sábado, 17 de enero de 2015

LOS NIÑOS DEL GUANO



Nora Pflüger

     La cosa más inesperada y desagradable de la Naturaleza me despertó la inquietud más profunda.

  Una mañana –tendría yo cerca de once años y mi hermana Laura, unos nueve-, mientras mamá se encontraba dando clases en el colegio, papá nos hizo desayunar rápidamente y nos dijo:

  -Prepárense para salir, porque hoy tengo que ir a inspeccionar una fábrica de guano y las llevo conmigo.

  Cuando mamá no estaba, papá acostumbraba llevarnos con él doquiera que fuese para no dejarnos solas, como el canguro con su cría. En esas andanzas, y como quien no quiere la cosa, podíamos llegar a visitar un taller mecánico, una ferretería mayorista, una papelera, una envasadora de pescado.

  Él nos decía que, nos gustara o no, teníamos que conocer y aguantar eso, porque éramos chicas de la “era industrial”. Nuestros recuerdos de infancia no serían cantos de pájaros, como para los felices niños de otros tiempos en el campo, sino ruidos de sierras mecánicas y traqueteos de ferrocarriles, ni tampoco perfume de jazmines, sino el tufo a humedad y hollín de las paredes y las emanaciones nauseabundas de la Destilería.

  Pero había algunas oportunidades en las que papá no nos llevaba, y nos quedábamos con mamá o la abuela. Eran aquellos días en los que tenía que viajar al interior de la Provincia para inspeccionar una fábrica grande y lejana, en la que debía “subirse a la caldera” (porque obviamente funcionaba mal), con riesgo de su vida. Desde chica imaginaba yo lo que era la caldera: una especie de olla a presión, como la que usaba mi abuela para cocinar las papas, sólo que gigante. A mí, la olla a presión me producía terror cuando empezaba a pitar y mi abuela, arremangándose, gritaba: “¡Ya chifla! ¡Rajen de aquí, que es peligroso! ¡Fuera de la cocina los chicos!” No quería ni pensar en mi papá, flaquito, con tendencia a los mareos (desgracia que heredé), subido a aquella cacerola gigantesca.

  Pero esa mañana, el asunto pintaba más bien como un paseo… ¡El “guano”! ¿Qué sería eso? Y en el asiento trasero del auto, Laura y yo nos reíamos imaginando cosas, a cuál más bonita y divertida. Papá manejaba en silencio, y no parecía dispuesto a darnos ninguna explicación.

  Íbamos rumbo a la costa. El cielo estaba gris y de a ratos, lloviznaba, con esa lluvia finita y pegajosa de la ribera platense. De pronto, un olor fortísimo, fétido y salitroso al mismo tiempo, nos sofocó, y al girar el auto hacia la playa, distinguimos, entre dos casillas de madera, un montículo gris-parduzco, de un material que parecía plastilina y que nunca habíamos visto.

  Nos sentimos descomponer… Y entonces papá, fresco como fruta recién cortada, nos hizo una revelación espantosa:

  -Ahí está el guano. Es el excremento de las aves marinas. Tiene muchísimo “uso industrial”: figúrense que hasta se utiliza como combustible. Y más vale que se acostumbren al olor, porque tengo que dejarlas un buen rato acá, mientras voy a hablar con los muchachos de la fábrica.   

  Y sin hacer caso de los “¡Puah!” de Laura, que se retorcía en el asiento, tapándose la nariz con las dos manos, ni de mis quejosos: “Pero, papito… ¡qué asco!”, nuestro padre acercó el auto al montículo, se bajó, cerró con llave y se marchó lo más campante, a hablar con “los muchachos”.

  Nosotras no sabíamos subir o bajar los vidrios. Nos queríamos morir… Papá había desaparecido dentro de la casilla de la izquierda y de daba señales. Y el ranchito de la derecha parecía vacío.

  De repente, unas siluetas menudas se recortaron junto al médano de “plastilina”. Eran un chico de unos trece o catorce años y dos nenas del tamaño de Laura. Estaban descalzos, despeinados, con unos pantalones arremangados a la altura de la rodilla y unas blusitas de color indefinido. Riéndose mucho, comenzaron a trepar y a deslizarse por la montaña de estiércol, como si se tratara de un tobogán. No lo podíamos creer.

  Al rato, los niños advirtieron nuestra presencia y empezaron a hecernos señas, como invitándonos a jugar. Al no obtener respuesta, las señas se convirtieron en gestos amenazadores. Con horror vimos que, metidos en aquella melaza casi hasta la cintura, comenzaban a amasar unos proyectiles redondos, fabricados con la misma sustancia.

  De la casilla de la izquierda salió un grupo de personas. Eran papá y los muchachos, que se despedían efusivamente. (Papá… ¡qué estómago! Pero… ¡menos mal!).

  Mientras él se subía al auto y arrancábamos, un sulky, guiado por un hombre de gorra y tirado por un caballo escuálido, surgió de atrás de la casilla y se nos emparejó. Los niños corrieron y se treparon al carro. Auto y sulky comenzaron a andar el camino casi al mismo tiempo, pero el auto no tardó en superarlos. Por la ventanilla trasera mirábamos a los pequeños, que se iban alejando por la ruta. Laura les hacía muecas... ¡y el chico le sacaba la lengua!

  -No busques pelea, Laura… -dijo papá, fastidiado- Son los hijos del hombre que junta el guano. Viven acá y están habituados a todo esto.

  Esa noche, mientras Laura dormía, yo, con el inolvidable olor del guano pegado a mis narices (el guano, esa sustancia de desecho, aparentemente inútil y sin embargo, necesaria) no podía dejar de meditar sobre aquel lugar, sobre aquellos niños. Pensaba en todos los chicos que, como nosotras, eran hijos de padres que exponían su vida en el trabajo (¡el hijo del policía, del pescador, del albañil!) y que, desde que tomaban conciencia del peligro, se despedían del papá por las mañanas con el miedo de no volver a verlo. Pero también recordaba a esos pequeños que habían nacido junto a una montaña de estiércol, en ella vivían y allí tendrían que trabajar y morir, porque les había tocado ser los hijos del “guanero”.

  Años más tarde, al plantearle este problema a una amiga que suponía culta, me contestó: “En toda sociedad hay tareas desagradables y alguien las tiene que hacer”:

  ¡Y claro que alguien las tiene que hacer! Pero la cuestión es si a la tarea riesgosa –o asquerosa- la tiene que realizar siempre la misma persona sólo porque “alguien tiene que hacerla”.

  Toda mi niñez y mi adolescencia me pregunté si era lógico. Y hoy, todavía, me planteo si es justo.