Nora Pflüger
Para mucha gente, los recuerdos juveniles son
los más hermosos de todos: los amigos, las fiestas de estudiantes, las
ilusiones, el primer amor. Para mí, en cambio, las memorias de mi temprana
juventud huelen a pólvora, a chamusquina, al tufo acre de los gases
lacrimógenos; están asociados al silbido de las balas y al tableteo de las
ametralladoras que nos despertaban a mi hermana y a mí, en plena noche, en el
dormitorio de nuestra casa de La Plata, cercana al Bosque, y nos permitían
distinguir –a nosotras, que nada sabíamos de armamentos-, cuándo tiraban con
“FAL” y desde qué lugar lo hacían con un objeto capaz de disparar cientos de
municiones por minuto.
Primero fueron las
bombas. Era una seguidilla que comenzaba puntualmente a las once de la noche y no
se detení
a (si bien hacía algunos intervalos) hasta la madrugada. Se decía que las colocaban guerrilleros de izquierda, a los que se denominaba indistinta y confusamente “ERP” o “Montoneros”. Téngase en cuenta que no existían los medios técnicos de comunicación de ahora y los diarios usaban un lenguaje elíptico, en el que “guerrillero” o “delincuente” podía significar lo mismo y en el que en algún período se llegó a cosificar a los detenidos (o abatidos) bajo expresiones como “un femenino y dos masculinos”.
a (si bien hacía algunos intervalos) hasta la madrugada. Se decía que las colocaban guerrilleros de izquierda, a los que se denominaba indistinta y confusamente “ERP” o “Montoneros”. Téngase en cuenta que no existían los medios técnicos de comunicación de ahora y los diarios usaban un lenguaje elíptico, en el que “guerrillero” o “delincuente” podía significar lo mismo y en el que en algún período se llegó a cosificar a los detenidos (o abatidos) bajo expresiones como “un femenino y dos masculinos”.
Luego empezaron los
tiroteos. Porque habían surgido, como de la nada, comandos parapoliciales y
“justicieros” de “derecha” que tampoco tiraban con pistolitas de juguete. Y ya
no podíamos saber quién disparaba los proyectiles ni desde qué ideología hacían
estallar los explosivos.
Que un grupo se
atribuyera públicamente, a través de los medios de entonces, la responsabilidad
en tal o cual acción, no constituía ninguna garantía de autenticidad.
Caminábamos en una
especie de neblina, en la que nos era muy difícil distinguir quién había hecho
esto o aquello otro. Cuando empezaron las detenciones masivas, y a la gente “se
la llevaban”, era como si actuaran grupos de enmascarados. Cursar en la
Universidad y asistir a las discusiones políticas no nos aclaraba nada: había
mil “tendencias” enemigas entre sí y la enemistad llegaba hasta el odio, aunque
hacia afuera el estudiantado pareciera conformar un todo compacto.
En ese clima humano
asqueroso, en el que a pesar de todo debíamos cursar materias, dar exámenes,
trabajar, salir a la calle cada día y soñar con un mundo mejor, transcurrían
nuestras vidas –las vidas de las chicas comunes, como mi hermana y yo-, desde
mucho antes del golpe militar del 76. Diría que el golpe sólo colocó la
frutilla del postre y dio fuerzas, desde el poder, a uno de los bandos en
conflicto. Y los bandos no eran solamente dos. Por eso, cuando hablo aquí de “represores”,
no me refiero únicamente al gobierno militar (insisto en que la locura empezó
antes) sino también a todos los comandos de justicia por mano propia que
andaban dando vueltas.
“¿Y qué hiciste
vos para evitar todo eso, eh? ¿Qué hiciste, eh, qué hiciste?”, me grita, enardecida,
una joven universitaria de hoy.
