jueves, 9 de marzo de 2017

AQUELLOS “BUENOS TIEMPOS” DE JUVENTUD… FUERON TERRIBLES

Nora Pflüger

   Para mucha gente, los recuerdos juveniles son los más hermosos de todos: los amigos, las fiestas de estudiantes, las ilusiones, el primer amor. Para mí, en cambio, las memorias de mi temprana juventud huelen a pólvora, a chamusquina, al tufo acre de los gases lacrimógenos; están asociados al silbido de las balas y al tableteo de las ametralladoras que nos despertaban a mi hermana y a mí, en plena noche, en el dormitorio de nuestra casa de La Plata, cercana al Bosque, y nos permitían distinguir –a nosotras, que nada sabíamos de armamentos-, cuándo tiraban con “FAL” y desde qué lugar lo hacían con un objeto capaz de disparar cientos de municiones por minuto.
   Primero fueron las bombas. Era una seguidilla que comenzaba puntualmente a las once de la noche y no se detení
a (si bien hacía algunos intervalos) hasta la madrugada. Se decía que las colocaban guerrilleros de izquierda, a los que se denominaba indistinta y confusamente  “ERP” o “Montoneros”. Téngase en cuenta que no existían los medios técnicos de comunicación de ahora y los diarios usaban un lenguaje elíptico, en el que “guerrillero” o “delincuente” podía significar lo mismo y en el que en algún período se llegó a cosificar a los detenidos (o abatidos) bajo expresiones como “un femenino y dos masculinos”.
  Luego empezaron los tiroteos. Porque habían surgido, como de la nada, comandos parapoliciales y “justicieros” de “derecha” que tampoco tiraban con pistolitas de juguete. Y ya no podíamos saber quién disparaba los proyectiles ni desde qué ideología hacían estallar los explosivos.
  Que un grupo se atribuyera públicamente, a través de los medios de entonces, la responsabilidad en tal o cual acción, no constituía ninguna garantía de autenticidad.
  Caminábamos en una especie de neblina, en la que nos era muy difícil distinguir quién había hecho esto o aquello otro. Cuando empezaron las detenciones masivas, y a la gente “se la llevaban”, era como si actuaran grupos de enmascarados. Cursar en la Universidad y asistir a las discusiones políticas no nos aclaraba nada: había mil “tendencias” enemigas entre sí y la enemistad llegaba hasta el odio, aunque hacia afuera el estudiantado pareciera conformar un todo compacto.
  En ese clima humano asqueroso, en el que a pesar de todo debíamos cursar materias, dar exámenes, trabajar, salir a la calle cada día y soñar con un mundo mejor, transcurrían nuestras vidas –las vidas de las chicas comunes, como mi hermana y yo-, desde mucho antes del golpe militar del 76. Diría que el golpe sólo colocó la frutilla del postre y dio fuerzas, desde el poder, a uno de los bandos en conflicto. Y los bandos no eran solamente dos. Por eso, cuando hablo aquí de “represores”, no me refiero únicamente al gobierno militar (insisto en que la locura empezó antes) sino también a todos los comandos de justicia por mano propia que andaban dando vueltas.
   “¿Y qué hiciste vos para evitar todo eso, eh? ¿Qué hiciste, eh, qué hiciste?”, me grita, enardecida, una joven universitaria de hoy.
   Aplaudo y celebro que la juventud actual quiera indagar y formarse un criterio sobre aquellos años terribles. Es más: creo que no sólo tiene el derecho, sino la obligación moral de hacerlo. Pero intento que comprendan que no todo puede explicarse como que dos más dos son cuatro, o que de un lado estaban todos los buenos y del otro todos los malos. Y que no merezco que se me castigue con un lapidario “qué hiciste”.
    Me gustaría que por un minuto se colocaran en la piel de quienes contemplamos y padecimos aquel terremoto sin tener elementos para interpretarlo, y pudieran imaginar nuestra impotencia.
   ¿Qué hice? Hice lo que podía hacer una chica de mi edad y condición, en aquella época. Sabía que no podía salir yo sola a la calle a frenar el vendaval, como no se puede detener una tormenta sacando una mano por la ventana y alzando un dedo. Entendía también que la existencia de grupos violentos, en un país como el nuestro, era la consecuencia de un largo proceso de deterioro e injusticia social, y que nuestras clases gobernantes, en lugar de combatir la causa, se ponían empecinadamente a perseguir a los protagonistas y a las víctimas de la consecuencia. El Magisterio de la Iglesia decía, desde hacía rato, que el que deseaba la paz debía promover la justicia. ¿Qué hice, me preguntan? Me conecté con una Parroquia, traté de profundizar mi fe, empecé a ayudar a un barrio carenciado… Intenté mejorar la sociedad, desde mi humilde rincón de hormiguita. Durante bastante tiempo acompañé a una religiosa de las Hijas de la Cruz, la Hermana Hortensia, a dar catequesis de Confirmación a las niñas de una villa. Cuando nos internábamos en las calles de tierra, bajo el sol o la lluvia, la Hermana marchaba decidida y al frente, con todo su coraje de monja, y yo iba atrás, pegada a sus botines, con toda mi pavura de estudiante, porque no sabía en qué momento un grupo de “izquierda” copaba la villa o un grupo de “represión” nos alzaba de los pelos a la monja y a mí, para arrastrarnos a la tortura y a la muerte…
