miércoles, 8 de febrero de 2017

¿INSEGURIDAD? ¡CUIDADO CON EL MIEDO!

 Nora Pflüger


   La inseguridad nos enseña a estar prevenidos. La verdad, aunque duela, aclara la mente. Pero el miedo inhibe y entorpece.

  En mi segundo año de escuela primaria en un colegio supercatólic
o, tuve una maestra morbosa. De entrada nomás, nos hizo aprender un poema en el que se decía que cada vez que derramábamos una gota de tinta sobre el cuaderno estábamos “asesinando” a una palabra: “…que es una palabra muerta / cada manchita de tinta” (sic). La señorita lo recitaba ahuecando la voz cuando llegaba al término “muerta”. Cualquier gesto de rebeldía o indisciplina era considerado por ella “pecado mortal” (de más está decir que desde el primer día, yo estuve directamente condenada al infie
rno).
  Por fortuna, no pude participar de la clase la tarde en que representó, con unos muñequitos, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Un sofocón de tos alérgica me tumbó en la cama y me salvó -¡la Naturaleza es sabia!- de presenciar un espectáculo horrible. Me enteré después, cuando trascendieron las consecuencias. En lugar de explicar con delicadeza a las niñas el amor de Jesús, que llegó al extremo de entregar la vida por nosotros, aquel incordio de docente se mandó una novela de terror: gritos de espanto de las santas mujeres, aullidos del populacho, la voz de ogro de Poncio Pilato y los ayes del moribundo. Y para colmo, la completó diciendo que lo mismo le podía suceder a cualquiera de nosotras “en cualquier momento”.
  En lo que quedaba de la semana, el zaguán del colegio y el despacho de la Directora se llenaron con las protestas de las madres que acudían indignadas porque sus hijas no podían dormir, lloraban toda la noche y algunas hasta alucinaban.
  De lo que no me salvé, algunos años después (yo estaría entre quinto y sexto grado, pero era todavía muy sensible) fue de escuchar una  conversación que me puso todos los pelos de punta. Fue en la cocina de una de las casas que mi familia compartía con otros parientes durante el verano. Era la hora del mate cocido con leche, mis tías parloteaban, y yo hojeaba una revista en la que acababa de llamarme la atención un artículo sobre la niña Ana Frank, encabezado por una de sus fotos más difundidas, en la que se la ve sentada frente a un escritorio, con vestimenta de escolar, sonriendo y con ademán de comenzar a escribir. El tonto del articulista estaba produciéndome una sensación fea y confusa, porque parecía transformar a Ana, de preadolescente escondida con sus familiares a causa de una persecución, en una criatura prácticamente emparedada por su propio padre. Y en eso una de mis tías, sin largar la bombilla del mate cocido, empezó a contar que para vengarse de lo de Ana, un tiempo atrás unos judíos habían entrado en la Argentina y se habían llevado a “un alemán”, y que ahora “todos” los judíos iban a venir para llevarse a “todos” los alemanes que encontraran en la Argentina.
   Se trataba seguramente del caso del nazi Eichmann, pero narrado de una manera que parecía una conversación telefónica con interferencias en la línea.
   Conviene aclarar que mi familia procedía de un interesante cruce de etnias muy diversas, que podrían haber producido una descendencia bastante más ecuménica. Mi padre era nieto de alemanes por vía paterna y de franceses mezclados con la tribu mestiza de Cipriano Catriel por su madre. Por las mañanas le gustaba levantarse temprano y prepararse el mate mientras escuchaba por Radio Provincia el programa flolklórico “Mañanitas camperas”.
   Mis abuelos maternos también diferían: ella era vasca; él procedía  probablemente de un antiguo linaje italiano de “conversos”. Mi abuelo Juan era un caballero al estilo de los del Renacimiento: bautizaba a sus hijos, daba el diezmo a la Iglesia, pero en la intimidad, mantenía ciertas costumbres de alimentación e higiene y practicaba algunas abluciones que podían arrojar sospechas sobre sus antepasados.
   Esa espantosa “mezcla de sangres” (así me decían algunos, como si a la sangre no la tuviéramos todos del mismo color), jamás me había preocupado, a pesar de que la TV de entonces abusaba de luchas entre blancos “buenos” e indios “malos”  y de películas baratas sobre Hitler y los nazis, filmadas para que los jóvenes las pudieran digerir comiendo pochoclo y para asustar a los chicos que no querían tomar la sopa. Sabía que una familia está unida en valores y afectos que van más allá de la sangre.
  Pero en ese momento, aquella conversación me descompuso. Percibía muy bien que para la pochoclera, crónica e incurable tilinguería argentina, mi pobre viejo, a pesar de todas las lanzas de Catriel colgadas de su árbol genealógico y de su mate en la mano, era “un alemán”. También me inquieté por mi madre, quien me había contado que de niña, a pesar de ser una chica destacada de la Acción Católica, había sufrido burlas en el colegio por sus anteojos, su cabello enrulado y su tipo presuntamente hebreo.
  Comencé a pasar unas noches terribles y a tener unas pesadillas atroces: en unas, yo era una niña judía perseguida por los alemanes; en otras, era una niña alemana perseguida por los judíos. En el instante en que los unos o los otros estaban por atraparme, empezaba a gritar y me despertaba. Entonces mi pobre madre acudía a mi lado, y sin entender la causa de mis terrores (yo no me animaba a confiársela) se quedaba tomándome de la mano y hablándome con dulzura hasta que el sueño me vencía.
   Tardé mucho tiempo en superar totalmente esa crisis.
   Siento una gran simpatía por Ana Frank, sobre todo desde que más adelante leí su Diario y pude admirar su coraje, su lucidez y su desprejuiciado sentido del humor. Me unen a ella muchas cosas. Pero creo que no le hace ningún bien a su causa convertir su legado en una historia de fantasmas y de niñas “emparedadas” para asustar a los chicos por la noche.
   También hay que tener cuidado con todo lo que se habla delante de los niños. Y no porque los chicos no deban conocer la verdad de la Historia, sino porque se les debe trasmitir conforme a la edad y a la sensibilidad de cada uno. La verdad fortalece; el miedo inhibe y atonta.
   Y por favor, comuniquemos la versión correcta de los hechos. No juguemos al teléfono descompuesto, que tergiversa el sentido de los acontecimientos… Porque el valor infinito de la Pasión Salvadora de Cristo no se mide por los litros de sangre que derramó en la Cruz. Y porque una cosa es hacer tomar conciencia a un chico de la maldad de las guerras y los genocidios, y otra, aterrorizarlo de un modo estúpido e inútil. He oído a gente decir que hay que mortificar a algunos niños para que “aprendan” lo que otros han debido padecer. Que me llamen como quieran, pero yo me rebelo contra esa mentalidad perversa y degenerada. Nunca el sufrimiento de una criatura puede ser justificación para enloquecer a otra.
  A la “Declaración universal de los derechos del niño” habría que agregarle una afirmación fundamental: TODO NIÑO TIENE DERECHO A CRECER SIN MIEDO.
                                          

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