Aplaudo y celebro
que la juventud actual quiera indagar y formarse un criterio sobre aquellos
años terribles. Es más: creo que no sólo tiene el derecho, sino la obligación
moral de hacerlo. Pero intento que comprendan que no todo puede explicarse como
que dos más dos son cuatro, o que de un lado estaban todos los buenos y del
otro todos los malos. Y que no merezco que se me castigue con un lapidario “qué
hiciste”.
Me gustaría que
por un minuto se colocaran en la piel de quienes contemplamos y padecimos aquel
terremoto sin tener elementos para interpretarlo, y pudieran imaginar nuestra
impotencia.
¿Qué hice? Hice lo
que podía hacer una chica de mi edad y condición, en aquella época. Sabía que
no podía salir yo sola a la calle a frenar el vendaval, como no se puede
detener una tormenta sacando una mano por la ventana y alzando un dedo.
Entendía también que la existencia de grupos violentos, en un país como el
nuestro, era la consecuencia de un largo proceso de deterioro e injusticia social,
y que nuestras clases gobernantes, en lugar de combatir la causa, se ponían
empecinadamente a perseguir a los protagonistas y a las víctimas de la
consecuencia. El Magisterio de la Iglesia decía, desde hacía rato, que el que
deseaba la paz debía promover la justicia. ¿Qué hice, me preguntan? Me conecté
con una Parroquia, traté de profundizar mi fe, empecé a ayudar a un barrio
carenciado… Intenté mejorar la sociedad, desde mi humilde rincón de hormiguita.
Durante bastante tiempo acompañé a una religiosa de las Hijas de la Cruz, la
Hermana Hortensia, a dar catequesis de Confirmación a las niñas de una villa.
Cuando nos internábamos en las calles de tierra, bajo el sol o la lluvia, la
Hermana marchaba decidida y al frente, con todo su coraje de monja, y yo iba
atrás, pegada a sus botines, con toda mi pavura de estudiante, porque no sabía
en qué momento un grupo de “izquierda” copaba la villa o un grupo de
“represión” nos alzaba de los pelos a la monja y a mí, para arrastrarnos a la
tortura y a la muerte…
Claro está que con
el golpe militar las cosas se complicaron más y hubo que inhibir mucha tarea
religiosa y social. En la Arquidiócesis de La Plata (créanlo) llegó a estar mal
visto cantar el “Magnificat” porque dice: “Derribó a los potentados de sus
tronos y exaltó a los humildes”.
¿Cómo se desató la locura final? Años más
tarde he leído, en algunas interpretaciones de esta historia, que los
dirigentes de la “izquierda revolucionaria nacional” (por denominarla de alguna
forma) eran inteligentes e instruidos, pero padecían, como muchos
intelectuales, de cierta falta de sentido de la realidad y de las proporciones,
al punto de no darse cuenta de su inferioridad bélica frente al enemigo. Un
sector resolvió seguir luchando demencialmente cuando la batalla ya estaba
perdida y precipitó a los otros a la muerte. Y que por su parte, los represores
proclamaban defender valores, pero a la
hora de actuar, se dejaron arrastrar por una verdadera PARANOIA.
Hago una salvedad:
algunos amigos de juventud con los que converso estos temas, me han hecho notar
que entre los enviados a “reprimir”, sobre todo cuando ocurrían ataques a los
cuarteles, hubo chicos que estaban haciendo la conscripción y que murieron en
esas operaciones. Y que aunque no se los mencione hoy, tal vez por no ser políticamente
correcto, sus familias tienen tanto
derecho como las demás a llorar por sus hijos.
