Cecilia López Puertas
Sobre la
vaporización de los espacios,
los
digitadores retro-futuristas y la cultura de la conversación.
Para qué y porqué estaremos
distanciados,
en verdad, los motivos no son nada
claros.
Ya sabés, es que quiero establecer
contactos,
es que a veces somos inhumanos
y otras veces no queremos ver.
(“Narciso y Quasimodo”, Fito Páez, 1985)
Conversar no es hablar, ni es comunicarse, ni es conectarse. Quizá
implique todo eso, pero es más. Eso “más” es algo que siempre me ha intrigado y
ahora, atravesada por las nuevas tecnologías y sus consecuencias, se vuelve un
imperativo.
Que nunca estuvimos más conectados y comunicados, eso no lo niega
nadie. Que eso no necesariamente signifique que nos estemos encontrando, eso tampoco lo niega nadie.
Pero la distancia entre unas cosas y las otr
as es un poco más difícil de identificar que estos simples enunciados y, tan prestos como estamos a naturalizar hasta lo innaturalizable, puede ser que se nos esté escapando la tortuga.
as es un poco más difícil de identificar que estos simples enunciados y, tan prestos como estamos a naturalizar hasta lo innaturalizable, puede ser que se nos esté escapando la tortuga.
No tengo la respuesta pero puedo aproximar alguna hipótesis… resulta que
no uso celular y a fuerza de defender mi pequeño acto de soberanía acabé
convirtiéndome en simple espectadora de unas cuántas transformaciones en las
comunicaciones que sucedieron los últimos años. Lamentablemente, creo que si
hay un rasgo común en estas transformaciones no cabe duda que es la tendencia
al monólogo, antítesis de toda conversación que se precie de tal.
Primero los SMS, luego los celulares con Internet y de su mano la
posibilidad de mantener actualizadas nuestras intervenciones (posteos,
respuestas de chats, comentarios) en las diferentes redes sociales...
últimamente, el advenimiento del WhatsApp y su variable más escalofriante: los
mensajes de voz.
Dirán que soy una exagerada y que en realidad, mensaje va mensaje
viene, están conversando. Pero me cuesta creerlo, sin la inmediatez del tête à tête, sin la interrupción
mesurada, la mueca de desapruebo, el arqueado de cejas del asombro, el rubor
que delata la afectación de las palabras, las pupilas dilatadas de curiosidad…
hay mucho que queda en el tintero… mucha de esa riqueza que las conversaciones
hechas y derechas aseguran. Dirán… bueno, tenemos los emoticones, tenemos el
“jajaja”. Y está bien, pero ¿no tiene como un gusto a poco?
Peter Sloterdijk es un filósofo alemán que, entre otras cosas, habla
del encapsulamiento de la vida en burbujas. Burbujas de consumo, burbujas
musicales, burbujas ideológicas, burbujas electrónicas, burbujas culturales.
Junto con este encapsulamiento -y como consecuencia de él- la
descorporeización, la vaporización de los espacios.
El tiempo parece haber ganado la pulseada y en la inmediatez que
propone la tecnología los espacios ya no importan, las distancias ya no
importan… estar o no estar en un lugar pareciera ser totalmente irrelevante. Y
sin embargo no creo que estos espacios hechos vapor hayan desaparecido sino que
se han resignificado, las nociones de presencia-ausencia aunque más incorpóreas
aparecen con evidencia.
La ausencia de alguien que está.
Cuesta mucho conversar con alguien ausente. Cuesta mucho competir con
las mil quinientas personas conectadas en simultáneo. Cuesta mucho seguir el
hilo de un relato cuando se interrumpe mil quinientas veces por la presencia de esos “otros” pujando por
conquistar el tiempo y arrebatárselo a la persona que está ahí. Cuesta mucho conversar.
No siempre fue así, hubo un tiempo en el que las personas nos
sentábamos a tomar mate o lo que sea y nos mirábamos a los ojos. Hubo un tiempo
en el que las personas llegábamos a las paradas de los micros y nos saludábamos
al menos con un pequeño gesto, hubo un tiempo en el que no nos molestaba que
los taxistas nos hablaran, otros tiempos, igualmente revueltos pero más
propicios para la conversación.
La italiana Benedetta Craveri en su libro “La cultura de la conversación”[1] (un libro que
recomiendo a quien tenga tiempo y ganas) acopia
relatos, cartas, memorias de diferentes mujeres de la aristocracia francesa del
siglo XVII y con esos documentos históricos va recreando un “espacio”, acaso
utópico, inventado en búsqueda de cierta resistencia al absolutismo y también
de cierta reafirmación de la propia identidad. Lo interesante es que el hilo
conductor es precisamente la “conversación”. Una conversación que es un bien en
sí mismo, que reúne a personas de diferentes estratos sociales con la sola
consigna de servir como intercambio intelectual e incluso espiritual. Conversar
porque sí, para superarse a sí mismo y agradar a los demás, y en ese conversar
reconocer y respetar al otro. Lo interesante es que pesar de nacer como ámbito
eminentemente aristocrático acaba abriéndose a todos aquellos que compartan la
misma debilidad por el ingenio, la naturalidad, la amenidad, el encanto…
Esta idea de amenidad que
ahora parece hasta artificial, en el relato de Craveri es casi condición
indispensable para participar en las “conversaciones”. No son debates, ni
intentos de convencer a nadie… se van tornando más filosóficos y políticos, es
cierto, pero casi que como resultado de esa búsqueda inacabable por desnudar
los rincones del alma humana.
