientemente elegida, el frío de
los claustros en el invierno, el insomnio, la fiebre.
Teresa Martin, conocida como Teresa de Lisieux o Teresita del Niño
Jesús, muere el 30 de setiembre de 1897, a los veinticuatro años y ocho meses,
en el mismo convento en el que ingresara en plena adolescencia y del que nunca
volviera a salir en vida. En 1925, aquella carmelita que jamás salió de su
convento fue canonizada por el Papa Pío XI, y en 1927, proclamada Patrona de
las Misiones, junto con San Francisco Javier.
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