Pero de una manera
o de otra, lo que sentimos en aquel momento los ciudadanos comunes, los que no
teníamos acceso a una información directa, fue que la tierra temblaba. Hay
quienes pretenden hoy hacer una lectura
cartesiana de aquellos acontecimientos, como si se hubiera tratado de una
partida de ajedrez, con reglas de juego, con todas las piezas bien ubicadas,
las blancas de un lado y las negras del otro. Lo que se produjo, en realidad,
fue UN CAOS. Las fuerzas represivas, tanto estatales como cuentapropistas,
arremetieron con la potencia de un tanque australiano, pero en el mayor
desorden, contra cualquier bicho que se moviera, y junto con la guerrilla, cayeron estudiantes
que habían militado en política pero ya no lo hacían más, jóvenes a los que la
represión “confundió” con un primo o un vecino y que a pesar de las protestas
fueron llevados igual, maestras, catequistas, curas (y no necesariamente del
Tercer Mundo), monjas…
Porque es muy útil
que las nuevas generaciones sepan que hubo también una Iglesia perseguida, no
sólo eclesiásticos que miraron para otro lado. Y menciono sólo algunos
ejemplos, que me tocaron de cerca. En la irreprochable revista católica
“Familia Cristiana” con la que colaboré un tiempo, hubo un punto en que la
directora, que era una religiosa de la congregación de las Hermanas Paulinas, y
el jefe de redacción, se vieron obligados escapar del país. Y en la Parroquia
de San Patricio, del barrio de Belgrano, ocurrió la masacre de tres sacerdotes de
la Sociedad de los Padres Palotinos -grupo religioso vinculado históricamente
al Movimiento de Schönstatt-, y de un seminarista, porque “se los confundieron”
(miren ustedes qué linda disculpa) con
otro seminarista que esa noche no estaba. Entretanto, en Bahía Blanca, a uno de
mis tíos, casado con una prima hermana de mi padre y católico de Misa diaria,
sin la menor vinculación con la política, “se lo llevaron” porque trabajaba en
Telefónica y temían que por alguna línea secreta les suministrara datos a los
subversivos. Al tiempo lo liberaron, pero mi tía, su esposa, muy delicada de
salud, pasó tanta angustia con el cautiverio de su marido que se le declaró un
cáncer, del que falleció poco después.
Al pensionado
universitario católico que había a la vuelta de mi casa, donde en un tiempo
había residido un estudiante muy involucrado con la política pesada, pero donde
no todos se habían metido en lo mismo, llegó una “escoba” que barrió a tirios y
troyanos… No quedó títere con cabeza.
De mis compañeros
de Facultad que también fueron “barridos” recuerdo a Luis, callado y estudioso,
afable y de una espontánea generosidad. Sin ser practicante, era católico por
formación familiar y por haber cursado la secundaria en un colegio religioso.
No lo estoy “reinvindicando para la Iglesia”: ya he dicho que no era
practicante, pero sí, en mi opinión, un buen cristiano en sus sentimientos.
Como universitario había militado en una agrupación política pero ya no lo
estaba haciendo cuando una noche lo arrancaron de la modesta pieza de pensión
en que dormía, lo condujeron a un descampado, lo acribillaron a balazos y
dejaron su cuerpo abandonado junto a un conocido arroyo, en uno de los lugares
más pútridos y oscuros de las afueras de La Plata.
Otro recuerdo: Ana.
Era una chica sana y alegre, de limpios ojos azules, con quien compartimos
algunos años en la Juventud de Schönstatt. Ana ayudaba a un barrio pobre de una
localidad del Gran Buenos Aires y alguna vez la acompañé, y tengo presentes
nuestras conversaciones de la noche anterior, por teléfono, porque yo, nerviosa
y precipitada, me hacía un lío sobre cómo debíamos tomar el tren y dónde
bajarnos, etc., y ella, dulce y paciente, me iba explicando de a poquito cada
uno de los detalles y tranquilizándome.
No sé si por lo
del barrio, o por haber estudiado con una compañera que militaba, pero un día a Ana también “se la llevaron” y si bien
fue liberada, pudo sobrevivir a la detención pero no a la memoria de lo acontecido. A poco
de regresar, su cuerpo manifestó un cáncer a los ganglios –desencadenado, según
los médicos, por la horrible experiencia- y murió unos meses más tarde.
“Bueno, pero a vos
no te pasó nada ¿no?” insiste la estudiante actual. “¿O acaso te pasó algo,
eh?”