   Claro está que con el golpe militar las cosas se complicaron más y hubo que inhibir mucha tarea religiosa y social. En la Arquidiócesis de La Plata (créanlo) llegó a estar mal visto cantar el “Magnificat” porque dice: “Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes”.
   ¿Cómo se desató la locura final? Años más tarde he leído, en algunas interpretaciones de esta historia, que los dirigentes de la “izquierda revolucionaria nacional” (por denominarla de alguna forma) eran inteligentes e instruidos, pero padecían, como muchos intelectuales, de cierta falta de sentido de la realidad y de las proporciones, al punto de no darse cuenta de su inferioridad bélica frente al enemigo. Un sector resolvió seguir luchando demencialmente cuando la batalla ya estaba perdida y precipitó a los otros a la muerte. Y que por su parte, los represores proclamaban defender  valores, pero a la hora de actuar, se dejaron arrastrar por una verdadera PARANOIA.
    Hago una salvedad: algunos amigos de juventud con los que converso estos temas, me han hecho notar que entre los enviados a “reprimir”, sobre todo cuando ocurrían ataques a los cuarteles, hubo chicos que estaban haciendo la conscripción y que murieron en esas operaciones. Y que aunque no se los mencione hoy, tal vez por no ser políticamente correcto,  sus familias tienen tanto derecho como las demás a llorar por sus hijos. 
   Pero de una manera o de otra, lo que sentimos en aquel momento los ciudadanos comunes, los que no teníamos acceso a una información directa, fue que la tierra temblaba. Hay quienes pretenden hoy  hacer una lectura cartesiana de aquellos acontecimientos, como si se hubiera tratado de una partida de ajedrez, con reglas de juego, con todas las piezas bien ubicadas, las blancas de un lado y las negras del otro. Lo que se produjo, en realidad, fue UN CAOS. Las fuerzas represivas, tanto estatales como cuentapropistas, arremetieron con la potencia de un tanque australiano, pero en el mayor desorden, contra cualquier bicho que se moviera,  y junto con la guerrilla, cayeron estudiantes que habían militado en política pero ya no lo hacían más, jóvenes a los que la represión “confundió” con un primo o un vecino y que a pesar de las protestas fueron llevados igual, maestras, catequistas, curas (y no necesariamente del Tercer Mundo), monjas…
   Porque es muy útil que las nuevas generaciones sepan que hubo también una Iglesia perseguida, no sólo eclesiásticos que miraron para otro lado. Y menciono sólo algunos ejemplos, que me tocaron de cerca. En la irreprochable revista católica “Familia Cristiana” con la que colaboré un tiempo, hubo un punto en que la directora, que era una religiosa de la congregación de las Hermanas Paulinas, y el jefe de redacción, se vieron obligados escapar del país. Y en la Parroquia de San Patricio, del barrio de Belgrano, ocurrió la masacre de tres sacerdotes de la Sociedad de los Padres Palotinos -grupo religioso vinculado históricamente al Movimiento de Schönstatt-, y de un seminarista, porque “se los confundieron”  (miren ustedes qué linda disculpa) con otro seminarista que esa noche no estaba. Entretanto, en Bahía Blanca, a uno de mis tíos, casado con una prima hermana de mi padre y católico de Misa diaria, sin la menor vinculación con la política, “se lo llevaron” porque trabajaba en Telefónica y temían que por alguna línea secreta les suministrara datos a los subversivos. Al tiempo lo liberaron, pero mi tía, su esposa, muy delicada de salud, pasó tanta angustia con el cautiverio de su marido que se le declaró un cáncer, del que falleció poco después.
   Al pensionado universitario católico que había a la vuelta de mi casa, donde en un tiempo había residido un estudiante muy involucrado con la política pesada, pero donde no todos se habían metido en lo mismo, llegó una “escoba” que barrió a tirios y troyanos… No quedó títere con cabeza.
  De mis compañeros de Facultad que también fueron “barridos” recuerdo a Luis, callado y estudioso, afable y de una espontánea generosidad. Sin ser practicante, era católico por formación familiar y por haber cursado la secundaria en un colegio religioso. No lo estoy “reinvindicando para la Iglesia”: ya he dicho que no era practicante, pero sí, en mi opinión, un buen cristiano en sus sentimientos. Como universitario había militado en una agrupación política pero ya no lo estaba haciendo cuando una noche lo arrancaron de la modesta pieza de pensión en que dormía, lo condujeron a un descampado, lo acribillaron a balazos y dejaron su cuerpo abandonado junto a un conocido arroyo, en uno de los lugares más pútridos y oscuros de las afueras de La Plata.
