Nora Pflüger
La inseguridad nos enseña a estar
prevenidos. La verdad, aunque duela, aclara la mente. Pero el miedo inhibe y
entorpece.
En mi
segundo año de escuela primaria en un colegio supercatólic
o, tuve una maestra
morbosa. De entrada nomás, nos hizo aprender un poema en el que se decía que
cada vez que derramábamos una gota de tinta sobre el cuaderno estábamos
“asesinando” a una palabra: “…que es una palabra muerta / cada manchita de
tinta” (sic). La señorita lo recitaba ahuecando la voz cuando llegaba al
término “muerta”. Cualquier gesto de rebeldía o indisciplina era considerado
por ella “pecado mortal” (de más está decir que desde el primer día, yo estuve
directamente condenada al infierno).
Por
fortuna, no pude participar de la clase la tarde en que representó, con unos
muñequitos, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Un sofocón de tos alérgica
me tumbó en la cama y me salvó -¡la Naturaleza es sabia!- de presenciar un
espectáculo horrible. Me enteré después, cuando trascendieron las
consecuencias. En lugar de explicar con delicadeza a las niñas el amor de
Jesús, que llegó al extremo de entregar la vida por nosotros, aquel incordio de
docente se mandó una novela de terror: gritos de espanto de las santas mujeres,
aullidos del populacho, la voz de ogro de Poncio Pilato y los ayes del
moribundo. Y para colmo, la completó diciendo que lo mismo le podía suceder a
cualquiera de nosotras “en cualquier momento”.
En lo
que quedaba de la semana, el zaguán del colegio y el despacho de la Directora
se llenaron con las protestas de las madres que acudían indignadas porque sus
hijas no podían dormir, lloraban toda la noche y algunas hasta alucinaban.
De lo
que no me salvé, algunos años después (yo estaría entre quinto y sexto grado,
pero era todavía muy sensible) fue de escuchar una conversación que me puso todos los pelos de
punta. Fue en la cocina de una de las casas que mi familia compartía con otros
parientes durante el verano. Era la hora del mate cocido con leche, mis tías
parloteaban, y yo hojeaba una revista en la que acababa de llamarme la atención
un artículo sobre la niña Ana Frank, encabezado por una de sus fotos más
difundidas, en la que se la ve sentada frente a un escritorio, con vestimenta
de escolar, sonriendo y con ademán de comenzar a escribir. El tonto del
articulista estaba produciéndome una sensación fea y confusa, porque parecía
transformar a Ana, de preadolescente escondida con sus familiares a causa de
una persecución, en una criatura prácticamente emparedada por su propio padre. Y
en eso una de mis tías, sin largar la bombilla del mate cocido, empezó a contar
que para vengarse de lo de Ana, un tiempo atrás unos judíos habían entrado en
la Argentina y se habían llevado a “un alemán”, y que ahora “todos” los judíos
iban a venir para llevarse a “todos” los alemanes que encontraran en la
Argentina.
Se
trataba seguramente del caso del nazi Eichmann, pero narrado de una manera que
parecía una conversación telefónica con interferencias en la línea.
Conviene aclarar que mi familia procedía de un interesante cruce de
etnias muy diversas, que podrían haber producido una descendencia bastante más
ecuménica. Mi padre era nieto de alemanes por vía paterna y de franceses
mezclados con la tribu mestiza de Cipriano Catriel por su madre. Por las
mañanas le gustaba levantarse temprano y prepararse el mate mientras escuchaba
por Radio Provincia el programa flolklórico “Mañanitas camperas”.
Mis
abuelos maternos también diferían: ella era vasca; él procedía probablemente de un antiguo linaje italiano de
“conversos”. Mi abuelo Juan era un caballero al estilo de los del Renacimiento:
bautizaba a sus hijos, daba el diezmo a la Iglesia, pero en la intimidad,
mantenía ciertas costumbres de alimentación e higiene y practicaba algunas
abluciones que podían arrojar sospechas sobre sus antepasados.
Esa
espantosa “mezcla de sangres” (así me decían algunos, como si a la sangre no la
tuviéramos todos del mismo color), jamás me había preocupado, a pesar de que la
TV de entonces abusaba de luchas entre blancos “buenos” e indios “malos” y de películas baratas sobre Hitler y los
nazis, filmadas para que los jóvenes las pudieran digerir comiendo pochoclo y
para asustar a los chicos que no querían tomar la sopa. Sabía que una familia
está unida en valores y afectos que van más allá de la sangre.
Pero en
ese momento, aquella conversación me descompuso. Percibía muy bien que para la
pochoclera, crónica e incurable tilinguería argentina, mi pobre viejo, a pesar
de todas las lanzas de Catriel colgadas de su árbol genealógico y de su mate en
la mano, era “un alemán”. También me inquieté por mi madre, quien me había
contado que de niña, a pesar de ser una chica destacada de la Acción Católica,
había sufrido burlas en el colegio por sus anteojos, su cabello enrulado y su
tipo presuntamente hebreo.
Comencé
a pasar unas noches terribles y a tener unas pesadillas atroces: en unas, yo
era una niña judía perseguida por los alemanes; en otras, era una niña alemana
perseguida por los judíos. En el instante en que los unos o los otros estaban
por atraparme, empezaba a gritar y me despertaba. Entonces mi pobre madre
acudía a mi lado, y sin entender la causa de mis terrores (yo no me animaba a
confiársela) se quedaba tomándome de la mano y hablándome con dulzura hasta que
el sueño me vencía.
Tardé
mucho tiempo en superar totalmente esa crisis.
Siento
una gran simpatía por Ana Frank, sobre todo desde que más adelante leí su
Diario y pude admirar su coraje, su lucidez y su desprejuiciado sentido del
humor. Me unen a ella muchas cosas. Pero creo que no le hace ningún bien a su
causa convertir su legado en una historia de fantasmas y de niñas “emparedadas”
para asustar a los chicos por la noche.
También hay que tener cuidado con todo lo que se habla delante de los
niños. Y no porque los chicos no deban conocer la verdad de la Historia, sino
porque se les debe trasmitir conforme a la edad y a la sensibilidad de cada
uno. La verdad fortalece; el miedo inhibe y atonta.
Y por
favor, comuniquemos la versión correcta de los hechos. No juguemos al teléfono
descompuesto, que tergiversa el sentido de los acontecimientos… Porque el valor
infinito de la Pasión Salvadora de Cristo no se mide por los litros de sangre
que derramó en la Cruz. Y porque una cosa es hacer tomar conciencia a un chico
de la maldad de las guerras y los genocidios, y otra, aterrorizarlo de un modo
estúpido e inútil. He oído a gente decir que hay que mortificar a algunos niños
para que “aprendan” lo que otros han debido padecer. Que me llamen como
quieran, pero yo me rebelo contra esa mentalidad perversa y degenerada. Nunca
el sufrimiento de una criatura puede ser justificación para enloquecer a otra.
A la
“Declaración universal de los derechos del niño” habría que agregarle una
afirmación fundamental: TODO NIÑO TIENE DERECHO A CRECER SIN MIEDO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario