jueves, 17 de mayo de 2018

La Hija de la violación.

Por Francisco Andres Flores
Esta es una breve reflexión escrita, hace unos años, con motivo de la recomendación hecha por la corte suprema de justicia sobre los abortos no punibles.  En la actualidad, en que se debate en el mismísimo Congreso de la Nación la legalización del aborto, me pareció oportuno reflotarlo.


Cuando la corte suprema de justicia aprobó el accionar de los que autorizaron el aborto en caso de violación, inevitablemente me vino su rostro a la mente.  No es que yo sea una persona muy sentimental, ni menos aún dada a sentir lástima o pena por historias ajenas e inevitables; pero, en esta maraña de jueces, médicos, abogados, leyes,  interpretaciones y reinterpretaciones, su historia, aquella que pocos conocíamos y muchos no querían recordar, salía nueva
mente a la luz.
Trataré de explicar la historia, aunque tengo varios obstáculos insalvables.  El primero, obvio, es que no puedo mencionar a la protagonista; lo cual corresponde que así sea, por resguardo de su identidad, pero también por mandato legal.  Y por otro lado ese anonimato obligado que le toca en estas líneas se corresponde bastante con la realidad, ya que nuestra pequeña protagonista estuvo un buen tiempo (años) sin recibir su documento nacional de identidad.  Los años anteriores a su consagración como miembro afortunado de nuestra comunidad civil, fue tan sólo un NN (Natalia-Natalia dirían los policías, así que bien podríamos llamarlo “Natalia”).
El otro obstáculo es que tampoco puedo mencionar las instituciones por las que ha pasado, pero pueden ir sabiendo que han sido varias.  “Natalia” nació fruto de la violación sufrida por su madre en una institución psiquiátrica. Luego fue a parar a una institución de guarda de niños expósitos, al estilo de la ex casa cuna local.  Allí, siendo voluntario, pude conocerlo/a.
Al avanzar en edad, llegó el forzoso cambio institucional.   La no resolución de sus temas legales y familiares llevó a que se tarde mucho en otorgarle el estado de adoptabilidad, ese por el cual podría llegar a tener una familia y una luz de esperanza en el tortuoso camino de su breve vida.  Esa dilación no hizo más que dificultar su adopción: sabido es que cuanto más grandes son, más difícil es que los niños sean adoptados. Así pasó a un hogar de menores, y luego a otro especializado en chicos con capacidades especiales, ya que, es necesario mencionarlo, “Natalia” padece (al menos según los especialistas) el famoso y nunca bien especificado “Trastorno Generalizado del Desarrollo”.  Parece tener un retraso madurativo leve, o tal vez algo que aún no se manifestó en su totalidad; pero si le faltaba alguna dificultad a su inserción social, el Estado y sus instituciones se han encargado, para que no queden dudas, de diagnosticar y registrar esa dificultad (y por qué no, tal vez, de generarla).
Parece éste un panorama sombrío, sin espacio para la esperanza, donde el futuro es una incógnita en un laberinto de expedientes y estudios inconclusos. Sin embargo, “Natalia” es una persona como cualquiera de nosotros, o mejor dicho, aún mejor que nosotros: inocente.  Juega como cualquiera de los niños de su edad, ríe, se enoja, extraña, llora, abraza… vive intensamente: sabe que el amor es una flor que no crece en todos los jardines, y se abraza a ella como a un regalo único. No hubo amor en su concepción, y tampoco en algunas etapas de su vida; pero: ¿eso la priva del derecho y la capacidad de dar y recibir amor?  Les aseguro que no. Toda su vida y su mundo son el amor de las personas que la ayudan cotidianamente: enfermeras, auxiliares, voluntarios… Aún en sus limitaciones madurativas, ejerce plenamente, y más que la mayoría de nosotros, su capacidad de amar y ser amado/a. Entonces, sr. presidente, jueces de la suprema corte y legisladores de la Nación: ¿eso no basta como certificado de humanidad? ¿Eso no basta como evidencia de la dignidad enorme e inalienable de cada ser humano, aunque sea débil y pequeño?  
Por eso fue que, cuando conocí el dictamen, pensé inevitablemente en ella y en los niños que, como ella, no eligen cómo y dónde venir al mundo; pero sí, aún en un mundo doloroso e imperfecto, eligen dar y recibir amor.  Estimados jueces y legisladores, deténganse un segundo a contemplar este cuadro: allí donde ustedes se extravían en artículos e interpretaciones, y ponen especificaciones y obstáculos, y pesan y miden la realidad con una balanza ciega... allí mismo late un corazón que les dice, con cada latido, que afortunadamente ustedes se han equivocado; que, al menos para ella, sus decisiones de muerte llegaron tarde; que, en fin, la vida se abre camino y enarbola, con amor, su bandera.
Señores jueces, yo sé que muchos piensan como ustedes: que el aborto legal puede ser una solución rápida y aséptica para evitar situaciones desagradables.  Piensan que eliminando la causa eliminan esas incómodas consecuencias. Pero cometen un error fatal: lo que piensan que es la causa, la vida de los niños en gestación, es en realidad la consecuencia de acciones de adultos; y las causas reales de los problemas no se encuentran en la vida de los niños, sino en la de los adultos: la injusticia, los abusos, la inequidad, la violencia… síntomas graves de un mundo adulto y decrépito que se ensaña con la vida de los niños para no cambiar sus propias y enfermas estructuras.
Señores jueces, legisladores, miembros del ejecutivo y activistas en general, les hago un pedido sincero, sálganse un poco de su pretendido papel de augures de la ley y piensen con honestidad: ¿en virtud de qué derecho o deber pueden ustedes arrogarse la potestad de recomendar, a todo un país, que un niño o niña como “Natalia” no tiene derecho a vivir, amar o ser amado?  Hoy, mirando la sonrisa de esta niña, yo veo el fracaso de vuestra arrogancia y el valor infinito de la vida humana que, aún contra la violencia, el olvido y las leyes injustas, se abre camino.

Hasta aquí el artículo original.  Agrego un dato nuevo: la niña en cuestión ha sido adoptado recientemente y crece feliz en una familia.  El amor y la vida siguen abriéndose camino.

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