martes, 8 de noviembre de 2016

Matarse al borde del camino

Daniel Rojas Delgado


Hoy traigo a escena dos figuras escandalosas (todavía) en la Iglesia: el buen samaritano y la mala muerte. Creo plenamente que el buen samaritano es una persona con corazón de fierro, es decir, aquella que se “aprojima” en el momento menos pensado, que busca entender nuestras necesidades personales y que las atiende sin tanta vuelta, ni rezongueo ni marketing.
Respecto a la segunda figura, dicen que hay mil formas de morir —como el programa de televisión que aquí no vamos a valorar— y podría agregar q
ue existen ciertos tipos de heridas que producen una muerte lenta e imperceptible. Cada quien debería conocer cuáles son sus propias heridas y las muertes que provoca —o de las que es cómplice.
Quisiera releer “Las puertas del cielo”, ese cuento primitivo de Bestiario (1951). Recuerdo que allí Cortázar describía para ¿menospreciar? con audacia y altura literaria a los “monstruos” de los suburbios y de la “baja sociedad” porteña del tango. Quisiera releerlo porque me hace acordar a la mirada periodística actual que estigmatiza y muestra la “rareza” de villas y asentamientos; también a la distancia existente entre el pensamiento y la vida de quienes promocionan una fe “elegante sport” y la vida de quienes la reciben entre harapos miserables.
Sin embargo, destaco que gracias a Dios haya comunicadores y periodistas, y también discípulos y misioneros que sí dignifiquen a las personas mediante un trabajo que busca transformar la realidad. Profesionalismo y misericordia en acción.
Pero miren cómo viven…
Como escribí esta nota con tiempo, entre los párrafos anteriores y este subtítulo pasaron varias cosas y semanas. Entre ellas, que ya pude releer el cuento de Cortázar, una historia narrada por el abogado Marcelo Hardoy. La “portación de cara” es una característica que estructura la observación participante que él mismo narra. Marcelo frecuentaba zaguanes ajenos junto a Celina y Mauro, esta pobre pareja: “Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir”. Acompañarlos con una cercanía distante se llegó a convertir para Marcelo en un “hábito necesario”.
Ahora entre nosotros, bestia, ¿cuáles son los hábitos que paulatinamente pero sin descanso te hacen seguir con obras a Cristo? ¿O apostamos a la fe sin obras públicas ni privadas? ¿Acaso se trata solamente de traspasar unas “puertas” para entretenerse un rato o de aliviar la propia conciencia frente a los tantos y complejos problemas sociales que ocurren en ese “otro mundo”? Pero intuyo que dicho mundo, a su vez, no funciona en paralelo sino en simultáneo, ya que se trataría del mismo mundo. No sólo desde el plano geográfico, sino también desde una mirada espiritual.

Pero mira cómo viven los pobres en el río,
pero mira cómo viven sin ver a Dios nacido.
Beben y beben y vuelven a beber
los pobres del riachuelo o cualquier otro arroyo que son pobres por no dejar de ver DirecTV ni estudiar ni querer laburar siempre en negro ni adaptarse a nuestra sacrosanta sociedad para todos, que después decimos que es como un sol solidario y tierno.

El cristianismo no es cuento
Nombro aquí dos puntos más para intentar aclarar el horizonte: el olvido sistemático que en muchos lugares, países y comunidades sufrió el Documento de Aparecida (2007), y las oportunidades sin fecha de vencimiento abiertas por el Año de la Misericordia (según fuentes litúrgicas, finalizaría el 20 de noviembre de este año; moralmente, misericórdia não tem fim).
El polvo que descansa sobre las páginas de Aparecida deberían ser un llamado de atención a las conciencias de quienes nos decimos católicos. Creo que el espíritu del texto todavía no fue explotado lo suficiente: Aparecida, en cierta medida, pasó de largo frente a nuestra mirada despreocupada. En algunos lugares, es letra muerta.
Las conclusiones enérgicas y contundentes a las que llegaron los pastores de América Latina y el Caribe en dicha ciudad brasileña (sí, Aparecida queda en Brasil) deberían tatuarse en nuestras prioridades cotidianas y estructuras de pensamiento, es decir, más o menos, en el habitus de cada sujeto.
El Año de la Misericordia, en este sentido, más que un acontecimiento más en el camino es una posta importante para replantear el rumbo del barco: esas puertas que simbólicamente se abrieron hace un año también significa abrir compuertas, ventanas y corazones con autocrítica, sencillez y esperanza necesarias. Ya lo decía san Pablo, pionero en el medio de comunicación masivo de su época: “No hagan nada por rivalidad o vanagloria. Que cada uno tenga la humildad de creer que los otros son mejores que él mismo” (Fil 2, 3).
En las últimas páginas de Aparecida hay propuestas claras y específicas que creo que más de uno debería sentirse identificado. Se escucha un llamado a creer y esperar:

Ser una Iglesia viva, fiel y creíble (…). Formar comunidades vivas que alimenten la fe (…). Promover un laicado maduro y corresponsable (…). Impulsar la participación activa de la mujer en la sociedad y en la Iglesia. Mantener con renovado esfuerzo nuestra opción preferencial y evangélica por los pobres. Valorar y respetar nuestros pueblos indígenas y afrodescendientes. Avanzar en el diálogo ecuménico (…). Cuidar la creación (…).

¿Acaso faltan motivos para no pasarnos de largo, para no hacernos cargo de los prójimos que nos rodean? La evangelización de la cultura toda requiere de la presencia activa de cada creyente y hacerlo con entusiasmo en el lugar que se pueda. “Hasta que duela”, como decía la santa madre Teresa. Romper con la idea de la iglesia-museo para ser cada día más iglesia-comunidad. Comunidad misionera y familia que sana; casa de todos que crece, reza y se expande como espacio de escucha, debate y decisión.

Creo que saber detenerse en la ruta de los días es mirar a los ojos y aprender a involucrarse en la vida del otro. Ojalá Aparecida no sea simplemente algo que se nos aparece en el medio del camino, que molesta y debemos rodear para seguir nuestra cómoda vida de fe.

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