Daniel Rojas Delgado
Hoy
traigo a escena dos figuras escandalosas (todavía) en la Iglesia: el buen
samaritano y la mala muerte. Creo plenamente que el buen samaritano es una
persona con corazón de fierro, es decir, aquella que se “aprojima” en el momento
menos pensado, que busca entender nuestras necesidades personales y que las
atiende sin tanta vuelta, ni rezongueo ni marketing.
Respecto
a la segunda figura, dicen que hay mil formas de morir —como el programa de
televisión que aquí no vamos a valorar— y podría agregar q
ue existen ciertos tipos de heridas que producen una muerte lenta e imperceptible. Cada quien debería conocer cuáles son sus propias heridas y las muertes que provoca —o de las que es cómplice.
ue existen ciertos tipos de heridas que producen una muerte lenta e imperceptible. Cada quien debería conocer cuáles son sus propias heridas y las muertes que provoca —o de las que es cómplice.
Quisiera
releer “Las puertas del cielo”, ese cuento primitivo de Bestiario (1951). Recuerdo que allí Cortázar describía para ¿menospreciar?
con audacia y altura literaria a los “monstruos” de los suburbios y de la “baja
sociedad” porteña del tango. Quisiera releerlo porque me hace acordar a la
mirada periodística actual que estigmatiza y muestra la “rareza” de villas y
asentamientos; también a la distancia existente entre el pensamiento y la vida
de quienes promocionan una fe “elegante sport” y la vida de quienes la reciben
entre harapos miserables.
Sin
embargo, destaco que gracias a Dios haya comunicadores y periodistas, y también
discípulos y misioneros que sí dignifiquen a las personas mediante un trabajo
que busca transformar la realidad. Profesionalismo y misericordia en acción.
Pero miren cómo viven…
Como
escribí esta nota con tiempo, entre los párrafos anteriores y este subtítulo pasaron
varias cosas y semanas. Entre ellas, que ya pude releer el cuento de Cortázar,
una historia narrada por el abogado Marcelo Hardoy. La “portación de cara” es
una característica que estructura la observación
participante que él mismo narra. Marcelo frecuentaba zaguanes ajenos junto
a Celina y Mauro, esta pobre pareja: “Íbamos juntos a los bailes, y yo los
miraba vivir”. Acompañarlos con una cercanía distante se llegó a convertir para
Marcelo en un “hábito necesario”.
Ahora
entre nosotros, bestia, ¿cuáles son los hábitos que paulatinamente pero sin
descanso te hacen seguir con obras a Cristo? ¿O apostamos a la fe sin obras
públicas ni privadas? ¿Acaso se trata solamente de traspasar unas “puertas”
para entretenerse un rato o de aliviar la propia conciencia frente a los tantos
y complejos problemas sociales que ocurren en ese “otro mundo”? Pero intuyo que
dicho mundo, a su vez, no funciona en paralelo sino en simultáneo, ya que se
trataría del mismo mundo. No sólo desde el plano geográfico, sino también desde
una mirada espiritual.
Pero mira cómo viven los pobres en el río,
pero mira cómo viven sin ver a Dios nacido.
Beben y beben y vuelven a beber
los pobres del riachuelo o cualquier otro arroyo que son
pobres por no dejar de ver DirecTV ni estudiar ni querer laburar siempre en
negro ni adaptarse a nuestra sacrosanta sociedad para todos, que después
decimos que es como un sol solidario y tierno.
El cristianismo no es cuento
Nombro
aquí dos puntos más para intentar aclarar el horizonte: el olvido sistemático que
en muchos lugares, países y comunidades sufrió el Documento de Aparecida (2007), y las oportunidades sin fecha de
vencimiento abiertas por el Año de la Misericordia (según fuentes litúrgicas,
finalizaría el 20 de noviembre de este año; moralmente, misericórdia não tem
fim).
El
polvo que descansa sobre las páginas de Aparecida deberían ser un llamado de
atención a las conciencias de quienes nos decimos católicos. Creo que el
espíritu del texto todavía no fue explotado lo suficiente: Aparecida, en cierta
medida, pasó de largo frente a nuestra mirada despreocupada. En algunos
lugares, es letra muerta.
Las
conclusiones enérgicas y contundentes a las que llegaron los pastores de
América Latina y el Caribe en dicha ciudad brasileña (sí, Aparecida queda en
Brasil) deberían tatuarse en nuestras prioridades cotidianas y estructuras de
pensamiento, es decir, más o menos, en el habitus
de cada sujeto.
El
Año de la Misericordia, en este sentido, más que un acontecimiento más en el
camino es una posta importante para replantear el rumbo del barco: esas puertas
que simbólicamente se abrieron hace un año también significa abrir compuertas,
ventanas y corazones con autocrítica, sencillez y esperanza necesarias. Ya lo
decía san Pablo, pionero en el medio de comunicación masivo de su época: “No
hagan nada por rivalidad o vanagloria. Que cada uno tenga la humildad de creer
que los otros son mejores que él mismo” (Fil 2, 3).
En
las últimas páginas de Aparecida hay propuestas claras y específicas que creo
que más de uno debería sentirse identificado. Se escucha un llamado a creer y
esperar:
Ser una Iglesia viva, fiel y creíble (…). Formar
comunidades vivas que alimenten la fe (…). Promover un laicado maduro y
corresponsable (…). Impulsar la participación activa de la mujer en la sociedad
y en la Iglesia. Mantener con renovado esfuerzo nuestra opción preferencial y
evangélica por los pobres. Valorar y respetar nuestros pueblos indígenas y
afrodescendientes. Avanzar en el diálogo ecuménico (…). Cuidar la creación (…).
¿Acaso
faltan motivos para no pasarnos de largo, para no hacernos cargo de los
prójimos que nos rodean? La evangelización de la cultura toda requiere de la
presencia activa de cada creyente y hacerlo con entusiasmo en el lugar que se
pueda. “Hasta que duela”, como decía la santa madre Teresa. Romper con la idea
de la iglesia-museo para ser cada día más iglesia-comunidad. Comunidad
misionera y familia que sana; casa de todos que crece, reza y se expande como espacio
de escucha, debate y decisión.
Creo
que saber detenerse en la ruta de los días es mirar a los ojos y aprender a
involucrarse en la vida del otro. Ojalá Aparecida no sea simplemente algo que se
nos aparece en el medio del camino, que molesta y debemos rodear para seguir
nuestra cómoda vida de fe.
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