martes, 28 de noviembre de 2017

DE LA FE, DEL MAR Y SUS PELIGROS

Nora Pflüger
 Era tan pequeñita que casi no sabía hablar cuando lo vi por primera vez. Grandote, inquieto, verde, se mecía como una hamaca y lloraba como un niño. El mar. Parecía tan tonto y olía tan fuerte que se me figuró un bebé desmesurado que gritaba para que le cambiaran los pañales. Abría su bocaza y gemía: “Maaa… maaa… maaa…”
  -Qué vergüenza.- pensé (los niños piensan más de lo que dicen)-  Tan grandulón, y grita llamando a la mamá…
  Más adelante aprendí que el
mar no era un bebé, sino el nido en que nacimos todos, porque la vida viene del agua, y me familiaricé con aquel gigante en el que me gustaba jugar a perderme, ola va, ola viene, a orillas de la playa infinita de Monte Hermoso. Incluso aquella mañana en que una ola inmensa me tapó, arrastrándome los pies como si me hubiera atrapado con un anzuelo, y por un momento me quedé sorda y vi todo oscuro, y recordé la instrucción de mi madre: “Cuando te agarre una ola, tirá los brazos hacia arriba y pataleá, pataleá, pataleá… el agua del mar te sube”… e hice lo que ella me había dicho, estiré los brazos, pataleé… y en un instante volví a escuchar el rumor de la playa, a ver la luz del cielo y a sentir el flechazo bendito del sol sobre mi cabeza mojada.
  El mar, que nos ha dado la vida y nos acuna, es al mismo tiempo padre y madre. Como a ellos, debemos amarlo, pero también tenerle respeto. En eso pienso ahora que ya no soy niña y las vacaciones junto a él quedaron tan lejos, pero a los argentinos se nos ha perdido un submarino con todos sus tripulantes en aguas de la Patagonia. Hasta me gustaría ir a la costa en que los familiares se agrupan angustiados y preguntarle al mar, directamente, qué lo ha hecho.
 No soy adicta a la televisión, pero he mirado tanta en estos días que estoy mareada. Los mensajes se cruzan, la incertidumbre crece, la fe cristiana se mezcla con el disparate metafísico. Todo el mundo habla y critica a ojo de buen cubero. Suena mi celular: es una señora de mi “cofradía” que dice que una oficial de la nave –única mujer de la tripulación-  lleva en el viaje una imagen de la Virgen de Schönstatt y que seguramente la Virgencita va a obrar un milagro.
 Sí: ojalá… Pero, lamentablemente, yo sé, por haber estudiado en serio nuestra religión, que la Santísima Virgen está facultada, pero no “obligada” a hacer un milagro. Con más dureza, aunque en un tono amable, lo ha dicho el obispo de Mar del Plata: la fe nos da fuerza,  pero no es “magia”.
 No nos engañemos. Por muy bien equipada que esté una embarcación, hacerse a la mar es siempre un riesgo. Creer en Dios, también. La fe no es un seguro de vida. Es más fortaleza que seguridad, más confianza que certidumbre. Es, en las palabras del Apóstol, “garantía de las cosas que no se ven”, es decir… no es garantía de nada, por lo menos en lo que hoy entendemos por esa palabra. Cuando creo en lo que no veo, me estoy arriesgando. “Vos estás tranquila porque tenés fe”, es una de las frases más frecuentes y más estúpidas que tengo que escuchar de mis amigos descreídos, y que sólo tolero porque la costumbre suele venir acompañada por la paciencia.
 Y la fe tampoco excluye hacernos un sinfín de preguntas. Yo me estoy haciendo miles en esta noche de sábado en que sigo pegada como una oruga a la maldita televisión. ¿Serán veraces las informaciones? ¿Puede cualquier objeto desaparecer, como si se hubiera evaporado? Un hombre solo, librado a su instinto de supervivencia ¿sobrevive mejor en medio del mar que una tripulación dotada de todos los recursos? ¿Cómo yo –pececito mínimo- pude salir a la superficie aquella mañana, en el alborotado mar patagónico, y no pudo emerger el submarino?
  Entre las ráfagas del “zapping”, con el que paso de un noticiero a otro sin obtener mayores resultados, vienen a mi memoria, a la deriva, fragmentos de “Titanic”. Sí: esa película morbosa y larguísima que sólo pude aguantar hasta el final una vez, pero con la que la TV nos sigue obsequiando a cada rato por todos los canales, y de la que sólo rescato la expresión juvenil e inocente de Kate Winslet en el momento en que canta junto con los otros pasajeros,  durante el oficio religioso, un himno en el que piden a Dios que los proteja “del mar y sus peligros”.
  Son las once de la noche del sábado 25 de noviembre de 2017 y casi nada se sabe sobre la nave perdida: ni qué pasó, ni cómo fue. Falta todavía para que se conozca públicamente la comunicación que hablaba de ingreso de agua de mar en el submarino. En la pantalla, mis colegas periodistas elaboran teorías y hablan un montón de pavadas: que si las baterías tendrían que haber sido reparadas por aquí o por acullá (hay que ver lo que saben ellos de baterías), que si un negociado, que si Cristina, que si Macri, que si los ingleses nos tiraron con un misil.  Aburrida, apago y me voy a la cama, donde intento tranquilizarme con la certeza –egoísta, pero necesaria para aflojarme un poco- de que estoy en tierra firme, cubierta por una colcha y con los pies calientes. Pero me cuesta dormir. Desde hace varias horas, una palabra rara, que suena a marca de destornilladores –“snorkel” (¿se escribe así?)- gira y se retuerce en mi cabeza. Finalmente, me vence el agotamiento y cierro los ojos para sumergirme en el sueño o la pesadilla de una gigantesca ola de mar que me tapa y me arrastra, camino del abismo, con toda mi infancia adentro.



     

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