Nora Pflüger
Una
mañana –tendría yo cerca de once años y mi hermana Laura, unos nueve-, mientras
mamá se encontraba dando clases en el colegio, papá nos hizo desayunar
rápidamente y nos dijo:
-Prepárense para salir, porque hoy tengo que ir a inspeccionar una
fábrica de guano y las llevo conmigo.
Cuando
mamá no estaba, papá acostumbraba llevarnos con él doquiera que fuese para no
dejarnos solas, como el canguro con su cría. En esas andanzas, y como quien no
quiere la cosa, podíamos llegar a visitar un taller mecánico, una ferretería
mayorista, una papelera, una envasadora de pescado.
Él nos
decía que, nos gustara o no, teníamos que conocer y aguantar eso, porque éramos
chicas de la “era industrial”. Nuestros recuerdos de infancia no serían cantos
de pájaros, como para los felices niños de otros tiempos en el campo, sino
ruidos de sierras mecánicas y traqueteos de ferrocarriles, ni tampoco perfume
de jazmines, sino el tufo a humedad y hollín de las paredes y las emanaciones
nauseabundas de la Destilería.
Pero
había algunas oportunidades en las que papá no nos llevaba, y nos quedábamos
con mamá o la abuela. Eran aquellos días en los que tenía que viajar al
interior de la Provincia para inspeccionar una fábrica grande y lejana, en la
que debía “subirse a la caldera” (porque obviamente funcionaba mal), con riesgo
de su vida. Desde chica imaginaba yo lo que era la caldera: una especie de olla
a presión, como la que usaba mi abuela para cocinar las papas, sólo que
gigante. A mí, la olla a presión me producía terror cuando empezaba a pitar y
mi abuela, arremangándose, gritaba: “¡Ya chifla! ¡Rajen de aquí, que es
peligroso! ¡Fuera de la cocina los chicos!” No quería ni pensar en mi papá,
flaquito, con tendencia a los mareos (desgracia que heredé), subido a aquella
cacerola gigantesca.
Pero esa
mañana, el asunto pintaba más bien como un paseo… ¡El “guano”! ¿Qué sería eso?
Y en el asiento trasero del auto, Laura y yo nos reíamos imaginando cosas, a
cuál más bonita y divertida. Papá manejaba en silencio, y no parecía dispuesto
a darnos ninguna explicación.
Íbamos
rumbo a la costa. El cielo estaba gris y de a ratos, lloviznaba, con esa lluvia
finita y pegajosa de la ribera platense. De pronto, un olor fortísimo, fétido y
salitroso al mismo tiempo, nos sofocó, y al girar el auto hacia la playa,
distinguimos, entre dos casillas de madera, un montículo gris-parduzco, de un
material que parecía plastilina y que nunca habíamos visto.
Nos
sentimos descomponer… Y entonces papá, fresco como fruta recién cortada, nos
hizo una revelación espantosa:
-Ahí
está el guano. Es el excremento de las aves marinas. Tiene muchísimo “uso
industrial”: figúrense que hasta se utiliza como combustible. Y más vale que se
acostumbren al olor, porque tengo que dejarlas un buen rato acá, mientras voy a
hablar con los muchachos de la fábrica.
Y sin
hacer caso de los “¡Puah!” de Laura, que se retorcía en el asiento, tapándose
la nariz con las dos manos, ni de mis quejosos: “Pero, papito… ¡qué asco!”,
nuestro padre acercó el auto al montículo, se bajó, cerró con llave y se marchó
lo más campante, a hablar con “los muchachos”.
Nosotras no sabíamos subir o bajar los vidrios. Nos queríamos morir…
Papá había desaparecido dentro de la casilla de la izquierda y de daba señales.
Y el ranchito de la derecha parecía vacío.
De
repente, unas siluetas menudas se recortaron junto al médano de “plastilina”.
Eran un chico de unos trece o catorce años y dos nenas del tamaño de Laura.
Estaban descalzos, despeinados, con unos pantalones arremangados a la altura de
la rodilla y unas blusitas de color indefinido. Riéndose mucho, comenzaron a
trepar y a deslizarse por la montaña de estiércol, como si se tratara de un
tobogán. No lo podíamos creer.
Al
rato, los niños advirtieron nuestra presencia y empezaron a hecernos señas,
como invitándonos a jugar. Al no obtener respuesta, las señas se convirtieron en
gestos amenazadores. Con horror vimos que, metidos en aquella melaza casi hasta
la cintura, comenzaban a amasar unos proyectiles redondos, fabricados con la
misma sustancia.
De la
casilla de la izquierda salió un grupo de personas. Eran papá y los muchachos,
que se despedían efusivamente. (Papá… ¡qué estómago! Pero… ¡menos mal!).
Mientras él se subía al auto y arrancábamos, un sulky, guiado por un
hombre de gorra y tirado por un caballo escuálido, surgió de atrás de la casilla
y se nos emparejó. Los niños corrieron y se treparon al carro. Auto y sulky
comenzaron a andar el camino casi al mismo tiempo, pero el auto no tardó en
superarlos. Por la ventanilla trasera mirábamos a los pequeños, que se iban
alejando por la ruta. Laura les hacía muecas... ¡y el chico le sacaba la
lengua!
-No
busques pelea, Laura… -dijo papá, fastidiado- Son los hijos del hombre que
junta el guano. Viven acá y están habituados a todo esto.
Esa
noche, mientras Laura dormía, yo, con el inolvidable olor del guano pegado a
mis narices (el guano, esa sustancia de desecho, aparentemente inútil y sin
embargo, necesaria) no podía dejar de meditar sobre aquel lugar, sobre aquellos
niños. Pensaba en todos los chicos que, como nosotras, eran hijos de padres que
exponían su vida en el trabajo (¡el hijo del policía, del pescador, del
albañil!) y que, desde que tomaban conciencia del peligro, se despedían del
papá por las mañanas con el miedo de no volver a verlo. Pero también recordaba
a esos pequeños que habían nacido junto a una montaña de estiércol, en ella
vivían y allí tendrían que trabajar y morir, porque les había tocado ser los
hijos del “guanero”.
Años
más tarde, al plantearle este problema a una amiga que suponía culta, me
contestó: “En toda sociedad hay tareas desagradables y alguien las tiene que
hacer”:
¡Y
claro que alguien las tiene que hacer! Pero la cuestión es si a la tarea
riesgosa –o asquerosa- la tiene que realizar siempre la misma persona sólo porque “alguien tiene que hacerla”.
Toda mi
niñez y mi adolescencia me pregunté si era lógico. Y hoy, todavía, me planteo
si es justo.