  Otro recuerdo: Ana. Era una chica sana y alegre, de limpios ojos azules, con quien compartimos algunos años en la Juventud de Schönstatt. Ana ayudaba a un barrio pobre de una localidad del Gran Buenos Aires y alguna vez la acompañé, y tengo presentes nuestras conversaciones de la noche anterior, por teléfono, porque yo, nerviosa y precipitada, me hacía un lío sobre cómo debíamos tomar el tren y dónde bajarnos, etc., y ella, dulce y paciente, me iba explicando de a poquito cada uno de los detalles y tranquilizándome.
   No sé si por lo del barrio, o por haber estudiado con una compañera que militaba, pero un  día a Ana también “se la llevaron” y si bien fue liberada, pudo sobrevivir a la detención  pero no a la memoria de lo acontecido. A poco de regresar, su cuerpo manifestó un cáncer a los ganglios –desencadenado, según los médicos, por la horrible experiencia- y murió unos meses más tarde.
   “Bueno, pero a vos no te pasó nada ¿no?” insiste la estudiante actual. “¿O acaso te pasó algo, eh?”
  ¿Sabés lo que me pasó, querida? Que como si no fuera poco, en plena juventud, tener que encerrarme en casa a las nueve de la noche, no poder ir ni a la panadería sin llevar documento, vivir en un país en que a cada rato se suspendían las garantías constitucionales y saltábamos en media hora del toque de queda al estado de sitio, temerle a todo el mundo porque nunca se sabía quién era el enemigo, como si no fuera poco todo eso… además, durante años, me siguió un “caminador”.
  “¿Qué es un ‘caminador’?”, pregunta la jovencita, desconfiada.
  Yo te voy a explicar enseguida, querida mía,  lo que es un “caminador”. Se trata de un individuo de los servicios de inteligencia que, no bien salís de tu domicilio, comienza a seguirte caminando, a seis metros de distancia, no te pierde pisada, te vigila todo el día y a veces hasta monta guardia de noche en la vereda de tu casa, detrás de un árbol. No se identifica, no te mira a los ojos y no te deja ni a sol ni a sombra.
  El mío era un morochito petiso y flaquito, de tez verdosa, anteojos negros y un impecable traje gris. Para mis adentros lo bauticé “Pepe Grillo”.
  -¿No estará enamorado?- sugería mi madre, con la mayor ingenuidad, cuando yo comentaba el asunto en familia.
   Enamorado o no, el caso es que me dediqué a aburrirlo bastante. El sujeto, siempre a prudente distancia, se tuvo que tragar miles de Misas de domingo y de día de semana, horas de  Adoración en el Santuario de Schönstatt, rezos del Rosario al aire libre bajo una lluvia torrencial y otros interesantísimos eventos.
   A veces, para darle bronca, lo hacía correr… Comenzaba a caminar  a toda velocidad y de pronto, me lanzaba a la disparada, con mis largas piernas de chica joven… y ahí aceleraba Pepe Grillo, con sus patitas cortonas, tratando inútilmente de seguirme el tranco y resbalándose en el embaldosado traicionero de las espantosas veredas de La Plata.
   Bromas aparte, el tipo era una desgracia. Yo no podía salir con un chico, ni tener un novio, ni nada. ¿Qué explicación le iba a dar a un candidato sobre ese marciano de cara verde, pero hombre al fin, que me seguía a todas partes y que donde me detuviese, se quedaba espiándome detrás de un árbol? ¿Qué le iba a decir? ¿Que era un primo segundo? ¿Quién me creería?
  ¿Es acaso normal vivir así, en medio de tantos horrores, escoltada además por una especie de guardaespaldas que una no ha solicitado y que se aparece sin aviso?
   Está bien: salvé la vida, tal vez por no haber tenido nunca militancia política, por mi perfil bajo o porque Pepe Grillo no encontró nada que decir de mi insignificante persona. Pero a un costo emocional muy alto.
   Más allá de toda ideología, a la Argentina le sigue haciendo falta un Frantz Fanon, el psiquiatra que estudió las secuelas mentales de la guerra de Argelia, para darle expresión al trauma psicológico de los sobrevivientes. Porque me doy cuenta de que yo tengo vocabulario para hablar de las muertes: que puedo decir, o no, “injusticia”, “genocidio”, “crimen de lesa humanidad”.  Pero no sé cómo nombrar a este miedo metido en la carne y a esta nostalgia tan triste con los que he tenido que seguir viviendo. No sé cómo explicarles a los que hacen una lectura en términos de “ideología” y de “relato” que hay dolores que están más allá de esas palabras y que a veces daría cualquier cosa para poder, siquiera un instante, volver a ver la sonrisa bondadosa de Luis o escuchar la voz dulce de Ana en el teléfono. A quién le importa el sufrimiento de un microbio como yo… Y hasta tengo la tentación de darles la razón a esos médicos peligrosísimos que opinan que, en estos casos, antes que la memoria, es más misericordiosa la amnesia.

                                         

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