¿Sabés lo que me
pasó, querida? Que como si no fuera poco, en plena juventud, tener que
encerrarme en casa a las nueve de la noche, no poder ir ni a la panadería sin
llevar documento, vivir en un país en que a cada rato se suspendían las garantías
constitucionales y saltábamos en media hora del toque de queda al estado de
sitio, temerle a todo el mundo porque nunca se sabía quién era el enemigo, como
si no fuera poco todo eso… además, durante años, me siguió un “caminador”.
“¿Qué es un
‘caminador’?”, pregunta la jovencita, desconfiada.
Yo te voy a
explicar enseguida, querida mía, lo que
es un “caminador”. Se trata de un individuo de los servicios de inteligencia
que, no bien salís de tu domicilio, comienza a seguirte caminando, a seis
metros de distancia, no te pierde pisada, te vigila todo el día y a veces hasta
monta guardia de noche en la vereda de tu casa, detrás de un árbol. No se
identifica, no te mira a los ojos y no te deja ni a sol ni a sombra.
El mío era un morochito
petiso y flaquito, de tez verdosa, anteojos negros y un impecable traje gris.
Para mis adentros lo bauticé “Pepe Grillo”.
-¿No estará
enamorado?- sugería mi madre, con la mayor ingenuidad, cuando yo comentaba el
asunto en familia.
Enamorado o no, el
caso es que me dediqué a aburrirlo bastante. El sujeto, siempre a prudente
distancia, se tuvo que tragar miles de Misas de domingo y de día de semana,
horas de Adoración en el Santuario de
Schönstatt, rezos del Rosario al aire libre bajo una lluvia torrencial y otros
interesantísimos eventos.
A veces, para
darle bronca, lo hacía correr… Comenzaba a caminar a toda velocidad y de pronto, me lanzaba a la
disparada, con mis largas piernas de chica joven… y ahí aceleraba Pepe Grillo,
con sus patitas cortonas, tratando inútilmente de seguirme el tranco y
resbalándose en el embaldosado traicionero de las espantosas veredas de La
Plata.
Bromas aparte, el
tipo era una desgracia. Yo no podía salir con un chico, ni tener un novio, ni
nada. ¿Qué explicación le iba a dar a un candidato sobre ese marciano de cara
verde, pero hombre al fin, que me seguía a todas partes y que donde me
detuviese, se quedaba espiándome detrás de un árbol? ¿Qué le iba a decir? ¿Que
era un primo segundo? ¿Quién me creería?
¿Es acaso normal
vivir así, en medio de tantos horrores, escoltada además por una especie de
guardaespaldas que una no ha solicitado y que se aparece sin aviso?
Está bien: salvé
la vida, tal vez por no haber tenido nunca militancia política, por mi perfil
bajo o porque Pepe Grillo no encontró nada que decir de mi insignificante
persona. Pero a un costo emocional muy alto.
Más allá de toda
ideología, a la Argentina le sigue haciendo falta un Frantz Fanon, el
psiquiatra que estudió las secuelas mentales de la guerra de Argelia, para
darle expresión al trauma psicológico de los sobrevivientes. Porque me doy
cuenta de que yo tengo vocabulario para hablar de las muertes: que puedo decir,
o no, “injusticia”, “genocidio”, “crimen de lesa humanidad”. Pero no sé cómo nombrar a este miedo metido
en la carne y a esta nostalgia tan triste con los que he tenido que seguir
viviendo. No sé cómo explicarles a los que hacen una lectura en términos de
“ideología” y de “relato” que hay dolores que están más allá de esas palabras y
que a veces daría cualquier cosa para poder, siquiera un instante, volver a ver
la sonrisa bondadosa de Luis o escuchar la voz dulce de Ana en el teléfono. A
quién le importa el sufrimiento de un microbio como yo… Y hasta tengo la
tentación de darles la razón a esos médicos peligrosísimos que opinan que, en
estos casos, antes que la memoria, es más misericordiosa la amnesia.
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