El amor, la amistad, la muerte, la libertad, la ambición, el arte, la
vida… ¿Cuánto tiempo pasó desde que conversamos sobre estas cosas por última
vez?
Mi nostalgia no tiene límites, defensora romántica de la conversación
he ido aprendiendo a vivir con esas consecuencias. Pero también, de puro
“preguntera”, he ido aprendiendo que no tenemos (ni debemos) acostumbrarnos a
todo, a lo que sea, a cualquier cosa. Que eso de que marchito si le pierdo una contesta a mi pecho que decía tan
bellamente Silvio Rodríguez en su “Escaramujo” es mucho más que una simple
metáfora. Es esa inquietud que aparece cuando las cosas se enrarecen... que no
podemos asistir tan tranquilamente al espectáculo en el que compañías
multinacionales se asocian para quitarnos la última cuota de intimidad que nos
quedaba, el último instante de realidad, la última gota de ese vaso hastiado
que no rebalsará jamás porque está agujereado y ni nos dimos cuenta.
A esta altura hablar de la profecía insólita del universo orwelliano es
casi una obviedad y sin embargo es fácil escuchar autojustificaciones que
parecen más fundadas en una comodidad frívola que en un legítimo escepticismo.
Más o menos crédulos lo cierto es que los nuevos imperios son los de la
información y las megaempresas que tiene la llave no han dejado de lucrar a
nuestra costa.
En la edición de septiembre 2016, Le
Monde Diplomatique publicó un artículo del periodista francés Pierre
Rimbert que me pareció especialmente interesante (http://www.eldiplo.org/archivo/207-contra-el-ajuste/contra-el-saqueo-de-los-datos-personales/).
Señala la urgencia de analizar políticamente esta utilización de los datos
personales que hacen megaempresas como Facebook, Amazon, Google… advirtiendo
sobre las consecuencias de esta generosa donación de información que le hacemos
todo el tiempo y, por su intermedio, a las agencias de seguridad de Estados
Unidos. Pero sobre todo, imagina (con bastante ilusión, debo decir) otros
posibles escenarios en los que esta información pudiera ser usada para fines
colectivos o sociales y no favorecer (¿cuándo no?) la acumulación de capital a
escala estrambótica, mediante esta suerte de nueva apropiación de nuestro
trabajo -el digital labor-, incluso
durante nuestro (supuesto) tiempo libre.
¿Qué hacer?
Primero que nada yo diría que empezar a defendernos con uñas y dientes,
no ya solamente de esas múltiples hipotéticas voces de esos hipotéticos
múltiples actores, si no de nosotros mismos. Ante la sensación de haber cedido
un trozo de realidad a cambio de tanta virtualidad sordomuda, buscar el modo de
reabrir los canales reales de conversación. Ante la conciencia del hartazgo de
nosotros mismos recurrir a la sospecha…
No hace falta demasiada perspicacia para captar la tendencia narcisista
latente. Esa vanidad, la del placer que nos da el recibir “me gustas” y
comentarios halagadores notablemente desmedidos, por torpes e infundados que
sean, nos envuelve y revuelve todo el tiempo en un monólogo infinito, absurdo,
acaso gracioso… el del perro queriendo lamerse su propia cola.
Tenemos que querer ser un más que una foto de portada por mucho tiempo
que nos demoremos en elegirla. Es eso o sucumbir a aceptar que Mirtha Legrand
tenía razón cuando, quizá por azar, acuñó la espantosa frase: “como te ven, te
tratan”…
Ok. Seamos un poco indulgentes con nosotros mismos, es cierto que detrás
de tanta vanidad sólo hay una enorme búsqueda de aceptación, pero también sospechemos
un poco.
Sospechemos cuando todo ese andamiaje de vanidades propias y ajenas sirve
para desarticularnos como seres sociales y nos impide llegar a verdaderos
encuentros, nos achica la vista y engrosa los filtros por los que pasamos el
mundo que nos rodea.
Sospechemos si estamos cruzando las calles, tomando los micros, entrando
a los negocios… Ensimismados, impermeables, ajenos.
Sospechemos si los otros se nos vuelven extranjeros, seres extraños,
incomprensibles. Sospechemos de nuestra propia ausencia.
Yo. Los otros. Nosotros.
De nuevo corro el riesgo de terminar de escribir con una suerte de oda
al “otro”, pero esta vez no voy a ceder al romanticismo… dejaré aquí sentado,
en cambio, mi firme propósito de declararme cada tanto un poco harta de mí
misma, de nosotros, de esos espejos frente a otros espejos que son las redes
sociales por las que pululamos, repetidores, copiadores, imitadores compulsivos
de lo que creemos interesante de nosotros mismos. Un poco harta de tanto
egocentrismo.
Y, junto con ese propósito, el de colaborar en la construcción de una nueva
cultura de la conversación que encare sin tapujos los temas que nos hacen
bucear en lo que realmente tenemos de maravillosos los seres humanos. Dejar de
hablar un poco de las cosas triviales… Y hablar más de lo que sentimos, de lo
que no sabemos… Evitar temas que impliquen respuestas automáticas para
quedarnos con los que de verdad nos ayudan a encontrarnos con los demás.
Hablar menos de descuentos y más del amor.
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