martes, 8 de noviembre de 2016

Conversar en tiempos revueltos

Cecilia López Puertas

Sobre la vaporización de los espacios,
los digitadores retro-futuristas y la cultura de la conversación.



Para qué y porqué estaremos distanciados,
en verdad, los motivos no son nada claros.
Ya sabés, es que quiero establecer contactos,
es que a veces somos inhumanos y otras veces no queremos ver.

(“Narciso y Quasimodo”, Fito Páez, 1985)



Conversar no es hablar, ni es comunicarse, ni es conectarse. Quizá implique todo eso, pero es más. Eso “más” es algo que siempre me ha intrigado y ahora, atravesada por las nuevas tecnologías y sus consecuencias, se vuelve un imperativo.  
Que nunca estuvimos más conectados y comunicados, eso no lo niega nadie. Que eso no necesariamente signifique que nos estemos encontrando, eso tampoco lo niega nadie. Pero la distancia entre unas cosas y las otr
as es un poco más difícil de identificar que estos simples enunciados y, tan prestos como estamos a naturalizar hasta lo innaturalizable, puede ser que se nos esté escapando la tortuga.

No tengo la respuesta pero puedo aproximar alguna hipótesis… resulta que no uso celular y a fuerza de defender mi pequeño acto de soberanía acabé convirtiéndome en simple espectadora de unas cuántas transformaciones en las comunicaciones que sucedieron los últimos años. Lamentablemente, creo que si hay un rasgo común en estas transformaciones no cabe duda que es la tendencia al monólogo, antítesis de toda conversación que se precie de tal.

Primero los SMS, luego los celulares con Internet y de su mano la posibilidad de mantener actualizadas nuestras intervenciones (posteos, respuestas de chats, comentarios) en las diferentes redes sociales... últimamente, el advenimiento del WhatsApp y su variable más escalofriante: los mensajes de voz.
Dirán que soy una exagerada y que en realidad, mensaje va mensaje viene, están conversando. Pero me cuesta creerlo, sin la inmediatez del tête à tête, sin la interrupción mesurada, la mueca de desapruebo, el arqueado de cejas del asombro, el rubor que delata la afectación de las palabras, las pupilas dilatadas de curiosidad… hay mucho que queda en el tintero… mucha de esa riqueza que las conversaciones hechas y derechas aseguran. Dirán… bueno, tenemos los emoticones, tenemos el “jajaja”. Y está bien, pero ¿no tiene como un gusto a poco?

Peter Sloterdijk es un filósofo alemán que, entre otras cosas, habla del encapsulamiento de la vida en burbujas. Burbujas de consumo, burbujas musicales, burbujas ideológicas, burbujas electrónicas, burbujas culturales. Junto con este encapsulamiento -y como consecuencia de él- la descorporeización, la vaporización de los espacios.
El tiempo parece haber ganado la pulseada y en la inmediatez que propone la tecnología los espacios ya no importan, las distancias ya no importan… estar o no estar en un lugar pareciera ser totalmente irrelevante. Y sin embargo no creo que estos espacios hechos vapor hayan desaparecido sino que se han resignificado, las nociones de presencia-ausencia aunque más incorpóreas aparecen con evidencia.

La ausencia de alguien que está.
Cuesta mucho conversar con alguien ausente. Cuesta mucho competir con las mil quinientas personas conectadas en simultáneo. Cuesta mucho seguir el hilo de un relato cuando se interrumpe mil quinientas veces por la presencia de esos “otros” pujando por conquistar el tiempo y arrebatárselo a la persona que está ahí. Cuesta mucho conversar.
No siempre fue así, hubo un tiempo en el que las personas nos sentábamos a tomar mate o lo que sea y nos mirábamos a los ojos. Hubo un tiempo en el que las personas llegábamos a las paradas de los micros y nos saludábamos al menos con un pequeño gesto, hubo un tiempo en el que no nos molestaba que los taxistas nos hablaran, otros tiempos, igualmente revueltos pero más propicios para la conversación.

La italiana Benedetta Craveri en su libro “La cultura de la conversación”[1] (un libro que recomiendo a quien tenga tiempo y ganas) acopia relatos, cartas, memorias de diferentes mujeres de la aristocracia francesa del siglo XVII y con esos documentos históricos va recreando un “espacio”, acaso utópico, inventado en búsqueda de cierta resistencia al absolutismo y también de cierta reafirmación de la propia identidad. Lo interesante es que el hilo conductor es precisamente la “conversación”. Una conversación que es un bien en sí mismo, que reúne a personas de diferentes estratos sociales con la sola consigna de servir como intercambio intelectual e incluso espiritual. Conversar porque sí, para superarse a sí mismo y agradar a los demás, y en ese conversar reconocer y respetar al otro. Lo interesante es que pesar de nacer como ámbito eminentemente aristocrático acaba abriéndose a todos aquellos que compartan la misma debilidad por el ingenio, la naturalidad, la amenidad, el encanto…
Esta idea de amenidad que ahora parece hasta artificial, en el relato de Craveri es casi condición indispensable para participar en las “conversaciones”. No son debates, ni intentos de convencer a nadie… se van tornando más filosóficos y políticos, es cierto, pero casi que como resultado de esa búsqueda inacabable por desnudar los rincones del alma humana.

El amor, la amistad, la muerte, la libertad, la ambición, el arte, la vida… ¿Cuánto tiempo pasó desde que conversamos sobre estas cosas por última vez?

Mi nostalgia no tiene límites, defensora romántica de la conversación he ido aprendiendo a vivir con esas consecuencias. Pero también, de puro “preguntera”, he ido aprendiendo que no tenemos (ni debemos) acostumbrarnos a todo, a lo que sea, a cualquier cosa. Que eso de que marchito si le pierdo una contesta a mi pecho que decía tan bellamente Silvio Rodríguez en su “Escaramujo” es mucho más que una simple metáfora. Es esa inquietud que aparece cuando las cosas se enrarecen... que no podemos asistir tan tranquilamente al espectáculo en el que compañías multinacionales se asocian para quitarnos la última cuota de intimidad que nos quedaba, el último instante de realidad, la última gota de ese vaso hastiado que no rebalsará jamás porque está agujereado y ni nos dimos cuenta.

A esta altura hablar de la profecía insólita del universo orwelliano es casi una obviedad y sin embargo es fácil escuchar autojustificaciones que parecen más fundadas en una comodidad frívola que en un legítimo escepticismo. Más o menos crédulos lo cierto es que los nuevos imperios son los de la información y las megaempresas que tiene la llave no han dejado de lucrar a nuestra costa.
En la edición de septiembre 2016, Le Monde Diplomatique publicó un artículo del periodista francés Pierre Rimbert que me pareció especialmente interesante (http://www.eldiplo.org/archivo/207-contra-el-ajuste/contra-el-saqueo-de-los-datos-personales/). Señala la urgencia de analizar políticamente esta utilización de los datos personales que hacen megaempresas como Facebook, Amazon, Google… advirtiendo sobre las consecuencias de esta generosa donación de información que le hacemos todo el tiempo y, por su intermedio, a las agencias de seguridad de Estados Unidos. Pero sobre todo, imagina (con bastante ilusión, debo decir) otros posibles escenarios en los que esta información pudiera ser usada para fines colectivos o sociales y no favorecer (¿cuándo no?) la acumulación de capital a escala estrambótica, mediante esta suerte de nueva apropiación de nuestro trabajo -el digital labor-, incluso durante nuestro (supuesto) tiempo libre.

¿Qué hacer?
Primero que nada yo diría que empezar a defendernos con uñas y dientes, no ya solamente de esas múltiples hipotéticas voces de esos hipotéticos múltiples actores, si no de nosotros mismos. Ante la sensación de haber cedido un trozo de realidad a cambio de tanta virtualidad sordomuda, buscar el modo de reabrir los canales reales de conversación. Ante la conciencia del hartazgo de nosotros mismos recurrir a la sospecha…
No hace falta demasiada perspicacia para captar la tendencia narcisista latente. Esa vanidad, la del placer que nos da el recibir “me gustas” y comentarios halagadores notablemente desmedidos, por torpes e infundados que sean, nos envuelve y revuelve todo el tiempo en un monólogo infinito, absurdo, acaso gracioso… el del perro queriendo lamerse su propia cola.
Tenemos que querer ser un más que una foto de portada por mucho tiempo que nos demoremos en elegirla. Es eso o sucumbir a aceptar que Mirtha Legrand tenía razón cuando, quizá por azar, acuñó la espantosa frase: “como te ven, te tratan”…
Ok. Seamos un poco indulgentes con nosotros mismos, es cierto que detrás de tanta vanidad sólo hay una enorme búsqueda de aceptación, pero también sospechemos un poco.
Sospechemos cuando todo ese andamiaje de vanidades propias y ajenas sirve para desarticularnos como seres sociales y nos impide llegar a verdaderos encuentros, nos achica la vista y engrosa los filtros por los que pasamos el mundo que nos rodea.
Sospechemos si estamos cruzando las calles, tomando los micros, entrando a los negocios… Ensimismados, impermeables, ajenos.
Sospechemos si los otros se nos vuelven extranjeros, seres extraños, incomprensibles. Sospechemos de nuestra propia ausencia.

Yo. Los otros. Nosotros.
De nuevo corro el riesgo de terminar de escribir con una suerte de oda al “otro”, pero esta vez no voy a ceder al romanticismo… dejaré aquí sentado, en cambio, mi firme propósito de declararme cada tanto un poco harta de mí misma, de nosotros, de esos espejos frente a otros espejos que son las redes sociales por las que pululamos, repetidores, copiadores, imitadores compulsivos de lo que creemos interesante de nosotros mismos. Un poco harta de tanto egocentrismo.
Y, junto con ese propósito, el de colaborar en la construcción de una nueva cultura de la conversación que encare sin tapujos los temas que nos hacen bucear en lo que realmente tenemos de maravillosos los seres humanos. Dejar de hablar un poco de las cosas triviales… Y hablar más de lo que sentimos, de lo que no sabemos… Evitar temas que impliquen respuestas automáticas para quedarnos con los que de verdad nos ayudan a encontrarnos con los demás.

Hablar menos de descuentos y más del amor.






[1] Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004.

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